miércoles, 26 de octubre de 2011

Satélites

Después de aquella noche no la volvió a ver. Supo tiempo después que se había marchado a una ciudad del oeste de Alemania donde perdió hasta el último resquicio de su acento. Los cursos terminaron y el tiempo pareció detenerse otra vez, como hacía cada principio de verano. Ni siquiera hubo una llamada después. Por la mañana la vio marcharse para ir directamente al aeropuerto. Ella no sabía que estaba despierto mirándola cuando se fue. 

Terminó su carrera, supuso que ella también lo habría hecho. Varias veces tuvo la tentación de llamarla o escribirla. Nunca negó categóricamente la posibilidad. Hubiese sido tan sencillo… Pero la forma en la que se había marchado, sin despedirse, deprisa y corriendo, le había dolido. 

La vida nos conduce por derroteros distintos de los que imaginamos prematuramente. Él comenzó a moverse dentro del mundo de las revistas culturales, primero las más humildes y locales, para después hacerse un hueco. Poco a poco su memoria consiguió desterrarla a un lugar recóndito y oscuro. 

Los escarceos dieron paso a un proyecto de relación que concluyo en un matrimonio con dos hijos. Ya sólo se acordaba de ella cuando conocía a alguna mujer que abanderase su nombre. Sin embargo, sí supo que había comenzado a escribir. Fue en una librería, una tarde en la que vio su nombre impreso en azul añil en las tapas de un libro. Lo hojeó; en la solapa había una fotografía de la mujer que le había robado su juventud. La pregunta de su mujer le sacó del ensimismamiento producido por aquel encuentro fortuito. Respondió con alguna evasiva sobre el libro. 

Su trabajo le obligaba a leer algunas obras determinadas que llegaban de las editoriales, sujetas siempre al criterio de la novedad y las futuras ventas. Aunque disfrutaba de todo lo que leía, normalmente le quedaba poco tiempo para leer por placer. Tardó bastante tiempo en empezar a leer su libro, y cuando lo hizo, ni siquiera lo terminó. Narraba la historia de una joven que emigraba a Alemania. No quiso conocer más. 

Siguió con el curso de los días y los libros, que se entrecruzaron con el recuerdo que se había despertado aturdido de una larga siesta. Cada vida, al igual que cada novela, es un universo distinto y único. En la suya ella parecía un satélite que se dejaba ver y se escondía aleatoriamente tras el hemisferio que quedaba oculto donde su vista se perdía. 

Rozaba ya los cincuenta la siguiente vez que se eclipsaron involuntariamente. Un día, cuando se levantó, su nombre aparecía en todos los medios. Había recibido un prestigioso premio de Literatura. El vuelco que dio todo no fue por el premio en sí, del cual se alegró instantáneamente. El encargo que le había dejado su redactor jefe vía email fue lo que le abrumó. Pronto tendría que entrevistarla.

lunes, 17 de octubre de 2011

Cristales rotos

Lo imperfecto de la perfección es su más que probable inexistencia. No podemos aspirar a tenerlo todo. Es la ley. Las personas estamos hechas de imperfecciones. Maquinaria puramente imperfecta fabricada en serie. Los detalles que tiñen de color esa imperfección haciéndola visible a nuestros ojos son tan nimios que, a veces, llegan gracias al entorno, el contexto que complementa a la persona o el grado de alcohol en sangre del que escucha una conversación. 

A su vez lo bello de la imperfección es que es subjetiva. Lo que a uno le puede parecer altamente imperfecto, otro puede encontrarlo cabalmente compatible, e incluso atrayente, con las ideas que obedecen a su personalidad. Es lo que muchos llaman química. Elementos que se asocian, se atraen o se rechazan dentro de un compuesto. Acción, reacción, final, elementos disociados… 

La culpa de la imperfección reside en las expectativas. Siempre. Cada vez que empezamos a conocer a alguien establecemos una falsa idea de lo que es. En realidad creamos una especie de proyección de lo que nos gustaría que fuese. En esa configuración depositamos todo aquello que nos ha herido en vidas pasadas y nos auto convencemos de que la persona que acabamos de conocer nunca sería capaz de hacer algo semejante. Son esas imágenes las que nos hacen poetizar a alguien y protegerlo en un pedestal acristalado hasta que cualquier noche algo desbarata nuestro pensamiento o, al menos, parte de él. Algunos dicen que en ese momento, justo cuando encuentras eso que no te imaginabas en la persona en cuestión, suena una especie de multitud de cristales que se rompen. Es lo que muchos llaman la noche de los cristales rotos. Muchas jornadas históricas terribles han empezado con este fenómeno en una sola persona. 

Nada se crea ni se destruye, por otra parte. Puede sonar a tópico, pero todo se transforma. Nada de lo que podamos ver lo hemos inventado nosotros: todo estaba ahí mucho antes de que llegásemos. Y por supuesto que seguirá cuando llegue el día en que nos vayamos, sea más tarde o más temprano. Las vidas de las que, en ocasiones, nos creemos patronos, las de nuestra gente más cercana, queridos y allegados, ya estaban ahí mucho antes de que se cruzasen con la nuestra. No somos nadie para intentar controlarlas. Ni siquiera somos nadie para creer conocerlas en toda su complejidad. Las personas esconden sus secretos más preciados en lo más íntimo de su personalidad. Es por eso por lo que un día despiertan comportamientos que nunca sospechamos y todo nuestro imaginario sobre esa persona se derrumba con las acciones que conllevan. 

Todo se transforma, sí, menos las personas. Como maquinaria imperfecta que hemos sido constituidos, nuestros errores tienden a repetirse en la mayoría de ejemplares diseñados. Sin posibilidad de subsanar el fallo, por mucho que alguien diga no lo volveré a hacer más. Tan solo es cuestión de mirar a cualquiera para saber que eso es mentira o una verdad a medias. Todos están cortados por el mismo patrón, por tanto sufren los mismos errores irreversibles. Ninguno es distinto al otro. Y ninguno tiene la destreza de mudar sus patrones de conducta o su piel. Es nuestra esencia: somos lo que somos desde que nacemos hasta que expiramos. 

Todo tiene un punto de origen para nosotros: unas palabras o un gesto de un camarero por el cual empiezas a entablar cierta relación después de muchas noches de cruzaros diez veces sin palabras, un encuentro casual en la madrugada con alguien que un día compartía estas palabras contigo y ahora sólo es un extraño más, la persona a la que le confiaste todos tus miedos y te mintió, haciéndote desconfiar del resto de personas para siempre, esa a la que ahora ves por la ventana con mezcla de odio, temor y pena… Un origen para todo. 

Ese principio poco a poco va llevándonos hasta la noche de cristales rotos, hasta un error que torna todo irrevocable. Errores que un día creímos que no se producirían. Mentiras que alguien nos hizo creer y nos hicieron caer sin remisión en la tentación de la trampa. Pura prestidigitación. En cierto modo, también hemos sido diseñados para caer en la trampa y confiar en lo que no debemos alguna vez. 

Nada es real ni ficticio. No existe la verdad como tal, sólo es una obsesión que el ser humano intenta desmontar a cada minuto, con alto porcentaje de éxito. Todo tiene una parte de cierto y de falso, de ilusión y de realidad, de gratificación personal y de daño ajeno; incluso la llamada que ahora mismo parpadea en tu teléfono móvil, a las tres y media de la madrugada, con la que tantas veces fantaseaste y ahora dudas si deberías o no coger. Lo importante es saber delimitar qué prefieres dañar y qué conservar intacto. O tú o alguna de las máquinas de tu cadena de fabricación.