martes, 22 de enero de 2013

Purple rain, purple rain...

I never meant to cause you any sorrow. 
I never meant to cause you any pain. 

La fiesta está tocando a su fin, aunque todavía siguen sonando canciones. Sólo quedan piezas sueltas. Prendas rasgadas, fruto de horas de vaivén. El cristal del alcohol hace que cualquier persona a la que mires parezca un perdedor, pero él es la clara personificación. Está sentado en la escalerilla de la entrada, rodeado de copas semivacías. Algunas tienen carmín en los bordes. Otras están rotas. Diluvia. Tú lo miras desde la frontera de la última ventana del salón. Parece tranquilo. Fuma. Con movimientos lentos, da sensación de tranquilidad. ¿Qué le pasará por la cabeza? 

I only wanted to one time see you laughing. 
I only wanted to see you laughing in the purple rain. 

Le encantaban las noches de lluvia. Disfrutaba cuando caminábamos de vuelta, las noches en las que dormíamos juntos en casa de alguno de los dos. Estaba preciosa hoy. Ni siquiera nos hemos dirigido la palabra. Las cosas se enfriaron de forma irreversible. No tengo muy claro cuándo fue exactamente. No creo que podamos volver a mirarnos como antes. Probablemente no podamos mirarnos nunca más a los ojos. Sí, me ha saludado, pero ha sido tan frío que ninguno de los dos casi nos hemos girado. Hace frío aquí fuera. La noche es intempestiva. 

I only wanted to see you bathing in the purple rain. 

Recuerdo una noche en la que caminábamos solos hacia casa y llovía mucho. Nunca se me olvidará como bailaba y sonreía. No le importaba terminar empapada. Parecía una especie de ritual de purificación. Reía. Reía sin parar. Era la personificación de la alegría. Me gustaría revivir uno de esos momentos perfectos. No recuerdo en qué momento hicimos esto definitivo. No fue con la ruptura, eso sí. Al principio funcionábamos como sólo amigos. 

Purple rain, purple rain.

Te acaban de traer otra copa. La que con seguridad será la última de la noche. Está siendo una buena fiesta, aunque ya quedáis pocos en pie. Los que aún no se han marchado, están en el salón. Tú sólo le miras a él. Hace un rato sonó una canción que hablaba de la lluvia. La lluvia púrpura. Te suena que era la banda sonora de una película con el mismo nombre. Siempre pensaste que alguna vez podrías dedicarle esa canción a alguien. O quizá no fue exactamente así. Siempre pensaste que si alguna vez rompieses con alguien, le dedicarías esa canción. Aunque tal vez sólo interiormente. Es una de las diez canciones más tristes que conoces. Y lo malo es que, cuando la escuchas, tarda días en salir de tu memoria. 

It's such a shame our friendship had to end. 

Ya te has ido. Otra vez más. Como era de esperar, no te has despedido de mí. No imaginaba que fuese de otra manera. Has cogido tu abrigo beige, tu paraguas a cuadros y tu bufanda y, simplemente, has salido. No me ha dado tiempo a ver si te has despedido de alguien. Probablemente no. Es un comportamiento muy propio de ti. Nunca te despides de nadie cuando te marchas de una fiesta, pero nadie se siente molesto por ello. Ese rasgo tan misterioso fue una de las cosas que me atrajeron de ti. Lo cierto es que me sigue dando rabia cuando nos cruzamos como dos extraños. 

I never wanted to be your weekend lover. 
I only wanted to be some kind of friend. 
Baby I could never steal you from another. 

Aquella noche que te besé, tiempo después de todo, no sabía que ya estuvieses involucrada con alguien. No tenía ni idea. No podía imaginarme ni siquiera que así era. Estábamos pasando una buena noche y, entre copa y copa, equivoqué mi jugada. Equivoqué tus señales. Nunca quise que él se enfadase contigo. Ni siquiera sabía que había un “él”. Supongo que, en el fondo, tú también lo sabes. Desde entonces sólo quise ser tu amigo. Mejor eso que nada. Pero no hemos vuelto a hablar. Y lo cierto es que, con el paso del tiempo, cada vez me duele menos cruzarme contigo. Cada día que pasa eres más extraña para mí. Casi como antes de que empezásemos a salir. Y cada vez me gusta más que sea así. Ya no me dueles. O sí, no sé. 

I think you better close it, 
And let me guide you to the purple rain.

Ya no sabes si es el cuarto, el quinto o el sexto cigarro seguido que él fuma cuando tú sales de la casa. Has perdido la cuenta de ellos, del tiempo y de las copas que has bebido. Ni siquiera terminaste la última que te sirvieron, pero tus amigos ya se van y tú no pintas nada solo en ese final de fiesta. La verdad es que te quedarías sólo para ver cómo termina la noche de ese fumador solitario. Durante los últimos minutos, una chica se ha sentado con él y los dos parecen charlar de forma alegre. Es la primera muestra de algo parecido a la alegría que muestra desde que lo empezaste a observar. Probablemente si le vuelves a ver no lo recuerdes, así que le miras una última vez. Y sí, sigue charlando con la chica. Mientras tanto, su mano te guía hacia el diluvio que no escampa ahí afuera. Probablemente vayáis caminando hasta casa. Llegaréis con la ropa calada. Pero a ninguno parece importaros demasiado. O al menos nadie rompe el silencio del fin de fiesta para anunciarlo. 

Purple rain, purple rain. 
Purple rain, purple rain.


miércoles, 16 de enero de 2013

London: day off

Llueve. Desciendes los cuatro peldaños que te separan de la calle donde todos caminan apresurados. Sales a Gower Street y, enseguida, te camuflas en el medio de toda esa gente. Bloomsbury. Cuna de escritores y artistas. Sherlock caminaba en la novela por estas calles cada vez que se dirigía hacia el British. Y ahora tú vives a sólo unos metros. Te has abrigado, pero no has cogido un paraguas, las gotas te golpean el rostro casi con violencia. Caminas hacia Goodge Street, vas a coger el metro. Hoy es tu día libre y sólo vas a pasear. 

Sin más. Londres es una ciudad para pasear. Te bajas en la parada del Underground. Westminster. La orilla del río puede ser un buen itinerario. Hoy no hay músicos como el domingo por la tarde, pero, aun así, siempre es un agradable paseo. De vez en cuando te adentras en las calles que suben hacia la imponente St. Paul. Esa mole blanca, con la cúpula, te deja mudo. 

Los turistas, una vez dentro, suelen subir a la galería de los susurros. Siempre te ha fascinado la posibilidad de que el sonido de un susurro viaje de un lado a otro de la sala y la persona que está enfrente te escuche nítidamente. Cada vez que subes, generalmente acompañando a alguien que viene por primera vez a Londres, piensas que aquel sería un buen lugar para impresionar a una primera cita que no lo conociese. 

Te quedas parado frente a la parte de la catedral que mira hacia el Millenium Bridge. Lo vas a cruzar, pero, por ahora, te limitas a mirar St. Paul. Piensas. Por la tarde seguramente cojas un autobús y vayas hasta Hyde Park a caminar entre las parejas jóvenes y los deportistas que te adelantan en sus bicis o corriendo. Sí, vas a ir allí y luego bajarás en Trafalgar Square para ver a Anna. Has quedado por la tarde, casi noche, en un pub que está en una de las calles de la zona. Seguro que, cuando llegues, la gente se apresura, esta vez para llegar a sus casas. Cientos de personas, con sus mochilas, sus maletines, caminando en dirección a algún autobús o parada de metro. Quizás alguno vaya a pie hasta casa. Conductores de autobús, empleados de banca, acomodadores de los pocos cines que van quedando, cocineros que ya han terminado su turno… 

Pero aún queda un rato para ver a Anna así que te encaminas hacia el puente. Mientras lo cruzas rememoras cada secuencia de cine o televisión en el que lo has visto. Recuerdas que los espectros de Harry Potter lo destruían, o que en la serie Black Mirror la princesa era liberada justo en el umbral de ese puente y caminaba con piernas trémulas hasta que se desvanecía. Una figura frágil, un vestido verde, en el centro del puente, con St. Paul –otra vez–, al fondo, como único testigo. 

Es entonces cuando, pensando en ello, te viene a la cabeza el principio de aquella serie en la que una mujer confesaba: “Amo Londres”. Decía que le gustaba por las múltiples posibilidades que ofrecía, por lo cosmopolita que era, pero, sobre todo, por el anonimato que le permitía a cualquiera. Estás de acuerdo con ella. Es una ciudad anónima, hecha y sostenida por millones de identidades ocultas. Enmascarados con un rostro que, rara vez, descubres. ¿Con cuánta gente te habrás cruzado más de una vez sin ni siquiera darte cuenta? Anónimos. Identidades sin rostro, sin nombre. ¿Se cumplirá la regla de los seis pasos aquí también? 

Dejas atrás la Tate y vuelves sobre tus pasos por el otro lado del Támesis. No tienes prisa. Es tu día libre. Day off. Quizás vayas a comer algo a Covent Garden. O tal vez llames a alguien para tomar café allí. ¿Qué más da? Estás en Londres, nada más te importa. La ciudad es maravillosa, las opciones se multiplican. Tal vez hoy conozcas alguien que merezca la pena, tal vez hoy sea el día D con Anna. No lo sabes. Todo puede pasar. Mientras tanto, caminas. Llueve. Hace rato que saliste a Gower Street.

jueves, 3 de enero de 2013

Princes Street Gardens

Te sientas en el tronco rebanado de lo que un día fue un árbol. El parque no está repleto de gente, pero a esta hora tiene mucha vida. Parejas que se sientan en los bancos con sus niños, patinadores que viven sobre ruedas, o ancianos que caminan lentos, próximos a su destino. 

Pasan un par de minutos de la una de la tarde. El cañonazo que cada día hace estremecer los cimientos del castillo, como una tradición decana, todavía ruge en los oídos de aquellos que estaban en el parque. Detienes tu vista en varios grupos. Cerca de ti un grupo de chavales de lo que aparentemente es un viaje escolar, ríe con un extraño juego que tú desconoces. No entiendes lo que dicen, tienen pinta de eslavos –quizás finlandeses– pero comprendes que se están divirtiendo. 

A tu lado está ella, que te acompaña en este viaje, y desde unos cuantos meses antes, también en el viaje continuo que nunca te permite detenerte. Los bancos de Princes Street Gardens, como casi todos los de Edimburgo, tienen placas con mensajes que los ciudadanos dedican a la ciudad o a sus seres queridos. No dejas de pensar que es una maravilla de tradición. 

Ninguno de vosotros dos habla. Sobran las palabras y ambos dedicáis los minutos que os da esa parada para comer y observar la vida, que transcurre, ajena a todo, en los jardines. Es la ventaja de estar en una ciudad extranjera, con todo el día por delante y sin ninguna obligación que cubrir hasta el anochecer. No hay mayor libertad que esa. No hay ser más libre que el turista. 

A vuestro lado, un matrimonio observa a su pequeña rubia mientras corretea entre las personas sentadas en el césped. La escena es idílica, bucólica, carente por completo de cicatriz. Unos leen mientras otros han optado por cerrar los ojos y aprovechar el sol y algunos empiezan a reanudar su camino. El padre se mantiene recostado, sin perder ojo de lo que hace esa pequeña, la madre, también rubia, se ha tumbado a su lado y permanece serena, sabiendo que él vigila lo que pueda ocurrir. Él, de repente, la llama insistentemente y rompe la serenidad de esa zona del parque. Un par de personas se giran para comprobar qué pasa. En el silencio que domina la escena, su voz parece alarmada, aunque verdaderamente no pasa nada: sólo quiere atar un cordón de su zapato. 

Con el tiempo la escena te vuelve a la memoria gracias a una serie de televisión. Es parecida, aunque nada tiene que ver en realidad. No sabes si a tu acompañante también le resultará familiar cuando la vea. Probablemente. O tal vez en ese momento miraba hacia otro lado y no recordará esa escena nunca. Los recuerdos, igual que la vida, dependen, en la mayoría de ocasiones, de hacia dónde mires. Quizás mañana, cuando la vea, le pregunte.