jueves, 24 de junio de 2010

Noche de brujas

Noche de brujas. Y creo que ahora estoy más embrujado que nunca. El ambiente ahí afuera es suave, un poco cínico incluso. Una noche fullera, de esas a las que les gusta engañarnos.

La noche más corta y más mágica de todo el año, dicen. Hogueras. Algunas incluso repletas de vanidades. Y yo todavía esperando a que me enseñes cuál es el truco que has usado conmigo, pero para eso tienes que sobrevivir a esta noche de solsticio. Porque estoy seguro de que guardas magia o algo así en esa sonrisa. Y hoy es noche peligrosa, huye, refúgiate. Si quieres tengo sábanas para ayudarte.

Y me gustaría que me permitieses descubrir otro de los grandes secretos mágicos: la fotografía. El secreto alquímico que guarda ese carrete de veinticuatro exposiciones que quizá algún día me dejes hacerte. Porque siento terribles ganas de inmortalizar cada sonrisa y cada mirada divertida que desfilan por tu cara, desde que te conocí y te escondiste un segundo detrás de aquella taza de café cálido de invierno.

Tal vez vaya corriendo, aún estoy a tiempo, a la hoguera, con mis deseos escritos en un papel cortado con los dedos rápidamente. Pero… la verdad es que no sé muy bien si hay que echar los deseos que quieres que se cumplan o todo aquello que no deseas al fuego. Y tengo miedo a equivocarme. ¿Me acompañas y después nos escondemos juntos?

lunes, 21 de junio de 2010

José Saramago: la voz más libre

Copyright: Pedro Walter (El País)

Me enteré de la noticia, e inmediatamente, diría que ni medio segundo después, se puso a llover, pequeñas gotas tímidas que se dejaban caer como si no estuviesen seguras de si querían hacerlo verdaderamente. Como si cayesen en Lisboa. Se fue Saramago. Porque es ley de vida que todos nos vayamos, y al final del camino todos nos iremos. Da igual que hayamos llegado a la cima y hayamos tocado el techo de lo que hacemos, o que seamos sólo unos simples peones más del tablero. El final es el mismo, sin intermitencias.

El más grande de los escritores portugueses contemporáneos abandonaba su trayecto en su tranquila Lanzarote. Porque ese era su hogar, donde más le gustaba estar y donde verdaderamente se sentía vivo. La enfermedad le dejó paulatinamente sin energías y, finalmente, esta mañana consiguió doblegarlo. Y lo hizo antes de que concluyese la obra en la que trabajaba Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una reflexión sobre el negocio armamentístico que prometía levantar ampollas.

Precisamente, por eso se caracterizaba. Sus novelas, complejas y bien estructuradas, trataban temas controvertidos de manera muy directa. El escritor ha sido duramente criticado en numerosas ocasiones por esa verdad suya, tan directa y dura, con la que dotaba de argumento a sus textos. Pero nunca se escondía, pese a las críticas que le llovían desde numerosos frentes no dejaba de decir lo que pensaba en cada momento. Algo que le honra profundamente, y que debería ser motivo de admiración. Bastante tuvo con la vida, que está para vivirla y no callar.

Hijo de campesinos, en el mundo literario se rindió a su obra con el Premio Nobel de Literatura. Antes de este galardón su actividad literaria había sido frenética: Manual de pintura y caligrafía (1977), su reencuentro con las letras después de 30 años sin publicar, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), que narra la separación de España y Portugal en una isla, Historia del cerco de Lisboa (1989) o El evangelio según Jesucristo (1991), con la que consiguió crear bastante polémica, al negarse Portugal a llevarla al Premio Literario Europeo. Saramago se instaló después de este roce en Lanzarote, donde viviría hasta su muerte. Cada vez que el de Azinhaga mencionaba a la Iglesia, surgían ampollas, como el año pasado ocurrió con la publicación de Caín, en la que el autor fabula, con mucho humor, sobre la vida de Caín, condenado por Dios a ser el eterno malo de la película.

La novela que cambió por completo su trayectoria literaria fue Ensayo sobre la ceguera, tres años antes del galardón, que se convirtió en su obra magna y dio paso a novelas similares (Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte…) en las que el autor desarrolla una idea ficticia mediante un condicional. ¿Qué podría pasar si todo el pueblo votase en blanco? ¿Y si la gente no muriese? Preguntas, sin duda, de una mente con mucha imaginación.

Con su literatura, el luso, que antes de escritor fue poeta, me enseñó a leer de otra manera, más profunda, entre ese estilo farragoso de diálogos, a veces difíciles de delimitar de manera clásica. Sus grandes obras hicieron aprender a la humanidad que a veces el más ciego es el que más capacidades visuales tiene, o que si utilizamos nuestra supuesta libertad de manera universal, podemos cambiar la sociedad de manera muy notable, o los pensamientos de un elefante, entre tantas otras cosas.

Así era este gran escritor, que nos dejó a los 87 años. Alguien para quien “la felicidad era una isla” y que, a pesar de todo, “reía, seguía riendo”, como recuerda su amigo Juan Cruz.

José Saramago (Azinhaga, 1922 – Lanzarote, 2010)

Publicado en Culturamas

martes, 15 de junio de 2010

Soñaba...

Soñaba con un viaje en tren. Nada más abandonar Vicálvaro divisé el parque de los siete cerros, aunque en mi imaginación aparecía más frondoso de lo que realmente es. Y, además, era atravesado por caminos de arena que tampoco están tal cual en la realidad. A mi lado viajaba una muchacha que repasaba algunos apuntes a última hora. No alcancé a ver las directrices de la asignatura que leía.

En un momento puntual, me fije de pronto, entre la rapidez, en una chica que se arrodillaba en la tierra, envuelta en un desconsolado llanto, besaba una foto y la enterraba en esa arena del parque. Y la enterraba, igual que la enterraría yo, si ella se fuese. Y es que, en ese extraño mundo que es el de los sueños, mi vista alcanzaba a ver quién estaba en esa foto. Era su madre, con dedicatoria incluida.

Y lloraba desconsolada. No era para menos. Y a mí, dentro de ese mundo imaginativo, me abordó una pena tremenda que no podía casi contener. Me desperté sobresaltado. Y entonces descubrí que por estas fechas se cumple el ciclo y que no tengo motivos para estar triste. Su foto está en mi estantería y en pocos minutos escucharé su voz al otro lado del teléfono. Todo está bien. Todo fue sólo un mal sueño.

miércoles, 9 de junio de 2010

De repente. Otra vez.

De repente vuelve a llover. Otra vez. Y mucha gente no lo entiende. Pero si hace un par de días hacía calor y los estudiantes se empezaban a dejar ver por los céspedes y los parques hasta altas horas de la noche. Llueve de manera apática y creo que por momentos se me contagia el sentimiento de la lluvia.

Volviendo de la biblioteca, en los últimos días una especie de casa, a la que verdaderamente siento como mía y me detengo en un quiosco de prensa a mirar unas revistas. El termómetro que tiene en el tejadillo del puesto marca ocho grados, y el reloj digital que se alterna con la temperatura, las 8:08. Tal vez ambas afirmaciones robóticas sean mentira, la horaria así lo es. Me viene a la mente cuánto me gusta la fonética de la palabra ocho, si bien es cierto que sólo en pronunciación de algunas bocas. Y mis padres, siempre que veo un quiosco de prensa, inevitablemente recuerdo a mis padres.

Llueve ininterrumpidamente, como si la lluvia viniese de la misma Lisboa y estuviese siendo descrita en este preciso momento por Pessoa, del que hoy cayó un artículo en mis manos. Junio se ha vestido de Noviembre estos últimos días. Sé que, a veces, a los meses del año les gusta bromear disfrazándose de algunos de sus compañeros. Noviembre se ríe de la gracita de su colega, ya que él hizo lo mismo y en su momento salió disfrazado de verano.

Es raro, pero incluso, cuando te paras parece que la sensación térmica es de cierto frío. Y yo, que camino solo, pienso que solamente quiero perderme en un café templado en la cocina fantasmagórica de mi casa vacía. Mi habitación aún tiene el mismo ambiente que si me hubiese levantado hace tres minutos. Abro la ventana. Me hechiza, al ver la cama deshecha, la idea de estar tumbado y sentir la calidez de tu pecho en mi espalda, sobre la que estarías abatida. Abrigar la desnudez candorosa de tu piel sobre la mía, con el olor de cuerpos desarmados, sexo, amor y caricias pasadas de hora impregnados en las sábanas. Tal vez sería lo que más se asemejaría al calor hoy, porque tras mirar por la ventana compruebo que afuera sigue lloviendo sin parar.

De repente vuelve a llover. Otra vez. Y mucha gente no lo entiende. Maldita ciudad, que hasta cuando estás mojada tienes algo.

martes, 1 de junio de 2010

Deshacer el pacto narrativo

Ocurrió que aquella tarde un hombre no aceptó el pacto narrativo y pensó que lo que leía era la realidad y corrió a buscar al unicornio. Recorrió calles, subió escaleras, atravesó parques enteros, se montó en taxis de colores y corrió, corrió mucho en busca de aquel animal del que le habían hablado en días anteriores.

Ocurrió que una de esas noches en las que se sentaba a leer en el malecón creyó que justo detrás de él, en el mismo malecón que describían las páginas que se le escurrían entre los dedos, se encontraba el fantasma del personaje que era mencionado en la novela. Y, sabiendo que andaba por allí sin rumbo, se lanzó a su búsqueda, pues quiso preguntarle un par de cosas.

También ocurrió que una madrugada despertó angustiado por algo que no atinó a describir después, y que para calmar los nervios de la pesadilla, se asomó al balcón después de liar un cigarrillo, para fumarlo. Y desde su posición vio una muchacha vestida íntegramente de rosa, que jugaba en una rayuela, justo antes de empezar a andar por la calle que descendía hasta el puerto.

Y así día tras día, cuando bajaba las escaleras para ir a la cocina se encontraba con comitivas fúnebres que deambulaban siniestras por su amplio salón de madera. O trataba de aprender a volar gracias a las enseñanzas que dejó escritas en un pequeño libro un maestro judío que respondía al nombre de Yehudi. Y pedía la cuenta en cualquier café de mala muerte que encontrase por su ciudad, al que él llamaría Gluck.

Ocurrió que aquella tarde un hombre no aceptó el pacto narrativo y pensó que lo que leía era la realidad y corrió en busca del unicornio, que le esperaba al final del camino…