jueves, 25 de junio de 2009

Palabras para un hasta luego

Perdonádme por lo personal de esta entrada.

A Ana García Andreu =)

Se acaba el curso, y este año es el que menos ganas tengo. Yo diría que ninguna. Tú ya te vas, allá donde viniste, pero aunque sólo sea un simple hasta pronto, un paréntesis, me apetecía regalarte un pasaje de despedida. Es posible que estas palabras las leas ya cuando estés en casa, es casi seguro. Pero quería dejar constancia de ellas. Porque el descubrimiento del curso ha sido este grupo F en el que nos encontramos, pero concretamente tú: los demás repetían grupo.
Nunca pensé que encontraría gente con la que pudiese hablar de los temas que conversamos nosotros. Los libros, el cine, las amistades, las relaciones, nuestros secretos e, incluso, la fastidiosa política; abarcan nuestros cafés, nuestras cervezas, nuestra vida. Ahora sé que vosotros, y en este caso tú, a quien va dirigida esta pequeña carta, serás siempre una persona muy importante, porque aprendo con lo que guardáis para enseñar. Y que siempre vais a ser mi gente, por encima del resto, ahora lo sé mejor que nunca.
Estos dos últimos días lo he pasado de maravilla, y creo que en ellos se puede condensar el periodo que transcurre desde Noviembre –más o menos- cuando nos conocimos en la cafetería, que tantos ratos nos acogió este año, hasta hoy, el día en el que marchas a tu tierra, dejando atrás Madrid por unos meses. Nunca te lo he dicho, pero lo primero en lo que me fijé fue en esa pequeña cicatriz que tienes en la cara, a la altura de la nariz. Ahora ya sabes que me gusta. Me siento muy feliz de estar escribiendo esto, Ana, igual que por haber encontrado un grupo de personas que me protejan la retaguardia sin más contraprestación que la misma acción por mí parte.
Hoy tu beso me ha sabido a despedida, pero no a un adiós triste: volveremos a vernos pronto. Me dijiste que, a veces, tu madre leía estas líneas. Si es así, en este texto también, sepa usted, señora, que tiene una hija de la que cualquiera podría estar orgulloso; es más, de la que yo mismo me siento orgulloso por saber que me arropa cuando lo necesito y que siempre tiene una sonrisa guardada para el momento necesario.
Sin más, que tengas buen viaje. Madrid te espera para tantos cafés y momentos que nos quedan por vivir, Anita.

lunes, 22 de junio de 2009

"Oh, oh, al agua con él..."

Sin bandera izada, más que la de negro fondo y tibias huesudas. La inmensidad que siempre quise como mi hogar me ampara mientras navego hacia uno de los enclaves seguros, controlados por la piratería. Guardados los cañones, aunque siempre dispuestos a someterlos a todos, la jornada es apacible entre cantos y botellas.
Cuatro años de batalla defendiendo tu puerto de mar, para que la flota militar me lo arrebatase. No, eso no podía quedar así. Ahora vuelve a ser puerto pirata, oh comodoro; y no cambiaría esa bandera por nada en este mundo, así que guárdate esa patente. Nací bucanero, mi padre lo era, y si quiere vencerme tendrá que ser en digna beligerancia, no como socio. Tengo alma de océano.
Las olas provocan un ligero zarandeo en la cubierta de mi barco. El Belem surca las crestas alzando su estatua de proa -donde coronaba la bandera portuguesa antes que la pirata- hacia las nubes grises que amenazan tormenta y se funden con el grito atemperado de aquella mujer. En las aguas lusas aún la andan buscando, a ella y al Belem.
No hay mejor estatua para un navío que su imagen. Caroline… Su reticencia y recelo se convirtieron en pasión por el mar y la vida pirata. También ayudó a eso el problema con su padre, el gobernador. A veces canta y todos escuchan, es como si el oleaje se detuviese, y el reflejo de la luna en las aguas internacionales –nuestras- dejase de invocarnos, para detenerse y deleitarse con su tímido chorro de voz.
Sólo cambiaría la bandera de las tibias y la calavera por un único estandarte: los bucles rizados de su pelo largo. Una especie de Ariadna en proa. El mar nos envuelve. El Belem navega sin compañía. El timonel canta: “Y si el barco está escorado, y si el barco está escorado, y si el barco está escorado... ¡Todos a estribor!” Algunos se contagian. Caroline está sentada al lado de la estatua de la diosa, encima del palo mayor. Mira al mar con aire melancólico. Se asemeja a la efigie. Me separan de ella un cañón y doce metros de eslora. Una nueva canción, oigo su hilillo de voz, que asciende sin que vuelva la vista. Creo que también la luna se ha hermanado a nuestro coro. “…oh, oh, al agua con él. Sólo un par de pasitos lo alejan del fin, oh, oh, al agua con él”.


Belem (1896). Autor: Philip Plisson.
El nombre de este barco inspiró el del relato, y parte de éste.

martes, 16 de junio de 2009

Su enamorada la muerte

Habitación 315. Tercera planta. Pasillo izquierda. Subía en el ascensor de la derecha y llevaba un libro en la mano. El libro que él le solicitó. Su labor de enfermera le proporcionaba bastante bienestar personal. Vivía momentos difíciles, por supuesto, pero había aprendido, gracias a estas situaciones, que es en ellas donde reside lo más bello del ser humano.
El pitido del ascensor la desenterró de su lectura de la contraportada: Mí enamorada la muerte, se titulaba. Cuando llegó la puerta estaba entornada, la familia del paciente dentro. A África le encantaba visitar aquella habitación. Su cariño por ese paciente e, indirectamente, por toda la familia había crecido de manera notoria, algo que no había experimentado nunca antes.
Germán jugaba con sus nietos, charlaba con sus hijos, y siempre sonreía. Cada vez que África rebasaba la puerta de su habitación la reconocía a la voz de “la enfermera con el nombre más bonito del centro”. A menudo envidió África la alegría de vivir de aquel viejo.
En la habitación 315 la vida era distinta. Germán aconsejaba y jugaba con los niños, con las ganas del que sabe que su tiempo concluye, aquejado de un grave cáncer de edad. Sin más patología. Su familia, por otra parte, bromeaba con él y lo despedía cada noche con la pesadumbre taciturna, camuflada entre sonrisas, de quienes saben que la vida del anciano finaliza irremediablemente y no quiere que se le note. Pero ambas partes suelen conocer lo que los demás disfrazan, o intentan encubrir.
Aquella noche fue la última que vio sonreír a Germán, más radiante que cualquier otra. Tenía guardia. A las once en punto, cuando estaba acompañado de su familia vino a recogerle su enamorada, puntual a su cita, engalanada como ninguna vez. No le dio tiempo ni a leer siquiera la primera página del libro, aunque cuando África se lo había entregado, el viejo le confesó haberlo leído antes. Sin embargo, antes de irse, su amor sí le dejó que regalase una última sonrisa a aquella habitación, donde se evocaban sus épocas pasadas. De esa sonrisa es de lo que se había prendado la muerte, y por la que había esperado hasta el momento pertinente. Germán se cruzó con África mientras traspasaba el umbral de la puerta de su mano. Aún su cuerpo estaba tumbado plácido, encima de aquella cama cándida.
Sonreía. Sonreían. Tristes.

Rescatado del baúl de textos antiguos, por motivos varios.

lunes, 15 de junio de 2009

Corazón tan blanco, de Javier Marías; y Calle de las Tiendas Oscuras, de Patrick Modiano

"Mis manos son de tu color,
pero me avergüenzo de tener un corazón tan blanco"

William Shakespeare

Con su tradicional título fruto de algún renglón de Shakespeare, en este caso el que luce al inicio de la entrada. Y con su tradicional principio fulgurante en el que Marías nos brinda unas primeras cien páginas realmente impresionantes, Corazón tan blanco es una novela bastante reseñable en el panorama actual.
La complejidad de la escritura densa de Marías se compensa a la perfección con la historia y la estructura que el autor dota a su novela. Las páginas del libro vuelven a indagar en temas como el matrimonio, la muerte, el asesinato o la sospecha.
"No he querido saber pero he sabido..." Así comienza la narración de Juan Ranz. A menudo no queremos saber algo, pero irremediablemente lo acabamos conociendo, por accidente o por propia voluntad. A eso hace referencia el título de la novela, a la inocencia de los corazones blancos que acaban coloreándose tras conocer la realidad.
Una novela muy buena, aunque de nada valen estas palabras, un libro siempre habla por sí mismo.

Por otra parte, es indiscutible que las novelas de Patrick Modiano tienen algunos de los mejores títulos. Un amigo mío decía hace poco que simplemente por los títulos y la fotografía de la portada ya merecía la pena tenerlo en su biblioteca (refiriéndose a En el café de la juventud perdida). Secundo su opinión, pues tanto los títulos como las imágenes me parecen bastante acertados.

Hablando ya de Calle de las tiendas oscuras, galardonada con el Premio Goncourt, cabe destacar la escritura tan sutil y elegante que demuestra el autor en cada página. Existen párrafos que hacen que la lectura íntegra de la novela sea recomendable, pese a no tener una historia más allá de algo normal en Modiano: alguien busca encontrarse con su pasado.
La novela empieza con un ritmo más trepidante del que espera el lector, para decaer en la parte final, llegando a ofrecer algunos episodios algo densos desde mi punto de vista. En el apartado general, merece la pena leerla, sobre todo, como ya dije antes, por la elegancia de Modiano en el estilo y la escritura.

viernes, 12 de junio de 2009

Carta a mi amante Soledad

Querido y decolorado amor:

Te escribo sin más propósito que escribirte, dirigirme a ti, Soledad, en vista de que pocos más destinatarios gozo. Tengo tanto que decirte que ni la primera palabra me sale. No sé, nunca se me dio bien eso de dirigirme particularmente a alguien. Soy mucho más simple que todo eso. Tal vez sea por eso que a veces me abandones y me dejes caer fuera de tu amparo.
Me atrevería a decir que en todo este tiempo he alcanzado a conocerte bien. A saber tu manera de actuar y tu manera de pensarme. Francamente, creo que me quieres, que lo nuestro es una galera que al final recalará en buen puerto, con el tiempo preciso. Yo no sé si te quiero aún, pero sé que te echo de menos cuando no estás, a veces, y que cuando vienes, quisiera escapar de tus caricias frías. Pese a ello, diría que en otras ocasiones te necesito.
No sufras por verme de la mano de otras, incluso labio con labio, Soledad, ya que tengo la certeza de que al final serás tú la que me entierre, y tus ojos de piel de camaleón, de color versátil, los que me lloren el último día. Lo sé porque la primera vez que tenté tu boca nuestras pestañas se rozaron y en ese instante tuve la seguridad de mi futuro resuelto, contigo, como si estuviese escrito de antemano.
Tampoco sufras cuando me oyes gritarle al viento nombres que acaso no conoces, ni en esos momentos en los que tratas de abrazarme en mi habitación, y yo desprecio tu hombro como consuelo y me dejo llevar a los cerros donde ellos aguardan mi llegada. No tengas celos, tú eres mi única amante. La más eterna y la más etérea. La incondicional.
Soledad, solitaria, adjetivo con el que me definen los que apenas me conocen. Vivo sin vivir en mí, está escrito en un vagón de metro, el principio de un poema. Y ese es mi carácter de vida. Cambiaste mis noches cuando te descubrí, en el momento en el que estuve al tanto de tu existencia. Desde aquel día, allá por donde tropieza el tiempo, las notas de mi música suenan distintas, las cuerdas de la guitarra rasgan otra melodía más mustia. Y siempre que te marchas y me dejas, haciendo gala de tu nombre, araña mi pecho un pequeño gato persa de ojos verdes de gran calado.
Te quiero porque te necesito, porque cuando estás sentada a mi lado trazo mis mejores palabras, y mi libreta se ilumina. Porque me he acostumbrado a quedarme a solas contigo, pues, tal vez, eres el único hombro que nunca haya fallado, y el único amor al que no haya herido. Y porque ahora vuelves a por mí, después de largo tiempo sin dar señales, y me descolocas los ritos que mantenía antes de tu retorno. Y porque sé que mi vida acabará, una noche, en la misma cama en la que tú duermas, Soledad mía.

Jesús Villaverde Sánchez “Txetxu” a 11 de junio de 2009

lunes, 8 de junio de 2009

Enclave de almas errantes

Pierdo el corazón si busco a Dios en las calles. Me acompaña esta frase en cualquier pensamiento de los últimos días. Las calles de Madrid nos aman y nos odian a un mismo tiempo. No las culpo, bastante tienen que aguantar, y para colmo nunca lloran. Nadie tiene la culpa de su tono gris, ni de sus calles de librerías oscuras y olvidadas incluso, ni de tantísimas otras cosas.
Muchas veces he escuchado que sobre el asfalto ardoroso de esta urbe soy un solitario. Curioso, pues mi mayor miedo es la soledad. Y podría tener la certeza de que acabaré solo en mi vida, si no fuese porque no creo en las verdades absolutas. Además, Madrid es un enclave de solitarios de todas partes del mundo. Más de una vez he pensado, incluso, que se trata de un campo de refugiados para espíritus frustrados en su propósito meta.
La felicidad no existe, dice una canción en un coche que pasa por debajo de mi ventana, en la que se aposentó el viento esta noche, y parece no querer marchar. Apoyado en una pared llena de graffitis, allá donde muere el cielo, me lanzo a mis pensamientos y me entrego a ellos. A mi izquierda hay una puerta de madera en la que nadie responde mis llamadas, golpes con mis nudillos enrojecidos.
El camino de vuelta a casa se hace largo. Busco el mar alrededor, rebusco la luna que me acune en esta noche de vendaval, pero ni ellos me guardan lealtad ya. Y todo es por mi culpa. Absolutamente todo. Cualquiera robó las llaves de aquella puerta, del cielo, las llaves de la felicidad. Ahora para advertir las olas tengo que imaginar. Y no sé por qué, pero la imaginación me conduce a ver unas rosas negras sobre una placa de mármol gris y un ángel negro mirando, fijamente, en la distancia, los versos de una sepultura.
La muerte reside en todas partes. Me gustaría sentarme con ella un momento y charlar. Conocer sus inquietudes y sus anhelos, despojarla de su velo oscuro, al fin y al cabo no creo en una maldad suprema, simplemente en una obligación necesaria. La muerte, escribía, está en cualquier parte. Está en un fuerte pinchazo al coraje, quizás al núcleo, en una amarga noche de hospital. O en el cuerpo de un motorista que yace inmóvil en la carretera; acaso en la mezcla de un bote de pastillas con un vaso de inofensiva agua. También en un cuchillo o en un cáncer. En todo lo que mires germina ella, y por contra también su antónima.
Se oculta dentro del daño que un mortal le hace a la persona que más quiere, sin querer hacérselo, sin darse cuenta siquiera de que lo está infligiendo, y también dentro del daño que le hace, a su vez, la chica al chico que más ha querido en su vida y que ahora seguramente ya no, cuando le dice que acarició a otra persona. Porque se puede estar muerto y que nadie se entere, seguir merodeando por las ciudades como un alma en pena, es más, se puede estar muerto sin ni siquiera saberlo uno mismo.
A veces pienso que Madrid es una de esas concurrencias que albergan almas errantes, sin nombre, sin sueños, sin identidad…

jueves, 4 de junio de 2009

Los recuerdos y su forma de abordarnos

Me cuesta mucho describir un recuerdo, sobre todo cuando no es una vivencia mía, si no contada, descrita a su vez por otra persona. Sin embargo hay uno que se exime de esta dificultad mía, o eso creo. Es un recuerdo de la infancia de mi padre que me liga de manera inexorable a él y a mi abuelo.
Me lo confesó él mismo en el tanatorio, el día que falleció mi abuelo. Sé que puede empezar a sonar drástico, o incluso amargo, pero espero que sigas leyendo. Estábamos apoyados en la barandilla, recuerdo, mirando sin hablar un jardín con flores. Era la primera vez que experimentaba un velatorio, qué sensación tan extraña. Se mastica la tristeza, entre risas y anecdotario. Ciertamente me parecen momentos amargamente bellos. Pasé un brazo sobre el hombro de mi padre, que había estado un rato solitario.

“Me estaba acordando…”, comenzó a hablar.

Volvía mi abuelo de uno de sus abundantes viajes de trabajo a Girona, en los que mi abuela, mi tío y mi padre se quedaban en Madrid. Era verano, probablemente Agosto, según reconoció mi padre posteriormente, cuando le pregunté por el momento.
El niño que fue mi padre salió a recibir al padre que luego sería mi abuelo. Cuando ya retornaba a su cuarto, la voz imponente de éste, le hizo detenerse en el umbral del salón.

“Espera hijo, te he traído un regalo”, reprodujo mi padre con su voz, ya temblorosa y entrecortada en aquel momento de la confesión.

Mi abuelo no fue nunca persona de muchos regalos. No era ésta su forma de demostrar cariño. Esa frase hizo temblar de ilusión al niño, que sonreía a su padre desde el marco de la puerta. Sacó una caja estrecha y de ella una equipación completa de la selección española de fútbol. En aquel punto de la historia, mi padre, el del presente, hablaba entre lágrimas que se le caían al jardín que mirábamos sin apartar la vista.

“Pasé casi tres días con el traje puesto, paseándome. Y recuerdo lo contento que estaba. Es de los pocos regalos que me hizo mi padre”, contaba mi padre intentando sonreír entre la tristeza del lugar y la situación.

Era un recuerdo feliz. Por aquel momento yo no podía contener mi emoción y mis ojos se habían vuelto vidriosos debajo de mis gafas oscuras, que llevé puestas durante los dos días siguientes.
Ahora pienso a menudo en lo maravilloso de la vida y sostengo entre estas líneas que ese es el recuerdo más emotivo que guardo con mi padre. Y pienso en lo maravilloso de la vida, decía, que me hizo recordar ese momento en la biblioteca, desde una ventana; porque pasó un niño vestido con la equipación de la selección española actual, junto a su padre. Es posible que el crío archive ese momento y algún día se lo cuente a su hijo en el tanatorio, cuando ese padre, que ahora es joven y juega con él, se haya ido. Al fin y al cabo el destino es el mismo para todos.
Y es que, escribiendo algo parecido a lo que escribió una vez mi amigo Lorenzo, se puede llegar a conocer y contar el mundo asomado a dos o tres ventanas.