lunes, 28 de diciembre de 2009

Margot

Margot tocaba rock and roll. Vivía en Madrid, en un pequeño piso en un barrio del extrarradio. Cuando tenía ocho años su padre le regalo una pequeña guitarra para que aprendiese a tocar, con la esperanza de que algún día llegase a tocar todas las canciones que él siempre quiso y no pudo por no tener con qué. Margot tiene tatuada una guitarra eléctrica en la parte posterior de su antebrazo y debajo un nombre: Madrid. Tiene treinta y dos años y su nombre real no es Margot.

Tocaba en un conjunto. Era guitarrista y voz acompañante del grupo Budapest. En uno de sus viajes, junto a su pareja, con la que mantenía una relación tan tortuosa como apasionada, su vida dio un vuelco en ciento ochenta grados. Su novio la dejó tirada en una gasolinera. Pasó por caja, y a la que salía de vuelta al coche sólo encontró su pequeña maleta purpúrea junto a sus dos guitarras, tiradas sobre el suelo. Enmudeció por momento. No sabía si gritar, correr, o reír. De repente no sabía nada.

La noche anterior su grupo había ofrecido su último concierto en una de las salas más queridas por ella, y se habían despedido, al menos estacionalmente, de aquel mundo. Por lo tanto no tenía ni siquiera la obligación de acudir a algún bolo aquella noche. Margot no era persona de muchas amistades. Sólo tenía una amiga de verdad en la ciudad, asique acudió a ella. El chico que atendía la gasolinera, que había presenciado la escena, la ofreció su móvil para llamar.

Recordaba su número de teléfono de memoria. Era una antigua amiga de su época de estudiante. María, que ahora regentaba un burdel en el centro de Madrid, en una recóndita calle escondida del barrio de Lavapiés. Tenía un año más que ella, era morena y con el pelo rizado, y siempre bebía Bloody Mary. Todavía eran buenas amigas pese al paso del tiempo. Ella había ido a algunos de sus directos en la ciudad. Fue a recogerla en un antiguo Seat, y encontró a Margot sentada sobre un bordillo, con la guitarra abrazada y la mirada perdida entre la maraña de coches que entraban y salían de aquella estación de servicio.

María ofreció a Margot una pequeña habitación en su local para que viviese allí el tiempo que precisase. Cuando le dijo que si necesitaba algo, ella sólo pidió si era posible un amplificador en el que enchufar su guitarra para componer.

Pasado el tiempo Margot habla mucho menos que antes, pese a que no había sido nunca mujer de muchas palabras. Su pintura de ojos siempre luce desdibujada fuera de sus márgenes y sus ojos negros con la mirada entristecida. Lo único que queda de la persona que antes era son sus labios pintados con el color veinticinco de la lista de cosméticos, con el que tinta la boquilla de los cigarros y las tazas de café. Y también sus guitarras, tanto la del tatuaje como las de verdad, sobre la cama.

Su vida transcurre entre la ciudad y el burdel, donde se encierra todas las noches en su cuarto. No suele bajar mucho a la parte de abajo, salvo alguna vez suelta en la que charla con María. Las canciones que compone desde que vive allí son mucho más amargas. Adora su ciudad. El sabor de su boca es el de ella. Huele a Madrid. Margot es, posiblemente, lo más rockanroll que puedes encontrar en las calles grises y empañadas de esta ilícita masa de cemento. Incluso algún cantautor ha escrito canciones en su honor.

Porque sólo compartir una noche con ella cala más que cien millones de años de cualquiera.

¿Dónde habrás pasado esta noche fría, Margot?

martes, 22 de diciembre de 2009

Portales

Mi amigo se ha marchado después de estar un rato sentado con él. Caminamos juntos hasta que llegamos al parque que está cerca de mi casa. La madrugada avanzaba ya sin mirar hacia atrás, y en aquel punto del mapa nos desviamos. Un abrazo, hablamos pronto y tomamos algo. Los típicos gestos de una despedida. Me apoyo en un banco de madera un segundo, me apetecería fumar un cigarrillo, pero no tengo tabaco. Veo como él se aleja calle abajo. Se convierte en una figura sombría que se pierde en la oscuridad de una noche que ultima sus horas de sueño.

Me quedo allí sentado un rato. No tengo prisa hoy. En realidad nunca la tengo. Total, el tiempo también camina despacio a veces, para darnos una especie de respiro. Hace frío aquí abajo, pero no me apetece subir la escalera del portal, que me conduzca a la cerradura oxidada de todos los días, otra noche más. Prefiero estar un rato solo aquí. Sin más.

Un gato blanco y negro cruza la calle. El viento me golpea en la cara, recordándome a su manera que estoy vivo. Cómo grita silente la madrugada. Enfrente de mí un portal, lo único que está un poco iluminado en toda la lóbrega avenida. Justo encima de la puerta se ve el número 7. La farola que queda más próxima está fundida, lo que me impide hasta este preciso momento darme cuenta de que, justo debajo y a la derecha de aquel porche, una pareja se gasta los labios a besos, conscientes de que la noche se les acaba, y quien sabe si después todo lo demás.

Un matrimonio sale del portal: el hombre delante con una mochila a la espalda, unos pasos por detrás ella, que cierra la puerta. Salen veloces y abrigados hasta el espíritu con sus anoraks. El cambio de temperatura tan brusco debe ser penetrante para sus cuerpos, que desprenden vaho al respirar. Creo que van a trabajar, por la mochila que lleva el hombre y por su ropa, aparentemente cómoda y sencilla. Además el hombre mira el reloj y le dice algo a su mujer para que aligere sus pasos, aun aletargados por el rápido desayuno y la inútil agua en el rostro al despertar.

Sin darse cuenta se cruzan con un chico muy arreglado que camina despacio y justo cuando ella sale del portal y la puerta se cierra, éste llega despacio al umbral de aquella estancia encendida. Saca sus llaves mientras mira unos segundos a la pareja, que sigue empeñada en derrochar todos los besos. La vida pasa delante de aquel portal, entretanto yo sigo sentado en aquellas maderas astilladas, sin que ninguno de aquellos actores noveles sienta mi mirada. En una terraza del cuarto piso unas luces de colores navideñas destellean intermitentemente. Parece que, incluso, se escuche el centelleo. Me siento una suerte de espectador de lujo. Aquel portal resume la vida en unos minutos. Unos se van a trabajar, otros llegan a casa para dormir en soledad, mientras terceros parece que van a dormir en compañía, o al menos terminarán la noche de esta manera.

El número 7 de aquella avenida en una fría madrugada son los besos, la rutina, la soledad, la luna… Aquella calle de Madrid es cualquier calle de cualquier ciudad. Aquel número siete, de color bronce, cualquier número de cualquier calle. La rutina, la de cualquiera; la luna la que pertenece y centellea en el camino de todos, la soledad de cualquiera y los besos, los que todos querríamos. La vida es la única. Empieza a llover, voy a casa. Mañana, si quieres y lees mis palabras, quizás volvamos a tomar café.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Aunque tú no lo sepas

Me inventé tu vida millones de veces. Acostumbro a hacerlo con cualquiera de las personas que se intercalan entre mis ojos y el horizonte más de dos o tres veces en una semana. Incluso podría llegar a afirmar que, en ocasiones, he disfrutado inventándome la vida de todos ellos. Te observé multitud de mañanas, mis ojos te siguieron hasta la esquina en infinitas noches, y tú ni siquiera lo sabes.

Fabulé miles de veces sobre cuál sería tu nombre. Y en otras ocasiones sabía cuáles eran todos los que tenías. Mi otra vida me ha hecho ir de tu mano por el parque, entre los árboles y las ardillas, que ahora ya ni siquiera salen a saludarnos. Me hablaste con los ojos, sin decir palabra, a veces; y otras, ni con las más elocuentes palabras conseguíamos comunicarnos. Dormir contigo ha sido la principal de mis locuras, abrazar con mis cálidas manos el frío de las sábanas en pleno diciembre tenía sentido sólo porque pensaba que entre ellas descansarías tú alguna noche.

Me he imaginado tantas veces contigo: acompañándote a comprar el periódico de madrugada, tomándonos la vida en un café, saboreando un baile una noche como si al día siguiente no fuese a amanecer, leyendo pasajes de nuestros libros a la vez, sin escucharnos el uno al otro, para que en algún punto nuestras palabras terminasen por unirse… Y lo malo no es eso, sino que todo lo que imaginaba superaba con creces a mi realidad.

Tantas veces que bajé a la calle, arropado por mi parca negra hasta las rodillas, y enfundado en mi bufanda; sin más propósito que sentir que estaba viviendo el invierno de Madrid. Y en todos mis paseos me acompañabas con distintos vestidos. Me acordé de ti al descender en un avión y atravesar un mar de nubes, y también entre los acordes menores de una guitarra. Y, aunque tú no lo sepas te tuve a mi lado, sentada en la cama leyendo, “en esta cama de amor que no conoces”.

Y despertamos juntos algún que otro domingo, permanecimos entre las sábanas rojas, perezosos, sin preocupaciones, con la resaca de dos noches seguidas de sábado, y sin prestar ninguna atención a la película que poníamos en el televisor, porque no nos hacía falta. Porque la mañana anterior había buscado tu rostro en el autobús, y te había encontrado con el mismo libro que yo estaba leyendo en las manos, y tú al verme sonreíste. Y aquella sonrisa inspiró unos cuantos versos sobre esa parte de ti que ni siquiera tú conoces. Esa que me acompaña a mí, y desconozco si existe, pues yo no sé quien eres, ni siquiera cómo te llamas. Aunque tú no lo sepas.

Y todo lo que imaginé contigo era mejor que lo que vivía junto a nadie.

Texto inspirado en la canción compuesta por Quique González, inspirada a su vez en el poema de Luís García Montero; ambos con el mismo título que este fragmento.

Sigo porque resulta muy difícil dejar morir algo que te ha dado tanto y a lo que alguno encuentra sentido.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Dulce introducción al caos

Últimamente no escribo como antes. Y si lo hago, no creo que nada merezca la pena para estar aquí y que lo lea cualquiera. Lo cierto es que paso las horas en las que no estoy con nadie, encerrado en mi cuarto con mis guitarras. Mi vida se está convirtiendo poco a poco en un concierto acústico en el que una voz solista le canta a alguien que ni siquiera se detiene a escuchar un segundo. Una pequeña sonata en Mi menor.

No sé. No son pocas las veces en las que he pensado en dejarlo todo y cogerla a ella y la carretera y salir de aquí. Rumbo lejos de cualquiera. Pero siempre ha existido algo que me retuviese aquí en esta ciudad: un grupo de gente al que aferrarme, una alegría rubia y cómplice; la fotografía, mi hermano pequeño o una canción que compartir con alguien en las tardes de frío y café. Hoy ya no, nada de eso parece existir; la canción es posible que haya terminado y no vuelva a sonar más, y si lo hace, no veo la persona con la que compartirla. Sí, la música también se muere a veces, aunque siga sonando. Son esas pequeñas cosas las que, al final de todo, nos atan a la existencia.

A mí hace tiempo se me desató esa cuerda, y eso que, yo pensaba, era de doble nudo, y creedme que, en ocasiones, se agradece y mucho; pero esa libertad ficticia me hace no saber muchas veces qué camino tomar. Y convierto todo en una noria en la que en un instante me encuentro solitario y al siguiente dentro de un círculo al que sentir que pertenezco. Un minuto antes pensaba en que todo vale nada y al siguiente la sonrisa de una niña pequeña en el tren me hace pensar que no, que es maravilloso y sólo hay que pararse a contemplarlo. Y la estancia no para de ordenarse y desordenarse.

En este último mes lo he reflexionado mucho. Abandonar a este cuentacuentos que intentó desde siempre trasladar historias y pequeñas miradas a quien pasase a leer, no sabría determinar con qué éxito. Pero nunca se tiene la certeza de algo. Nada en la vida es de una manera tan concreta que no deje lugar al cambio. Al revés, todo son aproximaciones. A mí me gustaría muchísimo poder llamarme poeta, músico, escritor, artista o fotógrafo, pero no puedo considerarme todo eso. Ni siquiera creo que pudiese considerarme ninguna de esas cosas por si solas. Sólo una aproximación, o algo parecido. La eterna manía de intentar tratar todos los ámbitos, para terminar por sólo acariciar un poco su piel, sin llegar a profundizar en nada.

De la misma manera siempre que había tentado la posibilidad de hacerlo, de abandonar todo esto, algo había hecho que me quedase un rato más. Igual que me ocurre con esa idea de escaparme de aquí y cambiarlo todo. En este caso también existe. Y si no lo he hecho ya ha sido gracias a ella, la que siempre estuvo aunque no hablase. La que siempre supo, aunque desapareciese. Los ojos que siempre sabían que algo estaba mal sólo con una visión panorámica de mi estado de ánimo. Ella, que puede hacer que me enamore con sólo un roce de su nariz fría en mi cuello. Aunque, siento, hasta ésta vez eso es diferente.

Pese a esto, todo está bien, en su orden, en su dulce introducción al caos. Así que, por si abandono en su camino al cuentacuentos, lo siento y gracias por la función. Permaneceré tumbado debajo de la lluvia de este otoño, esperando.

jueves, 26 de noviembre de 2009

El tránsito

No entendí nada hasta que caí tumbado en el pasillo estrecho de aquel tren, repleto de gente a ambos costados. La boca me sabía profundamente a hierro oxidado. Cuando aquella bala entró por el lado izquierdo del pecho no sentí dolor, tan sólo un pinchazo que creí que me supondría la muerte instantánea. El frío se había apoderado de mi cuerpo y mi piel se inundaba de un gélido sudor.

Lo que más me sorprendía era aquel frío repentino que había empezado a sentir en aquel preciso momento. Durante los primeros instantes después del disparo no conseguía saber qué era lo que había pasado. Ni siquiera sabía que me habían disparado, pero me di cuenta rápido. Pese al pinchazo en el pecho no sentía dolor alguno. ¿Habría marrado aquel tiro a bocajarro y mi sensación de parálisis vendría dada por la adrenalina y el miedo?

Comprendí, acto seguido, que no, cuando tosí y de mi boca saltaron borbotones de sangre. Me toqué el pecho y de allí emanaba un enorme charco carmesí que me manchó la totalidad de las manos de un rojo bastante oscuro y sobrio. Miré instintivamente al cielo, mientras luchaba con todas mis fuerzas contra un vértigo que estaba empezando a ganarme la batalla. Estaba azulado y recordé que aquella madrugada, cuando salí de casa, su color era purpúreo. En aquel instante, sólo pude acordarme de mi hermano pequeño, y agarré con fuerza la cadena de oro que me había regalado detrás, junto a la medalla en la que estaban grabados nuestros nombres.

Recuerdo, después, caer en la carretera, gris, agrietada, y repleta de agua y restos de basura. Vagamente, eso sí. Empezaba entonces a caer en un sueño profundo, similar a ese ensueño que te produce la calidez a una temperatura fría, y contra el que luchas inútilmente, pues siempre acabas cediendo. No entendía prácticamente nada. Lo último de lo que tengo una imagen clara es la repentina visita que me hizo una mujer rubia y alta, con el pelo largo, y muy delgada. Vestía un vestido de noche negro y su mirada era tajante. Al llegar a mi lado quise incorporarme y huir, salir corriendo de allí. Su presencia me puso los pelos de punta. Cuando percibió mi escalofrío posó su mano en mi herida abierta y sonrío. La tibieza de sus dedos, casi dentro de la herida, contrastada con mi sensación de frío penetrante, me hizo desvanecerme.

Acababa de despertar, entonces, en un tren, rodeado de gente sigilosa y casi fúnebre. Todos me miraban sin parecer sorprendidos. El expreso transitaba en mitad de un campo yermo y deshabitado en apariencia. Lo entendí entonces: mi pecho no tenía sangre y me levanté la camiseta enseguida, ni rastro de la herida. Aquello era la muerte, o mejor dicho el tránsito. La muerte era aquella mujer, y había ido a visitarme aquella misma noche. Esa mujer de la que ahora divisaba tan sólo su larga melena rubia, al fondo del pasillo, en la cabina de mandos, mientras sonaba la solitaria música de la fricción de las ruedas contra los raíles oxidados.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El filo

Afloró en mi espalda,
Tenía la hoja afilada,
Y gris platino.
Y sobre ella un grabado:

Amistad.

Palabras en mi retaguardia.
Palabras que, tarde o temprano,
Serán olvidadas.

Todo muere. Es ley de vida.

Porque si la muerte no existiese
No daríamos sentido al tiempo.
Y eso que, algunos,
Se empeñan en despojárselo.

Todo es vida. Porque antes
[de enviudar
Hay que vivir. Es ley de muerte.

Porque cuando un amigo te deja,
En cierto modo se enviuda.

Porque si un amigo te traiciona,
El tiempo que se deja atrás
No vale nada.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La chica del sombrero

Para tantas personas que, a veces, se sienten así.

Despierta, primero abriendo levemente los ojos. Aún es de noche afuera, aunque empieza a descubrirse el alba, y ella no recuerda en qué momento cayó en el sueño. Ni siquiera está acostada: se ha quedado dormida sentada en su butacón rojo, vestida con el vestido de color azul añil que a su novio le encantaba. Y con el sombrero gris que llevaba puesto entre los brazos, apoyados en su pecho, que vive cada día al borde del delirio.


Cuando abre los ojos por completo y se incorpora, despegando la cabeza de la ventana sobre la que se quedó dormida, descubre que la luna está ahí afuera, tal vez más cerca que nunca, y cercada por un ejercito de nubes que, sin embargo, pese a doblegarla en cuantía, no se atreven a cubrirla ni siquiera un ápice. Hace frío en la estancia y ella busca una manta o algo con lo que taparse un poco.

La chica joven y el niño que están sentados a su lado juegan a un juego en el que uno canta y el otro tiene que adivinar qué canción es. El pequeño se ríe de manera escandalosa cuando la madre no acierta, y logra arrancar una leve sonrisa a la chica del sombrero, que vuelve a voltearse hacia la ventana.

Nubes. Humedad. Y la luna, efectivamente más cerca que nunca. El pequeño de su derecha vuelve a reír a carcajadas, la madre parece haberse equivocado otra vez de canción. ¿Qué tendrá la risa de un niño que, en cualquier situación que atravesemos, puede hacernos sonreír?

¡Qué frío! No sabe con certeza cuánto tiempo ha pasado dormitando y, aunque ahora ya se ha centrado, nada más despertar ni siquiera conseguía acertar cuál era su posición en el mundo, ni hacía donde se dirigía. Sólo sabía que acababa de despertar y que la luna estaba preciosa ahí afuera. Pero enseguida se acordó de que volvía a casa. Decidió anoche, tras unos días grises en la ciudad, que necesitaba ese cambio, al menos unos días.

Porque a veces el mundo cambia y se torna difícil. Porque a veces todo parece espinoso, incluso porque a veces realmente lo es. No hay que buscarle explicación. El hilo musical, muy leve, hace sonar algunas canciones. Cuánta nostalgia siente, cuánta melancolía, y cuánto miedo tiene al cambio que se está avecinando en su vida…

Personas que entran y salen sin avisar y sin llamar. La vida de los humanos a veces resulta ser como una especie de motel de bajo importe, en el algunos residen permanentemente, y otros sólo están de paso para luego dejar su habitación, y que, tras volver a disponerse, otra persona la ocupe.

Una voz un tanto mecánica corta de golpe el hilo musical para lanzar un claro mensaje. "En menos de quince minutos aterrizaremos en el aeropuerto de destino. La temperatura es de veintidós grados centígrados y la hora local, las 7:18. El comandante y la tripulación agradecen su atención y les desean un feliz día”. Al concluir el mensaje reanuda la música, que hace resonar unos acordes de una canción que le encanta y hacía mucho que no escuchaba. Además los versos de ella parecen llegarle como una señal. “Nada va a cambiar mi mundo”, proclama la canción, y ella toma ese mensaje como una consigna. Desde entonces tratará de que así sea. Que nada, ni nadie, consiga desbaratar su mundo ni sus ilusiones. Podrá con lo que sea, y si no, no será por no haber luchado.

Mientras, hasta el aterrizaje, seguirá cruzando el universo, haciendo honor a la canción que la despertó de su letargo. Aunque sigue sintiendo ese pesar melancólico en sus entrañas. Casi de la misma manera. Vuelve a mirar a la luna, que sigue ahí, tan preciosa como ella, como la chica del sombrero.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Viajes

Siempre que viajo lo hago en busca de algo. Así, viajé a Lisboa para que una fadista de voz dulce me secuestrase en sus empedrados, voy a París para encontrarme con Amelie en Montmartre, a Montevideo en busca de la Maga, Buenos Aires para que ella me enseñe el tango, y a Copenhague sólo para el reencuentro con una sirena... Pero vaya donde vaya, en todas las ciudades, busco tus ojos, tu mirada. Te busco a tí.

lunes, 26 de octubre de 2009

Retratos empañados

Creía que todo estaba más que zanjado. Sí, que nada se interpondría nunca más entre mí y mi sentir. Pensé que aquello estaba más que olvidado. Erré, por supuesto, sí había algo que podía descerrajar de nuevo mi pecho, que podía volver a cruzar el río por debajo del puente recién construido, y abatirlo sin ningún esfuerzo. Había alguien que podía y eras tú, Lucía.

Porque después de buscarte en cada esquina y cada mirada, llegó un momento en el que me convencí de que ya no quería volver a pensar en ti. Pero hoy llueve, en esta noche tan fría, y la lluvia me recuerda a ti, Lucía, a tu melancólica mirada a través del cristal mojado al levantarte de la cama en la madrugada. Me recuerda a la sonrisa desdibujada que se implantaba en tu mueca al descubrir la ventana que goteaba por fuera y el adoquinado de la calle empapado.

Esta noche es de esas, pero no estás aquí, ahora no estás. Y para colmo diluvia en la misma noche en la que te cruzaste conmigo a media tarde, y prácticamente no dijiste nada, un hola banal e insulso con una media sonrisa, Lucía, que delataba que no te hacía ilusión que nos viésemos. En la misma noche en que volvía en el tranvía de esta brumosa ciudad, mirando como caían las gotas desde la persiana hasta el pequeño recoveco que quedaba entre los asientos y el precipicio que las conducía al suelo. Y un músico al otro lado de la ventana del vehículo tocó la canción que siempre parábamos a escuchar cuando volvíamos caminando, Lucía. La nuestra.

Después de este tiempo ya he dormido junto a otras mujeres, he rendido batalla en brazos de otros amores: de una noche, de algunos meses, pasajeros, efímeros, tatuados, amores de Noviembre, demacrados por las agujas con las que se inyectan la vida a dosis, y también sanos… Y creía que eso era suficiente hasta que hoy apareciste otra vez, con tu eterna sonrisa, preciosa. Y todos mis cimientos oscilaron, dejando a la vista lo débil de la estructura interna de este cuerpo.

Y minutos después de verte, Lucía, sólo un par de minutos después de que salieses contoneando tus curvas, algo más delgadas que hace meses; quise demostrarme a mí mismo que no estaba equivocado, y que era verdad que te había olvidado, que aquello era sólo un momento de flaqueza. Y salí a la calle con la foto nuestra que conservaba en la cartera, decidido, y la dejé caer y ser arrastrada por la pequeña corriente que fluía calle abajo. La dejé bajar, mientras la miraba, hasta que se aposentó dulcemente en la rejilla de la alcantarilla, donde quedó visible sólo tu rostro alegre. La arrojé, y me arrepentí al instante de hacerlo, mientras la contemplaba siendo empujada por la corriente. Metafórico. Nuestro amor siempre pareció estar arrastrado en medio de un torrente caótico, por un oleaje invisible de sentimientos incontrolables para nosotros.

Levanté la vista, y te vi caminando bajo la pequeña lluvia que caía sobre la ciudad. Distinguí entre el tumulto, a lo lejos, la espalda, tu espalda. Cuánto amor no desataría y dejaría libre por aquella extensión tan perfectiva. Volví a verla, bajo la ropa que la abrigaba, pero no me hizo falta desnudarte, recordaba cada centímetro de aquella. Quise pensar en una simple flaqueza, en un momento de guardia baja, para justificar aquel movimiento inesperado, aquel sincero deseo de correr y morderte el cuello nuevamente, Lucía.

Pero quedé pasmado mirando como tu sonrisa era borrada lentamente por el agua que la cubría y deshacía el papel, poco a poco dejándose caer por la hendidura de las rejas. Volví a arrepentirme de despegarme de esa imagen, tal vez fuese el último recuerdo que me quedaba fuera de las cajas, en las que había metido y encerrado nuestra vida anterior. Era todo tan impersonal, tan vacuo, aunque necesité hacerlo. Necesité dejar de verte en cada bolígrafo, en cada fotografía o en cada carrete sin revelar que flotaba por mi mesilla o que se inmiscuía en mis cajones.

Busqué la mirada de unos ojos claros, en lo que yo definía como superación de la separación, pero resultó que fue sólo un intento de olvidarme de los tuyos, marrones como el café de principios de otoño, como las hojas que se resisten inútilmente a caer del árbol, y terminan por caer inertes, con la tonalidad de la muerte impregnada en sus texturas. Y entonces, al descubrirme a mí mismo pensando en tus ojos, Lucía, cerré los míos fuerte y quise que todo fuese un sueño de los que hacen que me levante de la cama y mis cimientos se tambaleen durante unos instantes.

Y entonces en una especie de impulso involuntario, levanté la cabeza del papel, y estaba recostado en mi mesa, con la pluma en la mano y el papel reciclado sin terminar de rellenar. La madrugada era cerrada y fuera llovía, sí, pero giré mi cuerpo y allí, detrás de mí, en mi cama, descansaba su esbelto cuerpo, su larga melena castaña y ondulada, y su geografía lunar repleta de perfectos accidentes. Ella, que me había ayudado a querer de nuevo, a volver a creer que podía vivir sin ti. Y sonreí, porque llovía, pero en la mesilla había una fotografía en la que ya no eras tú, si no nosotros dos los que sonreíamos alegres. Y sonreí, sin que nadie, excepto los que componían aquel retrato, me viese; porque su cintura aún conservaba el calor del edredón sobre nuestros cuerpos durante toda una noche. Y acosté mi cuerpo junto al suyo y su pelo olía a sal de mar. Y ella sonrió entre sueños y murmuró algunas palabras que no entendí.

lunes, 19 de octubre de 2009

De los últimos momentos

Suena la rasgada voz de Barry White en el hilo musical de alguna radio desconocida, en la habitación contigua, de otra vivienda. La voz de las primeras citas, recordaba que así la había mentado su padre, devoto del artista, en alguna ocasión. Pensó que, a través de aquella pared comenzaba alguna relación entre dos nuevos enamorados. La ironía le llevó a dibujar una mueca de sonrisa que ella descubrió al mirarle, sin llegar a entenderla. Es como si aquella pareja inexistente, invisible, les hubiese arrebatado el amor para quedárselo entre sus cuatro paredes.

Su relación se había deteriorado mucho en los últimos meses, aunque aparentemente todo continuaba igual que antes. Pero todo caduca, y hay que saber apreciar muy bien la fecha marcada, antes de ensoñarse sin remedio. En la última bronca ella había mencionado, amenazante, que aquello no podía seguir así, a lo que su cuerpo respondió con un silencioso escalofrío que acarició su espalda hasta el principio de la nuca.

Así llegó la discusión, aquella tarde, en el cuarto de ella, que tantas veces había abrigado su desnudo amor. Y sonó más fiera y más amenazante que nunca. El tiempo les había llevado a cambiar la forma de zanjar sus choques: al principio llegaba un momento en que alguno de los dos se echaba a reír, con lo que todo se terminaba; pero ahora, ahora era distinto, no era tan fácil. Ambos se ofuscaban y costaba un mundo que alguno de los dos volviese a hablar.

Ese fue el motivo por el cual él decidió olvidar la discusión, al minuto de producirse, y sentarse en la cama, a su lado, cogiéndola por los hombros. La besó el cabello, que guardaba el mismo olor que había deseado oler cada noche hacía ya un largo tiempo.

La voz negra de la otra habitación continuaba su recital para enamorados: “You are the first, my last, my everything”. Ella se sobrepuso a aquellos versos:

- Estoy muy cansada de todo esto. No podemos estar así.

No supo, o tal vez quiso no saber contestar. La apretó contra su pecho y suspiró fuerte. Ella le correspondió con otro fuerte suspiro. Cuando alzó los ojos para mirarle, le descubrió sus cartas en forma de unos vidriosos ojos de café, que quedaron muy cerca de su cara. Tras mirarse un par de segundos una lágrima descendió por su mejilla. Quizás para contener aquel torrente que se avecinaba o para encubrir a aquel sentimiento, se lanzó con violencia a los labios carnosos que innumerables veces había mordido.

Besaron la boca de su otro de manera que hacía meses no hacían. Acaso porque conocían su destino próximo y querían esperarlo de la mejor manera posible. Sabían que aquella tarde, que empezaba a decaer, podía ser su última tarde. Sus cuerpos jugaban. Las manos con la cintura, el pecho, la espalda; la boca con el abdomen, las piernas; sus narices a chocarse entre ellas con precisa involuntariedad para terminar de conocerse...

Alzaron la vista y se miraron a los ojos, sin decir nada, él acarició su cara, prácticamente en su totalidad; así se guardaría su belleza entre los dedos para siempre. Aunque nunca más estuviese tan cerca. Aunque nunca más la rozase. Hicieron el amor más bonito de lo que todos lo pintan. E intentaron aprovechar cada centímetro del otro. Sabían que a la mañana siguiente se besarían en la mejilla, y recordó que “cuando recibes un beso en la mejilla de alguien a quien has besado tantas veces en los labios, debes saber que has perdido tu lugar en su corazón”. *

Y así llegó el momento de despedirse. Él salió de su casa, pero antes se fundieron en un memorable abrazo y se besaron. Posiblemente nunca olvidarían aquella tarde, tan amarga y bella a su vez. Casi pillándose los dedos con la puerta, ella cerró, empujando hacia fuera un incontable número de momentos y palabras, y acarició la puerta antes de sentarse de espaldas en el suelo. Él quedó fuera, sabedor de que muchos de los momentos que había pasado con ella se quedaban tras aquella puerta acorazada. Se sentó de espaldas, también, provocando así el último e inexistente contacto entre sus espaldas, a través de la puerta cerrada, sin que ninguno llegase a saberlo nunca.

Pensó en que quería tomarse un café e ir a su casa y leer algún libro triste. Aquel pensamiento le hizo recordar una mañana en que ella bromeó, mientras hablaba de un libro: “Es que parece que prefieres un libro antes que a mí”. Ahora supo responder a aquello: “Al menos ellos nunca fallan”. Y sonrió, recordando aquella escena. Después rompió en lágrimas, en silencio, que se entremezclaron con el final de aquella sonrisa de recuerdo, mientras bajaba la escalera hacia su nuevo y desértico mundo lleno de gente.

*La frase en cursiva es de David Trueba en su novela Cuatro amigos.

domingo, 11 de octubre de 2009

De los primeros momentos

Empezar a conocer a una persona es una experiencia única. Por eso de que cada uno somos un mundo distinto al resto. Cuando conoces alguien e intuyes que cabe la posibilidad de que se establezca un vínculo duradero en el tiempo, todo son primeros momentos. Tan sólo por ellos merece la pena la incursión en nuestra vida de gente nueva.

Los primeros momentos son especiales. La primera vez que surge una mirada cómplice con alguien que acabará siendo tu amigo confidente; el primer beso, ese en el que todos pensamos cuando alguien nuevo nos atrae; las primeras palabras afectuosas de un hermano pequeño cuando empieza a crecer, las primeras caricias en el cuello en una noche de poemas… Millares de momentos inéditos aguardan a los contendientes que se decantan por el primer asalto.

Así, aquella mañana ella se había levantado con un claro sentimiento de morriña que no alcanzaba a explicarse. El café le supo a esa especie de soledad que nos invade cuando hemos pasado la noche con alguien que al amanecer ha de marcharse. La radio sonaba distinta, después de tanto tiempo monótona. Pero aquella especie de añoranza era resplandeciente, pues sabía que le aguardaba, al menos, una conversación al final del día.

Pensó en cuanto detestaba los primeros días de la rutina, que este año le resultaba aún más diferente. Su vida había experimentado cambios notables desde el principio del curso anterior hasta este. Sin embargo, esos cambios habían llegado para bien, y se sentía cómoda consigo misma y su entorno.

Se decidió por coger el teléfono. Necesitaba hablar con alguien y optó por el número de una reciente amistad recuperada. Le contó lo que sentía, al tiempo que aquella conversación le indujo a valorar aquella amistad mucho más.

- ¿Sabes, Natalia? Es la primera vez que me hablas de algún chico…

Los primeros momentos…

viernes, 9 de octubre de 2009

Sobre tempestades

*No suelo colgar versos, pero hoy se merecía.

“Por donde quiera que aleje los ojos,
todo es color de lluvia, negro pálido”.

Fernando Pessoa

A mi amigo Pablo Álvarez

En medio de la tempestad
Gritas, en silencio,
Sabedor de que la calle es,
Por un momento, sólo tuya.

Desahogas tu cólera contenida
Al tiempo que ahogas tu memoria
Entre la lluvia, apático.

Sé que una palabra sólo no sirve,
Aunque mi alma corra de la mano
De tu exhalación, en mitad de la noche
[más agria.

Pero no. No me lo dices. Y huyes, corres,
En soledad, que, en ocasiones,
Es tan ciega compañía.

Y yo mientras, miro la lluvia y la grito,
Porque todos, también yo,
Necesitamos romper del silencio
[La voz.

Y así estoy. Frío.
Tan solitario como tú, en mi balcón.
Viendo como la tormenta se ha ido apaciguando,
Porque todas lo hacen.

Y mientras pienso en la pareja abrazada
De Bram, y los cantos de Pessoa a la lluvia.

E, igual que tú, pensando cada uno en sus ojos
que no sabemos que reflejo de nosotros obtienen.
Al otro lado en la ciudad, ya no sabemos nada,
por no conocer nada, ni si nos quieren ver.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La dócil expiración del presente

Cada día morimos un poco. Cada paso de peatones por el que cruzamos, cada cucharada de azúcar que vertimos a nuestro café, cada instantánea que tomamos con nuestra cámara; es una muestra de que ella nos está ganando la partida con jugadas encubiertas, que casi hacen que nos olvidemos de que ronda por ahí.

Los días pasan, y en el cómputo global, siempre la noche acaba abatiendo las horas de luz. Es la ley tácita. Hay que saber vivir con lo que se tiene y ser feliz, porque, al final, cualquiera enfila el camino hacia el destino común. Es eso lo que nos hace emocionarnos con las pequeñas cosas, lo que nos lleva a levantarnos pensando en el lujo que es saber que tienes a tu mejor amigo a la distancia de tan sólo una puerta, o nos conduce a entrar a una tienda de golosinas para pedir un caramelo con el sabor de sus labios. Porque eso también es felicidad. Y ser feliz es aprovechar bien el tiempo y todo lo que él nos depara.

Somos el tiempo que nos queda. Y el camino que se nos alarga a cada momento delante de nuestros ojos incrédulos. Hace poco escuchaba que la felicidad es el propio camino, que no existe ninguna meta para con esta causa. Por eso es harto importante saber leer las miradas, los gestos, saber interpretar una leve caricia sobre nuestra mano. Porque todo eso termina por pasar y no nos queda nada, acaso el vago recuerdo de haberlo disfrutado por unos instantes.

Mi padre siempre abogaba por saber detenerse en el momento idóneo, por nunca dejarse llevar por esa prisa que ahoga las inertes vidas de los que nos rodean. Por eso ahora acostumbro a detenerme a observar cómo juegan varios niños, cuya vida queda casi al completo por delante, a mirar al cielo y buscar una sonrisa cómplice que sé que en un momento u otro llegará. O simplemente me detengo a contemplar cómo la chica a la que espero viene hacia el lugar donde estoy sentado, su vaivén al andar, y cómo una sonrisa va apareciendo en su cara según va acercándose a mi posición. Pues eso también es ser feliz. De verdad.

Mejor es no confiar en Mañana. De cualquier manera es imposible conocer si éste llegará. Al fin y al cabo, dejamos de vivir todos los días durante unas horas, las cuales no es posible predecir si se convertirán en eternidades. Y llegará un momento en el que a la hora de volver a renacer nos hagan leer una inscripción que rece: No hay mañana.

martes, 15 de septiembre de 2009

¿Para qué quiero despertar?

¿Y despertar para qué? ¿Para descubrir que todo era un sueño? ¿Cómo reconocer si el paseo con aquella chica era real o una mentira producida por la fase REM de cada noche? Si al fin y al cabo nadie tiene conciencia de si mismo mientras está dormido. Ni tan siquiera sabemos si mientras dormimos el mundo sigue estando ahí. Es improbable. Nuestro cuerpo puede desvanecerse cada noche mientras creemos que está abatido sobre la cama.

Sin embargo, ese día él tuvo que despertar. El repicar del parpadeo de sus ojos en medio del silencio le hizo saltar de la cama para descubrir que no dormía con alguien, como hubiera sido capaz de asegurar hacía unos segundos. Todavía sentía el calor de la mano de aquella chica sobre la suya. ¿Pero quién era? Hasta hacía un momento había sido su novia, pero realmente ya no la conocía. Pese a haberse levantado pensando en ella.

¿Y si fuera verdad lo que ella le había dicho y todo hubiese sido un sueño, producto de su fantasía? Se asomó a la ventana de su cuarto, pero ni lo que encontró debajo de ella era lo que estaba acostumbrado a encontrar cada madrugada. Además afuera diluviaba de manera extraña. Nunca había visto aquel adoquinado ahí abajo; siempre había estado el cruce de carreteras en el que a menudo colisionaban vehículos.

Empezó a aflorar una partida de nervios por su cuerpo, y una angustia que no recordaba de otras ocasiones le invadió las entrañas hasta el punto de querer gritar e incluso llorar de manera estrepitosa. ¿Y si aquella chica con la que había paseado en una noche fresca de verano fuese invención de un original azar de sueños? ¿Y si cada noche de su verdadera vida conformase una existencia por si misma?

Podría ser realidad: cada noche la muerte nos acuna durante unas cuantas horas en su regazo, cuidando de quien sabe formará en sus filas tarde o temprano. Cerramos los ojos, y con eso morimos, sin más, para después volver a entrar en el sendero de la vida. Hasta que las parcas reciben la orden de efectuar su cometido.

Volvió a acostarse, esperando que todo hubiese sido una fútil pesadilla. ¿Y si alguna vez despertases y descubrieses que todo ha sido falso?

Por si acaso, mientras, abrázame.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.

Rayuela, capítulo 7. Julio Cortázar.

Le baiser. Man Ray.

viernes, 28 de agosto de 2009

Nada

Él sube por la cuesta que le conduce a casa. Acaba de dejar en el parque a dos amigas con las que hacía tiempo no se sentaba a hablar. La casualidad le ha llevado a encontrarse con ellas en un momento en el que parecía estar solitario. Sus amigas se han quedado allí, esperaban a una chica, que debe estar al llegar: Ella.

Se cruzan Él y Ella fugazmente, pues Ella, camino inverso, estaba llegando al lugar de encuentro con sus dos amigas. Intercambian una rápida mirada, clásica entre dos desconocidos que piensan que nunca más volverán a verse. Una mirada repentina que por un momento parece activar un resorte en la mente de las dos personas, pero que se desvanece enseguida que otra persona se cruza en el camino.

Lo que no saben Él y Ella es que mañana volverán a encontrarse, porque las amigas de Ella también eran las amigas de Él, que habían quedado en el parque esperándola, con las que Él volverá a quedar al día siguiente. Y lo que no saben ahora es que empezarán a conocerse poco a poco, sin más propósito que el de pasar un rato con aquellas dos chicas, sus amigas en común, en principio. Y empezarán a sentirse cómodos.

Y tampoco saben que tras un tiempo sus labios se habrán rozado, inocentemente primero, de otra manera más violenta después. Ni siquiera sabe Ella, al cruzarse, que Él toca la guitarra y que tiempo después pasarán varios ratos maravillosos aprendiendo algunas canciones. O que en una futura noche fresca de verano, Ella descansará sobre el césped del parque, con su cabeza sobre el pecho de Él y sus brazos anudando su torso, protegiéndolo del repentino frío veraniego. Y que nada más importará en esos momentos.

Nada. No saben nada de eso.

En este momento sólo se miran un instante, para después seguir pensando cada uno en su vida. No se conocen, no saben nada de sus días. Ni siquiera pueden saber si la vida inspira la literatura, o si por el contrario, es a partir de la propia literatura como se construye la vida. Todo lo desconocen mientras dejan atrás los ojos anónimos del otro.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Ilusiones, sin más

¿Es posible eso que dicen de vivir de ilusiones? Yo creo que cuando alguna se convierte en una realidad. En cualquier momento puede llegar un destello de ilusión a tu monotonía, con cualquier movimiento extraño en el tablero.

Después de bailar toda una noche, un beso que se escapa a la salida de una discoteca, sin que nadie sepa por qué, sin explicaciones que darle, y vuelves a tu casa con otra cara, con la cara de la ilusión pintada de oreja a oreja y recuerdos de los colores de sus ojos de color verde arenoso y sus labios pintados de carmín, por ejemplo. Y en muchas ocasiones más. Terminas de leer un pasaje en el libro que tienes en tus manos, y te identificas con el personaje, y a la protagonista la identificas con ella, o al amigo con el tuyo, y te das cuenta de que tu vida también puede ser literatura, al menos por momentos.

Un lunes a las tres de la madrugada en un coche, solos tú y yo, empezando a conocernos, mientras la ciudad ya duerme. Tu dedo señala la ventana en la que te imagino las noches lluviosas, mirando a la calle del pasado, tal vez. Para la próxima vez que vengas, dices, y sonríes. Ilusión. Eso supone que pensaste en que volviese. Ahora dudo, no sé si lo que estoy describiendo es una realidad o un burdo sueño que se esfumó al abrir mis ojos en la mañana, tendrás que aclarármelo. Sólo sé que las ventanas tenían el cerco de color añil y que me encantó mirarte durante esos minutos.

De ilusiones se puede vivir, sí, pero cuando tienes la certeza de que alguna va a cumplirse. De hecho, así es como sobrevive el ser humano, por la ilusión del futuro y de las perspectivas.

martes, 11 de agosto de 2009

Alma lluviosa

Agosto es un mes espantoso en Madrid. Aunque ésta se desvista hasta de sus mejores vestidos en este mes. Se puede pasear con tranquilidad, sin agobios y sin gente, pero a mí me gustaría escapar en este mes de asfalto ardiente y neblina en los ojos. Por eso me encantan estos días tan invernales que cercan las murallas cálidas de mi ciudad. Porque este aroma a adoquines bañados me devuelve al invierno, a los días más fríos, más digeribles, y me rescata del sopor absoluto de esta indeseable hoja del calendario.

Adoro la lluvia y ese ambiente que arrastra con ella. Porque el perfume que se filtra por la contraventana me recuerda a un amigo bailando bajo una tromba de agua tremenda, un momento de felicidad plena; me recuerda irremediablemen
te a las personas que ahora mismo están más lejos, a un café caliente a las cuatro, junto a ellos, calados después de recorrer idéntico camino. Este olor se acuerda de un viaje en tren mirando los palacetes que quedan a la vera de la vía que lleva a Atocha, mientras afuera diluvia; a esa gente que entra empapada en el vagón, cerrando el paraguas casi dentro de él.

Más de una vez he pensado en intentar guardar esa esencia en un pequeño frasco de esos que después se prenden como ambientador. Un intento de emerger, quizá, del ápice de alquimista que pueda ocultar dentro. Pero siempre llego a la conclusión de que prefiero guardar la magia del momento.


Sí, lo siento, pero tengo alma de otoño. No puedo evitar en días lluviosos pensar fotografías, acordarme de la imagen de Bram en la que una pareja deam
bula por Oxford Street, calada, bajo una intensa tormenta, con un único paraguas enclenque como protección. O recrearme en las fotografías que haría yo mismo bajo la tormenta.

La lluvia… Cuando era pequeño, muchas veces me atormentaba la idea de que llovía porque alguien estaba llorando ahí arriba. Me desmontaba ese pensamiento. Pasaba grandes ratos, incluso horas, entristecido por la visión en mi cabeza de alguien como yo, que lloraba y lloraba sin nadie que le consolase.

Ahora esos mismos ratos, incluso horas, las paso imaginando historias bajo la lluvia, fotografías, pasajes literarios, y en ocasiones pensando en las nubes de tu pelo oscuro. En ti, desconocida, en definitiva, que también tienes sombra de tormenta. Lo sé.

Oxford Street. Richard Bram.

lunes, 10 de agosto de 2009

Nuestros libros de cada día: Mr. Vértigo y Maus

Siento la escasez de entradas del verano, pero es que Agosto en ocasiones quita hasta las ganas de escribir. Sólo me deja ganas de agua helada, piscina de vez en cuando, cervecita fresca y alguna buena serie o lectura con las que pasar las interminables horas de sol, hasta poder salir a la calle. Precisamente regreso aquí tras una semana para hablar de dos lecturas fáciles de digerir para este tiempo.

La primera, del incombustible Paul Auster, en la que me parece que seguramente sea una de sus mejores obras -no puedo asegurarlo puesto que sólo conozco la misma y Brooklyn Follies, pero apunta a que así es. Parto de la afirmación de que me considero un entusiasta del autor y de su prosa tan sencilla, o que al menos así parece, y con tan buen resultado.
Mr. Vértigo es fascinante, sin más. Una novela que trata sobre multitud de temas de la vida, y que se puede reducir a dos palabras: "Una vida". Y, por supuesto, todo lo que esa vida contiene: sueños, fracasos, éxitos sin precedentes, amor, duelo, pérdidas, muerte...
Con el sueño de volar, como tema central, un viejo recuerda su vida al lado del maestro Yehudí, un judío húngaro que recluta al niño con la promesa de enseñarle a volar antes de que cumpla trece años. Auster habla como nadie de sueños y de aspiraciones, y además trata el ascenso y fracaso, la vida y la muerte, con una prosa excelente.
Quizás, aunque no sé si lo pretendería, la novela se convierte en una especie de reflejo de la historia de los Estados Unidos -la Depresión, la época de los gangsters de Chicago, el Ku Klux Klan, la Segunda Guerra Mundial, etc-, a través de las peripecias de Walt y sus relaciones con el resto de personajes, Aesop, madre Sioux, la señora Witherspoon y el resto de ellos.
Una lectura, como dije arriba, muy fácil de digerir, con una historia realmente lírica. Vida.

Por otra parte, la obra cumbre de Art Spiegelman, galardonada con el Premio Pullitzer- el único cómic que lo ha conseguido hasta el momento-, en la que el autor cuenta mediante la historia personal de su padre, el horror del nazismo.
Pese a no ser muy fan del cómic, esta lectura me ha entusiasmado de principio a fin, si bien el principio me resultó algo espeso y lento. Merece la pena.
Hasta aquí podría resultar típica -otra obra más sobre el nazismo y el pueblo judío, lo de siempre-, pero la novedad radica en la manera de contar de Spiegelman. En sus viñetas, los alemanes adquieren la apariencia de gatos, mientras que los judíos, perseguidos y masacrados durante la Segunda Guerra Mundial, toman apariencia de ratones. Destacaría también la inclusión de los cerdos, como la nacionalidad polaca. "Como el gato y el ratón", que dicen nuestras abuelas en multitud de ocasiones.
Art Spiegelman aprovecha este juego de apariencias para dar un dramatismo especial a su historia y hacerla diferente al resto. Durante las casi trescientas páginas del libro, probablemente no aprendas nada que no supieses ya, pero seguramente te entusiasme leer cómo los ratones hablan de amor, de supervivencia y de todo lo que se vivió en aquellos años.
Una buena memoria para el padre del autor, ya que su idea era captar su imagen en las páginas, y creo que lo consigue bastante bien. Si tenéis oportunidad, empezad a leerlo.

sábado, 1 de agosto de 2009

Creí verla hoy

Creí verla hoy, mientras comía sentado una manzana. Creí verla igual que lo creyó Horacio en aquella ventana de Montevideo. Pero no era aquella uruguaya tierna a quien veía. Yo creí ver a mi propia Lucía, mi propia Maga, por imposible que pareciese. Y la verdad es que, en los segundos de confusión que me produjo la equivocación con aquella muchacha, el corazón me dio un vuelco que me dio que pensar.

Creía que mi visión de su pelo ondulado se desvanecería al instante de perderla de vista, pero lo cierto es que entonces no hizo más que empezar. Todas las horas siguientes del día estuve asomándome a cada ventana, buscando equivocarla dulcemente con alguna figura que vistiese de color rosa y clavase sus ojos marrones en el cuadro iluminado del cuarto. Esperando que te detuvieses debajo de mi ventana, alcanzases una pequeña piedra y la lanzases al número uno del tablero.

Esperando que nos reencontrásemos antes del tiempo correspondiente.

Es verdad que su imagen se desvanece y retorna a mi memoria por momentos. No sé de qué extraño azar dependerá cada una de estas acciones, si es que así puedo llamarlas. Lo que sí sé es que por un momento Madrid cambió su nombre, salvando sólo la mayúscula, por Montevideo; y que una chica que entró en mi campo de visión por unas décimas de segundo, se llamó Lucía, al menos durante ese ridículo espacio de tiempo. Y volviste a Madrid para cruzarte sólo conmigo.

“¿Encontraría a la Maga?”, comenzaba la primera página.

sábado, 18 de julio de 2009

Definiciones

Los estados de ánimo lo son todo y cualquier cosa.

La felicidad es la visión de la sonrisa de cualquier persona a la que quieres.

La complicidad es saber mantener una conversación sólo con una mirada.

La amistad es un gesto, una palabra, un simple abrazo que se transforma en algo complejo.

La tristeza es la caja de cerillas que robasteis en la última posada en la que dormisteis juntos.

La indiferencia, acordarte de alguien y darte cuenta de que ya no le necesitas.

La pasión está contenida en un beso que surge repentino, después de la facultad, en el autobús o en el andén un minuto antes de coger un tren lejos.

La soledad es un café que se queda frío junto a una balada que suena en el peor momento.

El cariño un abrazo después de ganar con tu pareja una partida de trivial.

El desasosiego está en un trazo en el vaho del espejo de la ducha, que trae recuerdos.

El deseo es querer morderte la piel cada vez que me miras con tus ojos castaños.

El miedo duerme en cada cama de cada familia, en cada sueño, y muchas veces nos controla.

La tranquilidad puede ser leer un poema de Cortázar en el parque.

El amor, un poema en la servilleta manchada con el carmín de esos labios.

La traición es algo doloroso, tal vez involuntario e inevitable.

La falsedad es la máscara con la que cualquiera te vende una amistad.

El peligro es saber que te puedes morir a cada instante y aún así seguir viviendo.

Las emociones son la vida y tan sólo palabras.

miércoles, 15 de julio de 2009

Embriaguez de fantasmas de poetas

Al atravesar el mar de nubes del cielo de Portugal me acuerdo de ti: la muchacha de boina roja y el corazón en calma.

Lisboa me recibe con su aspecto decadente, entre ecos de flautas, acordeones y calles abatidas. Aquí, el espíritu de Pessoa reposa tranquilo en A Brasileira, aunque renace de cada esquina del Chiado o del Bairro Alto.

“Barcos que pasan por la noche y ni se saludan ni conocen”, decía el poeta lisboeta. Y esos barcos en la gran ciudad son las personas. Somos, tal vez, por qué no, tú y yo. Son el escritor y el fantasma del poeta que se encuentran para un réquiem a medianoche en las calles de esta ciudad.

Me enamora con sólo unas horas, igual que tú con tan sólo un par de sonrisas. Lisboa me embriaga. La ciudad de la luz, la ideal amante de poetas, una delicia para los ojos del fotógrafo.
Sentado en una balconada imagino que es un tejado abuhardillado de estilo parisino, como el que tengo enfrente, y que estamos mirando a lo alto, tejiendo estrellas con nuestras palabras íntimas. Esta ciudad puede recordar a París, a Madrid, y por momentos a alguna ciudad británica o transalpina e incluso a La Habana, aunque parezca increíble; pero lo que es innegable es que tiene una identidad y un ánimo propio difícil de contradecir.

Se aproxima un tranvía exhalando la bohemia que caracteriza a la ciudad. Una carcajada de chica joven atraviesa una ventana y se filtra hasta mis oídos. En ese preciso instante me doy cuenta de que te he escrito más textos que a nadie, y de que posiblemente éste sea el último que guardemos bajo una misma frontera por un tiempo.

Y te lo escribí en Lisboa, la ciudad de los poetas, que bien podría ser nuestra, pese a que ahora puede que quede más lejos que nunca...

En Lisboa, el 2 de julio de 2009.

Fotografías tomadas por mí. Galería de flickr.

viernes, 10 de julio de 2009

Nuestros libros de cada día: Los renglones torcidos de Dios e Intimidad

Hoy vengo con dos grandes recomendaciones de dos grandes personas, María y Loren: Los renglones torcidos de Dios, de Luca de Tena; e Intimidad, de Hanif Kureishi.

Los renglones torcidos de Dios es la gran obra de Torcuato Luca de Tena, fundador del diario ABC, periodista y escritor, que quiso dejar testimonio de la vida en un sanatorio mental. Sorprende, y mucho, que para ello se internara voluntariamente en un hospital psiquiátrico para conocer de primera mano cómo es la vida dentro de una institución de este tipo. Pese a ello, en el prólogo deja bien claro que todo lo que cuenta es pura novela. Basada en hechos reales, sí, pero ficcionados.
La novela es espectacular, con unos giros increíbles en el argumento, que mantienen en vilo la atención sobre la historia, de principio a fin. La narración toma, de inicio, el punto de vista de Alice Gould, una detective que se interna voluntariamente en un psiquiátrico de Zamora con el fin de investigar un crimen para uno de sus clientes.
Para que no destaque entre los enfermos es rebautizada como Alicia de Almenara y la despojan de sus pertenencias. Poco a poco, Alice va descubriendo la vida dentro del centro y las peculiares patologías de cada enfermo, mientras investiga el crimen.
Gran novela de Luca de Tena, que narra perfectamente todo lo que acontece, y los dialogos tan intensos entre Alice y los médicos, hacen que, junto a los giros inesperados de argumento, que nos hacen pensar varias veces en el final antes del propio; la lectura sea muy productiva y enriquecedora.


Por otra parte, la recomendación de mi amigo Lorenzo es de distinta pasta. Una joya, como él me la definió cuando estaba leyéndola y me dejó entrever las primeras páginas. Hoy le doy la razón, como casi siempre.
Intimidad versa exclusivamente sobre el porqué alguien deja de querer a una persona. Jay, un escritor y guionista de cine, se ha decidido. Esta noche abandonará su hogar, con su mujer e hijos, y se marchará para siempre, después de seis años de vida en común. No aguanta más esta vida.
A lo largo de sus casi 150 páginas, Kureishi nos deleita con las reflexiones del protagonista, de una belleza impresionante en algunas ocasiones, sobre todo en aquellas en las que recuerda algún episodio junto a su mujer Susan, mientras la mira dormir, o cuando se refiere a sus hijos.
El escritor de origen paquistaní ilustra a la perfección el sentimiento de un hombre en plena crisis. Recuerdos, proyecciones para el futuro, y reflexiones sobre la traición, inundan la sesera de Jay en la noche antes de marchar. La traición a veces es la única forma de volver a nacer. "Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo [...] Tal vez cada día debería contener al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria".
Una escritura muy buena y unos fragmentos bastante líricos hacen de esta novela de Kureishi, una buena lectura que puede llegar a emocionarnos o, incluso, a identificarnos con algunas partes. Para cerrar esta reseña breve, dejo unas frases que me encantaron del libro: "Si tan sólo pudiese ver el rostro de ella otra vez. Pero ni siquiera tengo una fotografía".

Gracias a los dos por las recomendaciones.

domingo, 5 de julio de 2009

A Cidade da Luz

Me he prendado de este lugar, y de este viaje. Ahora estoy tranquilo, sentado en el balcón, con un acordeonista tocando a mis pies. La vie en rose. Es curioso, pero sin haber venido nunca antes siento a esta ciudad como mía, una especie de parte de mí, y yo me siento dentro de ella como si de mi hogar se tratase.

Alguna vez me gustaría que lo fuese, o al menos que fuese uno de ellos. Me entusiasman sus recovecos, sus escondites, sus tranvías amarillos. Y una de sus conductoras, morena de piel de color galao que conduce a gran velocidad mientras tararea a voz alzada fados portugueses, me hace sonreír como hacía tiempo nadie conseguía, y pasar un momento de felicidad plena, de esos que siempre recuerdas con el tiempo.

El acordeonista continúa su serenata nostálgica ahí abajo. Ni siquiera puedo decir que falte la buena compañía. Me voy de aquí con las dos personas que vine, grandísimos amigos ambos, pero creo, casi aseguraría, que el sello de nuestra amistad es mucho más sólido y vinculante.

La gente ocupa las aceras en Lisboa, pero sin llegar a masificarlas. No tiene aires de gran capital, sino de ciudad decadente, e incluso bohemia, con grandes enclaves, como el Café A Brasileira y su estatua de Pessoa, la Confitería Nacional de 1829 y sus deliciosos desayunos, su librería Bertrand y sus casi doscientos años de historia y literatura.
..


Yo, junto a la estatua de Pessoa, en el Café A Brasileira.

La ciudad de la luz y sus barrios, tan dispares e iguales a la vez; Alfama, Bairro Alto, la Baixa, Chiado… La ciudad acoge a la diversidad igual de bien que nos acogieron a nosotros tres chicas encantadoras, una madrileña y dos vascas -María, Maite y Nuria-, con las que pasamos un maravilloso tiempo que sirvió de cierre y colofón a una gran ciudad, a unos tres días estupendos.


Pablo, Lorenzo y yo con María, en la Praça del Rossio.

Lisboa, la ciudad amante de poetas y prosistas, ardiente acogedora de amores platónicos y pasiones indelebles…

Escrito entre Lisboa y Madrid en tres días.

jueves, 25 de junio de 2009

Palabras para un hasta luego

Perdonádme por lo personal de esta entrada.

A Ana García Andreu =)

Se acaba el curso, y este año es el que menos ganas tengo. Yo diría que ninguna. Tú ya te vas, allá donde viniste, pero aunque sólo sea un simple hasta pronto, un paréntesis, me apetecía regalarte un pasaje de despedida. Es posible que estas palabras las leas ya cuando estés en casa, es casi seguro. Pero quería dejar constancia de ellas. Porque el descubrimiento del curso ha sido este grupo F en el que nos encontramos, pero concretamente tú: los demás repetían grupo.
Nunca pensé que encontraría gente con la que pudiese hablar de los temas que conversamos nosotros. Los libros, el cine, las amistades, las relaciones, nuestros secretos e, incluso, la fastidiosa política; abarcan nuestros cafés, nuestras cervezas, nuestra vida. Ahora sé que vosotros, y en este caso tú, a quien va dirigida esta pequeña carta, serás siempre una persona muy importante, porque aprendo con lo que guardáis para enseñar. Y que siempre vais a ser mi gente, por encima del resto, ahora lo sé mejor que nunca.
Estos dos últimos días lo he pasado de maravilla, y creo que en ellos se puede condensar el periodo que transcurre desde Noviembre –más o menos- cuando nos conocimos en la cafetería, que tantos ratos nos acogió este año, hasta hoy, el día en el que marchas a tu tierra, dejando atrás Madrid por unos meses. Nunca te lo he dicho, pero lo primero en lo que me fijé fue en esa pequeña cicatriz que tienes en la cara, a la altura de la nariz. Ahora ya sabes que me gusta. Me siento muy feliz de estar escribiendo esto, Ana, igual que por haber encontrado un grupo de personas que me protejan la retaguardia sin más contraprestación que la misma acción por mí parte.
Hoy tu beso me ha sabido a despedida, pero no a un adiós triste: volveremos a vernos pronto. Me dijiste que, a veces, tu madre leía estas líneas. Si es así, en este texto también, sepa usted, señora, que tiene una hija de la que cualquiera podría estar orgulloso; es más, de la que yo mismo me siento orgulloso por saber que me arropa cuando lo necesito y que siempre tiene una sonrisa guardada para el momento necesario.
Sin más, que tengas buen viaje. Madrid te espera para tantos cafés y momentos que nos quedan por vivir, Anita.

lunes, 22 de junio de 2009

"Oh, oh, al agua con él..."

Sin bandera izada, más que la de negro fondo y tibias huesudas. La inmensidad que siempre quise como mi hogar me ampara mientras navego hacia uno de los enclaves seguros, controlados por la piratería. Guardados los cañones, aunque siempre dispuestos a someterlos a todos, la jornada es apacible entre cantos y botellas.
Cuatro años de batalla defendiendo tu puerto de mar, para que la flota militar me lo arrebatase. No, eso no podía quedar así. Ahora vuelve a ser puerto pirata, oh comodoro; y no cambiaría esa bandera por nada en este mundo, así que guárdate esa patente. Nací bucanero, mi padre lo era, y si quiere vencerme tendrá que ser en digna beligerancia, no como socio. Tengo alma de océano.
Las olas provocan un ligero zarandeo en la cubierta de mi barco. El Belem surca las crestas alzando su estatua de proa -donde coronaba la bandera portuguesa antes que la pirata- hacia las nubes grises que amenazan tormenta y se funden con el grito atemperado de aquella mujer. En las aguas lusas aún la andan buscando, a ella y al Belem.
No hay mejor estatua para un navío que su imagen. Caroline… Su reticencia y recelo se convirtieron en pasión por el mar y la vida pirata. También ayudó a eso el problema con su padre, el gobernador. A veces canta y todos escuchan, es como si el oleaje se detuviese, y el reflejo de la luna en las aguas internacionales –nuestras- dejase de invocarnos, para detenerse y deleitarse con su tímido chorro de voz.
Sólo cambiaría la bandera de las tibias y la calavera por un único estandarte: los bucles rizados de su pelo largo. Una especie de Ariadna en proa. El mar nos envuelve. El Belem navega sin compañía. El timonel canta: “Y si el barco está escorado, y si el barco está escorado, y si el barco está escorado... ¡Todos a estribor!” Algunos se contagian. Caroline está sentada al lado de la estatua de la diosa, encima del palo mayor. Mira al mar con aire melancólico. Se asemeja a la efigie. Me separan de ella un cañón y doce metros de eslora. Una nueva canción, oigo su hilillo de voz, que asciende sin que vuelva la vista. Creo que también la luna se ha hermanado a nuestro coro. “…oh, oh, al agua con él. Sólo un par de pasitos lo alejan del fin, oh, oh, al agua con él”.


Belem (1896). Autor: Philip Plisson.
El nombre de este barco inspiró el del relato, y parte de éste.

martes, 16 de junio de 2009

Su enamorada la muerte

Habitación 315. Tercera planta. Pasillo izquierda. Subía en el ascensor de la derecha y llevaba un libro en la mano. El libro que él le solicitó. Su labor de enfermera le proporcionaba bastante bienestar personal. Vivía momentos difíciles, por supuesto, pero había aprendido, gracias a estas situaciones, que es en ellas donde reside lo más bello del ser humano.
El pitido del ascensor la desenterró de su lectura de la contraportada: Mí enamorada la muerte, se titulaba. Cuando llegó la puerta estaba entornada, la familia del paciente dentro. A África le encantaba visitar aquella habitación. Su cariño por ese paciente e, indirectamente, por toda la familia había crecido de manera notoria, algo que no había experimentado nunca antes.
Germán jugaba con sus nietos, charlaba con sus hijos, y siempre sonreía. Cada vez que África rebasaba la puerta de su habitación la reconocía a la voz de “la enfermera con el nombre más bonito del centro”. A menudo envidió África la alegría de vivir de aquel viejo.
En la habitación 315 la vida era distinta. Germán aconsejaba y jugaba con los niños, con las ganas del que sabe que su tiempo concluye, aquejado de un grave cáncer de edad. Sin más patología. Su familia, por otra parte, bromeaba con él y lo despedía cada noche con la pesadumbre taciturna, camuflada entre sonrisas, de quienes saben que la vida del anciano finaliza irremediablemente y no quiere que se le note. Pero ambas partes suelen conocer lo que los demás disfrazan, o intentan encubrir.
Aquella noche fue la última que vio sonreír a Germán, más radiante que cualquier otra. Tenía guardia. A las once en punto, cuando estaba acompañado de su familia vino a recogerle su enamorada, puntual a su cita, engalanada como ninguna vez. No le dio tiempo ni a leer siquiera la primera página del libro, aunque cuando África se lo había entregado, el viejo le confesó haberlo leído antes. Sin embargo, antes de irse, su amor sí le dejó que regalase una última sonrisa a aquella habitación, donde se evocaban sus épocas pasadas. De esa sonrisa es de lo que se había prendado la muerte, y por la que había esperado hasta el momento pertinente. Germán se cruzó con África mientras traspasaba el umbral de la puerta de su mano. Aún su cuerpo estaba tumbado plácido, encima de aquella cama cándida.
Sonreía. Sonreían. Tristes.

Rescatado del baúl de textos antiguos, por motivos varios.

lunes, 15 de junio de 2009

Corazón tan blanco, de Javier Marías; y Calle de las Tiendas Oscuras, de Patrick Modiano

"Mis manos son de tu color,
pero me avergüenzo de tener un corazón tan blanco"

William Shakespeare

Con su tradicional título fruto de algún renglón de Shakespeare, en este caso el que luce al inicio de la entrada. Y con su tradicional principio fulgurante en el que Marías nos brinda unas primeras cien páginas realmente impresionantes, Corazón tan blanco es una novela bastante reseñable en el panorama actual.
La complejidad de la escritura densa de Marías se compensa a la perfección con la historia y la estructura que el autor dota a su novela. Las páginas del libro vuelven a indagar en temas como el matrimonio, la muerte, el asesinato o la sospecha.
"No he querido saber pero he sabido..." Así comienza la narración de Juan Ranz. A menudo no queremos saber algo, pero irremediablemente lo acabamos conociendo, por accidente o por propia voluntad. A eso hace referencia el título de la novela, a la inocencia de los corazones blancos que acaban coloreándose tras conocer la realidad.
Una novela muy buena, aunque de nada valen estas palabras, un libro siempre habla por sí mismo.

Por otra parte, es indiscutible que las novelas de Patrick Modiano tienen algunos de los mejores títulos. Un amigo mío decía hace poco que simplemente por los títulos y la fotografía de la portada ya merecía la pena tenerlo en su biblioteca (refiriéndose a En el café de la juventud perdida). Secundo su opinión, pues tanto los títulos como las imágenes me parecen bastante acertados.

Hablando ya de Calle de las tiendas oscuras, galardonada con el Premio Goncourt, cabe destacar la escritura tan sutil y elegante que demuestra el autor en cada página. Existen párrafos que hacen que la lectura íntegra de la novela sea recomendable, pese a no tener una historia más allá de algo normal en Modiano: alguien busca encontrarse con su pasado.
La novela empieza con un ritmo más trepidante del que espera el lector, para decaer en la parte final, llegando a ofrecer algunos episodios algo densos desde mi punto de vista. En el apartado general, merece la pena leerla, sobre todo, como ya dije antes, por la elegancia de Modiano en el estilo y la escritura.

viernes, 12 de junio de 2009

Carta a mi amante Soledad

Querido y decolorado amor:

Te escribo sin más propósito que escribirte, dirigirme a ti, Soledad, en vista de que pocos más destinatarios gozo. Tengo tanto que decirte que ni la primera palabra me sale. No sé, nunca se me dio bien eso de dirigirme particularmente a alguien. Soy mucho más simple que todo eso. Tal vez sea por eso que a veces me abandones y me dejes caer fuera de tu amparo.
Me atrevería a decir que en todo este tiempo he alcanzado a conocerte bien. A saber tu manera de actuar y tu manera de pensarme. Francamente, creo que me quieres, que lo nuestro es una galera que al final recalará en buen puerto, con el tiempo preciso. Yo no sé si te quiero aún, pero sé que te echo de menos cuando no estás, a veces, y que cuando vienes, quisiera escapar de tus caricias frías. Pese a ello, diría que en otras ocasiones te necesito.
No sufras por verme de la mano de otras, incluso labio con labio, Soledad, ya que tengo la certeza de que al final serás tú la que me entierre, y tus ojos de piel de camaleón, de color versátil, los que me lloren el último día. Lo sé porque la primera vez que tenté tu boca nuestras pestañas se rozaron y en ese instante tuve la seguridad de mi futuro resuelto, contigo, como si estuviese escrito de antemano.
Tampoco sufras cuando me oyes gritarle al viento nombres que acaso no conoces, ni en esos momentos en los que tratas de abrazarme en mi habitación, y yo desprecio tu hombro como consuelo y me dejo llevar a los cerros donde ellos aguardan mi llegada. No tengas celos, tú eres mi única amante. La más eterna y la más etérea. La incondicional.
Soledad, solitaria, adjetivo con el que me definen los que apenas me conocen. Vivo sin vivir en mí, está escrito en un vagón de metro, el principio de un poema. Y ese es mi carácter de vida. Cambiaste mis noches cuando te descubrí, en el momento en el que estuve al tanto de tu existencia. Desde aquel día, allá por donde tropieza el tiempo, las notas de mi música suenan distintas, las cuerdas de la guitarra rasgan otra melodía más mustia. Y siempre que te marchas y me dejas, haciendo gala de tu nombre, araña mi pecho un pequeño gato persa de ojos verdes de gran calado.
Te quiero porque te necesito, porque cuando estás sentada a mi lado trazo mis mejores palabras, y mi libreta se ilumina. Porque me he acostumbrado a quedarme a solas contigo, pues, tal vez, eres el único hombro que nunca haya fallado, y el único amor al que no haya herido. Y porque ahora vuelves a por mí, después de largo tiempo sin dar señales, y me descolocas los ritos que mantenía antes de tu retorno. Y porque sé que mi vida acabará, una noche, en la misma cama en la que tú duermas, Soledad mía.

Jesús Villaverde Sánchez “Txetxu” a 11 de junio de 2009

lunes, 8 de junio de 2009

Enclave de almas errantes

Pierdo el corazón si busco a Dios en las calles. Me acompaña esta frase en cualquier pensamiento de los últimos días. Las calles de Madrid nos aman y nos odian a un mismo tiempo. No las culpo, bastante tienen que aguantar, y para colmo nunca lloran. Nadie tiene la culpa de su tono gris, ni de sus calles de librerías oscuras y olvidadas incluso, ni de tantísimas otras cosas.
Muchas veces he escuchado que sobre el asfalto ardoroso de esta urbe soy un solitario. Curioso, pues mi mayor miedo es la soledad. Y podría tener la certeza de que acabaré solo en mi vida, si no fuese porque no creo en las verdades absolutas. Además, Madrid es un enclave de solitarios de todas partes del mundo. Más de una vez he pensado, incluso, que se trata de un campo de refugiados para espíritus frustrados en su propósito meta.
La felicidad no existe, dice una canción en un coche que pasa por debajo de mi ventana, en la que se aposentó el viento esta noche, y parece no querer marchar. Apoyado en una pared llena de graffitis, allá donde muere el cielo, me lanzo a mis pensamientos y me entrego a ellos. A mi izquierda hay una puerta de madera en la que nadie responde mis llamadas, golpes con mis nudillos enrojecidos.
El camino de vuelta a casa se hace largo. Busco el mar alrededor, rebusco la luna que me acune en esta noche de vendaval, pero ni ellos me guardan lealtad ya. Y todo es por mi culpa. Absolutamente todo. Cualquiera robó las llaves de aquella puerta, del cielo, las llaves de la felicidad. Ahora para advertir las olas tengo que imaginar. Y no sé por qué, pero la imaginación me conduce a ver unas rosas negras sobre una placa de mármol gris y un ángel negro mirando, fijamente, en la distancia, los versos de una sepultura.
La muerte reside en todas partes. Me gustaría sentarme con ella un momento y charlar. Conocer sus inquietudes y sus anhelos, despojarla de su velo oscuro, al fin y al cabo no creo en una maldad suprema, simplemente en una obligación necesaria. La muerte, escribía, está en cualquier parte. Está en un fuerte pinchazo al coraje, quizás al núcleo, en una amarga noche de hospital. O en el cuerpo de un motorista que yace inmóvil en la carretera; acaso en la mezcla de un bote de pastillas con un vaso de inofensiva agua. También en un cuchillo o en un cáncer. En todo lo que mires germina ella, y por contra también su antónima.
Se oculta dentro del daño que un mortal le hace a la persona que más quiere, sin querer hacérselo, sin darse cuenta siquiera de que lo está infligiendo, y también dentro del daño que le hace, a su vez, la chica al chico que más ha querido en su vida y que ahora seguramente ya no, cuando le dice que acarició a otra persona. Porque se puede estar muerto y que nadie se entere, seguir merodeando por las ciudades como un alma en pena, es más, se puede estar muerto sin ni siquiera saberlo uno mismo.
A veces pienso que Madrid es una de esas concurrencias que albergan almas errantes, sin nombre, sin sueños, sin identidad…

jueves, 4 de junio de 2009

Los recuerdos y su forma de abordarnos

Me cuesta mucho describir un recuerdo, sobre todo cuando no es una vivencia mía, si no contada, descrita a su vez por otra persona. Sin embargo hay uno que se exime de esta dificultad mía, o eso creo. Es un recuerdo de la infancia de mi padre que me liga de manera inexorable a él y a mi abuelo.
Me lo confesó él mismo en el tanatorio, el día que falleció mi abuelo. Sé que puede empezar a sonar drástico, o incluso amargo, pero espero que sigas leyendo. Estábamos apoyados en la barandilla, recuerdo, mirando sin hablar un jardín con flores. Era la primera vez que experimentaba un velatorio, qué sensación tan extraña. Se mastica la tristeza, entre risas y anecdotario. Ciertamente me parecen momentos amargamente bellos. Pasé un brazo sobre el hombro de mi padre, que había estado un rato solitario.

“Me estaba acordando…”, comenzó a hablar.

Volvía mi abuelo de uno de sus abundantes viajes de trabajo a Girona, en los que mi abuela, mi tío y mi padre se quedaban en Madrid. Era verano, probablemente Agosto, según reconoció mi padre posteriormente, cuando le pregunté por el momento.
El niño que fue mi padre salió a recibir al padre que luego sería mi abuelo. Cuando ya retornaba a su cuarto, la voz imponente de éste, le hizo detenerse en el umbral del salón.

“Espera hijo, te he traído un regalo”, reprodujo mi padre con su voz, ya temblorosa y entrecortada en aquel momento de la confesión.

Mi abuelo no fue nunca persona de muchos regalos. No era ésta su forma de demostrar cariño. Esa frase hizo temblar de ilusión al niño, que sonreía a su padre desde el marco de la puerta. Sacó una caja estrecha y de ella una equipación completa de la selección española de fútbol. En aquel punto de la historia, mi padre, el del presente, hablaba entre lágrimas que se le caían al jardín que mirábamos sin apartar la vista.

“Pasé casi tres días con el traje puesto, paseándome. Y recuerdo lo contento que estaba. Es de los pocos regalos que me hizo mi padre”, contaba mi padre intentando sonreír entre la tristeza del lugar y la situación.

Era un recuerdo feliz. Por aquel momento yo no podía contener mi emoción y mis ojos se habían vuelto vidriosos debajo de mis gafas oscuras, que llevé puestas durante los dos días siguientes.
Ahora pienso a menudo en lo maravilloso de la vida y sostengo entre estas líneas que ese es el recuerdo más emotivo que guardo con mi padre. Y pienso en lo maravilloso de la vida, decía, que me hizo recordar ese momento en la biblioteca, desde una ventana; porque pasó un niño vestido con la equipación de la selección española actual, junto a su padre. Es posible que el crío archive ese momento y algún día se lo cuente a su hijo en el tanatorio, cuando ese padre, que ahora es joven y juega con él, se haya ido. Al fin y al cabo el destino es el mismo para todos.
Y es que, escribiendo algo parecido a lo que escribió una vez mi amigo Lorenzo, se puede llegar a conocer y contar el mundo asomado a dos o tres ventanas.