lunes, 28 de diciembre de 2009

Margot

Margot tocaba rock and roll. Vivía en Madrid, en un pequeño piso en un barrio del extrarradio. Cuando tenía ocho años su padre le regalo una pequeña guitarra para que aprendiese a tocar, con la esperanza de que algún día llegase a tocar todas las canciones que él siempre quiso y no pudo por no tener con qué. Margot tiene tatuada una guitarra eléctrica en la parte posterior de su antebrazo y debajo un nombre: Madrid. Tiene treinta y dos años y su nombre real no es Margot.

Tocaba en un conjunto. Era guitarrista y voz acompañante del grupo Budapest. En uno de sus viajes, junto a su pareja, con la que mantenía una relación tan tortuosa como apasionada, su vida dio un vuelco en ciento ochenta grados. Su novio la dejó tirada en una gasolinera. Pasó por caja, y a la que salía de vuelta al coche sólo encontró su pequeña maleta purpúrea junto a sus dos guitarras, tiradas sobre el suelo. Enmudeció por momento. No sabía si gritar, correr, o reír. De repente no sabía nada.

La noche anterior su grupo había ofrecido su último concierto en una de las salas más queridas por ella, y se habían despedido, al menos estacionalmente, de aquel mundo. Por lo tanto no tenía ni siquiera la obligación de acudir a algún bolo aquella noche. Margot no era persona de muchas amistades. Sólo tenía una amiga de verdad en la ciudad, asique acudió a ella. El chico que atendía la gasolinera, que había presenciado la escena, la ofreció su móvil para llamar.

Recordaba su número de teléfono de memoria. Era una antigua amiga de su época de estudiante. María, que ahora regentaba un burdel en el centro de Madrid, en una recóndita calle escondida del barrio de Lavapiés. Tenía un año más que ella, era morena y con el pelo rizado, y siempre bebía Bloody Mary. Todavía eran buenas amigas pese al paso del tiempo. Ella había ido a algunos de sus directos en la ciudad. Fue a recogerla en un antiguo Seat, y encontró a Margot sentada sobre un bordillo, con la guitarra abrazada y la mirada perdida entre la maraña de coches que entraban y salían de aquella estación de servicio.

María ofreció a Margot una pequeña habitación en su local para que viviese allí el tiempo que precisase. Cuando le dijo que si necesitaba algo, ella sólo pidió si era posible un amplificador en el que enchufar su guitarra para componer.

Pasado el tiempo Margot habla mucho menos que antes, pese a que no había sido nunca mujer de muchas palabras. Su pintura de ojos siempre luce desdibujada fuera de sus márgenes y sus ojos negros con la mirada entristecida. Lo único que queda de la persona que antes era son sus labios pintados con el color veinticinco de la lista de cosméticos, con el que tinta la boquilla de los cigarros y las tazas de café. Y también sus guitarras, tanto la del tatuaje como las de verdad, sobre la cama.

Su vida transcurre entre la ciudad y el burdel, donde se encierra todas las noches en su cuarto. No suele bajar mucho a la parte de abajo, salvo alguna vez suelta en la que charla con María. Las canciones que compone desde que vive allí son mucho más amargas. Adora su ciudad. El sabor de su boca es el de ella. Huele a Madrid. Margot es, posiblemente, lo más rockanroll que puedes encontrar en las calles grises y empañadas de esta ilícita masa de cemento. Incluso algún cantautor ha escrito canciones en su honor.

Porque sólo compartir una noche con ella cala más que cien millones de años de cualquiera.

¿Dónde habrás pasado esta noche fría, Margot?

martes, 22 de diciembre de 2009

Portales

Mi amigo se ha marchado después de estar un rato sentado con él. Caminamos juntos hasta que llegamos al parque que está cerca de mi casa. La madrugada avanzaba ya sin mirar hacia atrás, y en aquel punto del mapa nos desviamos. Un abrazo, hablamos pronto y tomamos algo. Los típicos gestos de una despedida. Me apoyo en un banco de madera un segundo, me apetecería fumar un cigarrillo, pero no tengo tabaco. Veo como él se aleja calle abajo. Se convierte en una figura sombría que se pierde en la oscuridad de una noche que ultima sus horas de sueño.

Me quedo allí sentado un rato. No tengo prisa hoy. En realidad nunca la tengo. Total, el tiempo también camina despacio a veces, para darnos una especie de respiro. Hace frío aquí abajo, pero no me apetece subir la escalera del portal, que me conduzca a la cerradura oxidada de todos los días, otra noche más. Prefiero estar un rato solo aquí. Sin más.

Un gato blanco y negro cruza la calle. El viento me golpea en la cara, recordándome a su manera que estoy vivo. Cómo grita silente la madrugada. Enfrente de mí un portal, lo único que está un poco iluminado en toda la lóbrega avenida. Justo encima de la puerta se ve el número 7. La farola que queda más próxima está fundida, lo que me impide hasta este preciso momento darme cuenta de que, justo debajo y a la derecha de aquel porche, una pareja se gasta los labios a besos, conscientes de que la noche se les acaba, y quien sabe si después todo lo demás.

Un matrimonio sale del portal: el hombre delante con una mochila a la espalda, unos pasos por detrás ella, que cierra la puerta. Salen veloces y abrigados hasta el espíritu con sus anoraks. El cambio de temperatura tan brusco debe ser penetrante para sus cuerpos, que desprenden vaho al respirar. Creo que van a trabajar, por la mochila que lleva el hombre y por su ropa, aparentemente cómoda y sencilla. Además el hombre mira el reloj y le dice algo a su mujer para que aligere sus pasos, aun aletargados por el rápido desayuno y la inútil agua en el rostro al despertar.

Sin darse cuenta se cruzan con un chico muy arreglado que camina despacio y justo cuando ella sale del portal y la puerta se cierra, éste llega despacio al umbral de aquella estancia encendida. Saca sus llaves mientras mira unos segundos a la pareja, que sigue empeñada en derrochar todos los besos. La vida pasa delante de aquel portal, entretanto yo sigo sentado en aquellas maderas astilladas, sin que ninguno de aquellos actores noveles sienta mi mirada. En una terraza del cuarto piso unas luces de colores navideñas destellean intermitentemente. Parece que, incluso, se escuche el centelleo. Me siento una suerte de espectador de lujo. Aquel portal resume la vida en unos minutos. Unos se van a trabajar, otros llegan a casa para dormir en soledad, mientras terceros parece que van a dormir en compañía, o al menos terminarán la noche de esta manera.

El número 7 de aquella avenida en una fría madrugada son los besos, la rutina, la soledad, la luna… Aquella calle de Madrid es cualquier calle de cualquier ciudad. Aquel número siete, de color bronce, cualquier número de cualquier calle. La rutina, la de cualquiera; la luna la que pertenece y centellea en el camino de todos, la soledad de cualquiera y los besos, los que todos querríamos. La vida es la única. Empieza a llover, voy a casa. Mañana, si quieres y lees mis palabras, quizás volvamos a tomar café.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Aunque tú no lo sepas

Me inventé tu vida millones de veces. Acostumbro a hacerlo con cualquiera de las personas que se intercalan entre mis ojos y el horizonte más de dos o tres veces en una semana. Incluso podría llegar a afirmar que, en ocasiones, he disfrutado inventándome la vida de todos ellos. Te observé multitud de mañanas, mis ojos te siguieron hasta la esquina en infinitas noches, y tú ni siquiera lo sabes.

Fabulé miles de veces sobre cuál sería tu nombre. Y en otras ocasiones sabía cuáles eran todos los que tenías. Mi otra vida me ha hecho ir de tu mano por el parque, entre los árboles y las ardillas, que ahora ya ni siquiera salen a saludarnos. Me hablaste con los ojos, sin decir palabra, a veces; y otras, ni con las más elocuentes palabras conseguíamos comunicarnos. Dormir contigo ha sido la principal de mis locuras, abrazar con mis cálidas manos el frío de las sábanas en pleno diciembre tenía sentido sólo porque pensaba que entre ellas descansarías tú alguna noche.

Me he imaginado tantas veces contigo: acompañándote a comprar el periódico de madrugada, tomándonos la vida en un café, saboreando un baile una noche como si al día siguiente no fuese a amanecer, leyendo pasajes de nuestros libros a la vez, sin escucharnos el uno al otro, para que en algún punto nuestras palabras terminasen por unirse… Y lo malo no es eso, sino que todo lo que imaginaba superaba con creces a mi realidad.

Tantas veces que bajé a la calle, arropado por mi parca negra hasta las rodillas, y enfundado en mi bufanda; sin más propósito que sentir que estaba viviendo el invierno de Madrid. Y en todos mis paseos me acompañabas con distintos vestidos. Me acordé de ti al descender en un avión y atravesar un mar de nubes, y también entre los acordes menores de una guitarra. Y, aunque tú no lo sepas te tuve a mi lado, sentada en la cama leyendo, “en esta cama de amor que no conoces”.

Y despertamos juntos algún que otro domingo, permanecimos entre las sábanas rojas, perezosos, sin preocupaciones, con la resaca de dos noches seguidas de sábado, y sin prestar ninguna atención a la película que poníamos en el televisor, porque no nos hacía falta. Porque la mañana anterior había buscado tu rostro en el autobús, y te había encontrado con el mismo libro que yo estaba leyendo en las manos, y tú al verme sonreíste. Y aquella sonrisa inspiró unos cuantos versos sobre esa parte de ti que ni siquiera tú conoces. Esa que me acompaña a mí, y desconozco si existe, pues yo no sé quien eres, ni siquiera cómo te llamas. Aunque tú no lo sepas.

Y todo lo que imaginé contigo era mejor que lo que vivía junto a nadie.

Texto inspirado en la canción compuesta por Quique González, inspirada a su vez en el poema de Luís García Montero; ambos con el mismo título que este fragmento.

Sigo porque resulta muy difícil dejar morir algo que te ha dado tanto y a lo que alguno encuentra sentido.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Dulce introducción al caos

Últimamente no escribo como antes. Y si lo hago, no creo que nada merezca la pena para estar aquí y que lo lea cualquiera. Lo cierto es que paso las horas en las que no estoy con nadie, encerrado en mi cuarto con mis guitarras. Mi vida se está convirtiendo poco a poco en un concierto acústico en el que una voz solista le canta a alguien que ni siquiera se detiene a escuchar un segundo. Una pequeña sonata en Mi menor.

No sé. No son pocas las veces en las que he pensado en dejarlo todo y cogerla a ella y la carretera y salir de aquí. Rumbo lejos de cualquiera. Pero siempre ha existido algo que me retuviese aquí en esta ciudad: un grupo de gente al que aferrarme, una alegría rubia y cómplice; la fotografía, mi hermano pequeño o una canción que compartir con alguien en las tardes de frío y café. Hoy ya no, nada de eso parece existir; la canción es posible que haya terminado y no vuelva a sonar más, y si lo hace, no veo la persona con la que compartirla. Sí, la música también se muere a veces, aunque siga sonando. Son esas pequeñas cosas las que, al final de todo, nos atan a la existencia.

A mí hace tiempo se me desató esa cuerda, y eso que, yo pensaba, era de doble nudo, y creedme que, en ocasiones, se agradece y mucho; pero esa libertad ficticia me hace no saber muchas veces qué camino tomar. Y convierto todo en una noria en la que en un instante me encuentro solitario y al siguiente dentro de un círculo al que sentir que pertenezco. Un minuto antes pensaba en que todo vale nada y al siguiente la sonrisa de una niña pequeña en el tren me hace pensar que no, que es maravilloso y sólo hay que pararse a contemplarlo. Y la estancia no para de ordenarse y desordenarse.

En este último mes lo he reflexionado mucho. Abandonar a este cuentacuentos que intentó desde siempre trasladar historias y pequeñas miradas a quien pasase a leer, no sabría determinar con qué éxito. Pero nunca se tiene la certeza de algo. Nada en la vida es de una manera tan concreta que no deje lugar al cambio. Al revés, todo son aproximaciones. A mí me gustaría muchísimo poder llamarme poeta, músico, escritor, artista o fotógrafo, pero no puedo considerarme todo eso. Ni siquiera creo que pudiese considerarme ninguna de esas cosas por si solas. Sólo una aproximación, o algo parecido. La eterna manía de intentar tratar todos los ámbitos, para terminar por sólo acariciar un poco su piel, sin llegar a profundizar en nada.

De la misma manera siempre que había tentado la posibilidad de hacerlo, de abandonar todo esto, algo había hecho que me quedase un rato más. Igual que me ocurre con esa idea de escaparme de aquí y cambiarlo todo. En este caso también existe. Y si no lo he hecho ya ha sido gracias a ella, la que siempre estuvo aunque no hablase. La que siempre supo, aunque desapareciese. Los ojos que siempre sabían que algo estaba mal sólo con una visión panorámica de mi estado de ánimo. Ella, que puede hacer que me enamore con sólo un roce de su nariz fría en mi cuello. Aunque, siento, hasta ésta vez eso es diferente.

Pese a esto, todo está bien, en su orden, en su dulce introducción al caos. Así que, por si abandono en su camino al cuentacuentos, lo siento y gracias por la función. Permaneceré tumbado debajo de la lluvia de este otoño, esperando.