sábado, 29 de noviembre de 2008

Sobre la fotografía (II). Retratos

Desde hacía tiempo le atraía profundamente. Vivía un enamoramiento, quizás imposible, que sólo era capaz de consumar a través del objetivo de su cámara fotográfica. Amor de obturación rápida, tenue. Por azares del destino, ella era su modelo. En su estudio la retrataba de miles de maneras, a ella le encantaba la fotografía, y él estaba perdidamente enamorado, a través de su cámara de fotos.
Cuando la sesión terminaba, no era capaz de decirle nada; tan sólo palabras carentes de sentimiento, ayunas de amor. Sin embargo, cuando se colocaba delante de él y su cámara, imaginaba que le hacía el amor y le besaba cada centímetro de su piel brillante en cualquier paisaje recóndito, como los de los fondos que usaba para los retratos.
Tenía miles de fotografías suyas en los cajones. Miles de caras le clavaban sus ojos azules a cada paso que daba; desde el suelo, desde el cajón, en sus paredes... Siempre las imprimía. Pensaba, "si hago fotos de mis sueños, las imprimo en buen papel..." Y ella era su sueño más quimérico. Su larga cabellera rubía y sus ojos claros, como astros celestes, que le robaban el pensamiento en cada captura. Capturarla entre sus sábanas quisiera. Llamadlo amor fotográfico, llamadlo cobardía; pero sin su cámara no sabía conquistarla. Escribía en su diario.
"...y cuando la veo a traves del visor, la adoro; e inmortalizo una parte de mi alma junto a ella, sin que lo sepa. Es como si estuviera triplemente prendado de su embrujo. Cuando la retrato es como si imaginase que es mi única musa, y vuelve a buscarme. Pero luego todo queda en mi atrapasueños". Retratos, ternura, auténticas musas... los mitos están en cada paso que damos, en cada fotografía que hacemos.

Rayuela, de Julio Cortázar

Como el juego en el que tienes que empujar la piedrecita y saltar a la pata coja. Así es como se lee esta magnífica novela. Literatura pura, sin más. Obra de arte y arquitectura de la palabra allá donde las haya. Tenía ganas de leer esta novela, pero no encontraba nunca el momento exacto, por fín lo encontré, y doy gracias a las señales que lo indicaron, si es que las hubo.
La historia comienza contando la relación, un tanto especial, de una pareja, Horacio Oliveira y Lucía -la Maga-, el personaje que siembra las dudas entre los profundos razonamientos del grupo, el club. La Maga es esencial, para mi el pilar de la novela de Cortázar; y hace que la primera parte se convierta en una especie de juego extraño, a veces difícil de entender. Me enamoré de la Maga.
Como he leído en alguna reseña, Rayuela constituye un juego, que cada lector puede jugar a su manera. Puedes elegir leer la novela de forma clásica, o en una especie de salteado, siguiendo un tablero de dirección que propone Cortázar. Hace poco escuché, en la boca de un profesor, que es una especie de aproximación al hipertexto. Yo elegí la lectura lineal.
El libro está estructurado en dos partes: la primera en París, maravillosa; con capítulos inolvidables como el 7 -el más de amor-; el 20, con la ruptura más bonita que he leído jamás en una novela; o aquel en el que se mezcla una reflexión de Oliveira con un capítulo de una novela de Galdós. Esta primera parte del libro es, además, un profundo canto al jazz; que en ocasiones se convierte casí en una especie de enciclopedia del género. He de destacar, que en la segunda mitad; el ritmo y el argumento decaen, pero no el estilo, siempre soberbio. A pesar de ello, me gustó el final que le da el autor a la historia.
Esta novela sí que es de las que recomendaría a ojos cerrados -si puede ser la edición de Andrés Amoros, mejor; ya que tiene múltiples anotaciones, muy necesarias-, aunque sólo si te gusta mucho leer. Creo que tardaré largo tiempo en encontrar algo parecido, que me entusiasme como esta. Gracias Julio, gracias.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Desamor, humo y palabras

Tengo 23 años. Me llamo Violaine, y estoy sentada apurando un cigarro, con la ciudad bajo mis pies. No tengo ninguna prisa por terminar el cigarrillo, y por eso lo comparo con la propia vida: finalmente siempre se agota, el pasado acaba convertido en cenizas, y el futuro depende de lo que tardes en absorber el presente. A menudo pensé a lo largo de mis años que mis pensamientos eran realmente absurdos.
Hace una hora y media me encontraba subiendo por un ascensor a la azotea de un edificio céntrico. En la cajetilla había 5 cigarros, éste es el último. Cuando me encuentro triste subo a conversar con la ciudad, llena de luces y pequeñas personas, colocadas como si lo hubiese hecho un experto en maquetas y escenografía.
Hace tres horas tomaba café con Ana y Héctor. Sonreía, aunque mi mueca perfectamente se podía sostener con una goma por detrás de la nuca. Nadie parecía darse cuenta, siempre se me dio bien disimular mi estado de ánimo. Aunque ahora, no sé si considerarlo una virtud.
Dos horas antes de eso, me enteraba de que mi hermano se marcha a Toulosse. Ahora sí que me quedo sola aquí. Y se acerca la navidad. De niña siempre estaba ansiosa por la llegada de estas fiestas, pero con el paso de los años empecé a recibirla con un regusto amargo en el paladar, sobre todo desde que murió mi madre. Quedamos solos, mi hermano y yo -mi padre nos había abandonado hacía unos años, cuando yo sólo tenía 8. Cobarde hijo de puta...
Justo en dos minutos harán diez horas que recibí noticias de ella, a quien amaba descontroladamente. Me la encontré justo en la puerta de su portal. ¿Qué tal Violaine? Estás muy guapa -dijo con una radiante sonrisa. Se me iluminaron los ojos al verla. Pero fue tan efímero como lo es la risa o el llanto de un bebé. Me confesó que la vida le mostraba su mejor cara, que se había enamorado, los ojos le brillaban; estaba preciosa. Se había enamorado, y no era de mí. Yo, que tanto la quería... Se había prendado de otra persona, y ahora me lo contaba, tan alegre, sin darse cuenta -o sí- del daño que me hacía aquella conversación. La vida es así de caprichosa. Ya nunca más me besaría sonriente, ya nunca escribiría versos con lápiz de labios en mi espejo... Ya nunca más... Sonreí, y le dije un me alegro, de esos que suenan a ojalá te vaya de muerte.
Desde entonces, he estado dando vueltas todo el día, hasta ahora. Hasta terminar sentada en este lugar, intercalando miradas con el vacío y el cielo. Con los ángeles y con los peatones. Mi cigarro se está terminando, a cada segundo que pasa me queda menos futuro que consumir. Pronto, seré yo quien yazca a pies de la urbe, y no ella quien permanezca a los míos. Pienso en todas las personas que conocí alguna vez en la vida. Siempre quise hacer una fotografía mental de cada uno, aunque no conseguí el propósito. Llegó el momento, la última calada. Lanzo el filtro. Trago humo. Aspiro una fuerte bocanada de aire. Caigo. Empieza a llover. Yazco. Aún te quiero. Adiós amor. Adiós.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Juan Ramón Jiménez (1881-1958)

Hoy quiero dejaros unos poemas de Juan Ramón Jiménez. Extraordinario. Jenial.

Otoño


Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.

Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.

Yo no soy yo


Yo no soy yo,
Soy este

que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pié cuando yo muera.



miércoles, 19 de noviembre de 2008

Sobre la fotografía (I)

Me habla mi amigo Pablo de el libro Sobre la fotografía, de Susan Sontag; y me recuerda una sensación que se le vino a la mente, y que me recordó que yo también la había experimentado alguna vez.
Después de perderse un rato entre las palabras de ensayo de Sontag, mientras esperaba a alguien, empezó a sentir una especie de anhelo fotográfico. Algo así como una especie de dependencia: como si el alma escapase en hálitos de vaho con cada foto que no disparaba. Su mirada se volvió un encuadre y sus ojos empezaron a enfocar con el método de la rueda de un objetivo angular fijo.
A mi también me pasó una vez, en Alcalá de Henares. Caminaba junto al Arte, de su mano incluso; pasando al lado de la casa de Cervantes, embaucado por el edificio antiguo de la universidad -y su patio-, incluso me había detenido a observar el mural de La moderna ronda de noche, en una perfectiva escala de grises. Alcalá me enamora.
Entonces, tras pararnos a observar miles de puntos claves de la ciudad; descansamos en una plaza. Allí fue donde nos percatamos de que no teníamos cámara de fotos. Ninguno. La dependencia que experimenté en aquel momento es inexplicable. Ni yo mismo la entendía. Llegué incluso a asustarme: imagino que algo parecido a lo que le ocurriría a mi amigo. En ese instante, decidimos que lo mejor era hacer lo que se llaman fotos mentales. Nuestros ojos pasaron a convertirse en lentes, nuestras miradas en encuadres de composición perfecta, nuestros párpados, las cortinillas del obturador... ¡Hasta las palomas pasaron a ser modelos a contraluz, que posaban junto a las torres y los vertices de las iglesias! No era capaz de ver el mundo como las personas normales, todo eran cuadros que seguían la regla de los tres tercios -tan controvertida, por otra parte.
Dije antes que Alcalá me enamora, y si, así es. No obstante, me conquista mucho más a fuego cuando llevo mi cámara en las manos. Me apasiona la fotografía. No sé que tiene, pero a mi también consigue robarme el alma. Por cada fotografía que no dispara mi máquina, mi cuerpo pasa a pesar 21 gramos menos; como decía mi amigo, se me escapa el alma del cuerpo... Habrá quien lo llame fotodependencia. Y sí, me considero adicto.

martes, 18 de noviembre de 2008

La puerta de Espectro

En relación con un texto que leí anoche en un blog, bastante interesante, por cierto; caminaba junto a mi padre esta mañana, antes del amanecer, y miraba hacia arriba. En el texto se hablaba de lo bonitos que son los tejados de Madrid, y la belleza que desperdiciamos cuando andamos con la mirada fija en los adoquines gris otoño de la capital.
En este caso, cubierta la cara para protegerme de los crochets que descargaba el frío contra mi, fue mi padre quien se percató de una extrañeza. Mira -me dijo señalando hacia arriba con el brazo. No encontré luces de navidad -aunque olía a frío de esa época, a caldera a máxima potencia-; lo que encontré fue algo que me sorprendió gratamente. Una puerta, la puerta de un lugar con el que soñé cientos de veces, y que yo pensaba volaban siempre al atrapasueños que cuelga de mi estantería. Lo que mi vista encontró fue una puerta, una simple puerta a lo que parecía nada. Esta es la imagen que atisbaron mis llorosos ojos -debido al intenso frío.



Calle Feijoo. Zapatos en un cable. Madrid
(
Autor: Yo http://flickr.com/photos/le_txetxu)


No sabía si hacerme ilusiones, al otro lado de la línea todo parecía no cambiar: los coches circulaban con las luces rompiendo la neblina de la madrugada, los autobuses llenos de gente, con los cristales empañados... en definitiva, la ciudad que no duerme nunca.
Volví al lugar, de nuevo. Y entonces lo que vi, me dejó anonadado. He aquí la imagen que encontré; junto a la niña que lanzó al cable mis zapatos... Corrí, a contárselo a mi padre.


Fotograma de la película Big Fish

sábado, 15 de noviembre de 2008

Fantástica injusticia

Lo injusto de la ficción son sus personajes; sobre todo su capacidad de crear sentimientos en los lectores, o espectadores, con sus vivencias. Si hablásemos del mundo y sus injusticias, esta sería de las de menor relevancia -a la vista queda-, y no tendría importancia ninguna en comparación con las infamias que se nos envían a diario, con destino a llenar la caja de cartas antiguas de nuestro cajón olvidado y polvoriento. Siento, en parte, que tampoco es justo que yo escriba este texto.
Quizás quiera cambiar algo en el mundo, y ese sentir sea una seña para empezar, aún no lo sé, soy incapaz de llegar a tal conocimiento. Pero sé que no existe ya la justicia... y no es justo. Como tampoco es justo que la Maga tan sólo divague entre las palabras y los delirios de Cortázar; y yo no pueda amarla, nada más que en mi imaginación. Injusticia: posiblemente si hiciesemos una lista sobre las palabras más nombradas por día, sería de las primeras -niños, adolescentes, adultos; quién no ha dicho alguna vez: esto es una injusticia-, pero en realidad, ¿qué importa eso ahora? O más bien, ¿a quién le importa?
¿Dónde está Amelie Poulain? ¿Por qué creó Jeunet una persona que solamente da esperanzas vanas de encontrar alguien que no existe en mi realidad, nuestra realidad? Sigo pensando que no es justo poder enamorarse perdidamente de personajes de cine o de novelas; aunque es, a su vez, algo bello. Una especie de amor imposible, idealizado, que nunca se consagrará como tal.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Querido enemigo:

He pensado que, tras la carta que te envió Serly hace unos días, si todos te escribimos y hacemos fuerza alomejor te vas ya, de una vez. Desde que has llegado no ha habido nada más que traspiés -de esos en los que parece que vas a caer en cualquier momento, pero nunca llegas a hacerlo.
Cuando viniste, parecía que todo iba sobre raíles, ningún aparente problema asomaba por el horizonte. Esperaba lo mejor de tí, ibas a ser mi mejor amigo; pero te empeñaste en lo contrario -yo no sé todavía el motivo- y ahora te escribo esta misiva.
De tu brazo no ha venido nada más que un rastro de desdichas; habanos sabor amargura en la boca de un ex-fumador al que le molesta mucho el humo, y encima en una habitación de dos metros cuadrados, cerrada a cal y canto. Y eso, que busco los buenos recuerdos, pero de tu paso quedan pocos, no me hacen falta ábacos para contarlos, me bastan dos manos. Y tú, tan tranquilo.
La enfermedad, la muerte, los accidentes, el desempleo y, en definitiva, el miedo. Sé que estoy repitiendo aquello de la carta de la que hablé antes, pero la redundancia a veces significa la comprensión; y quiero que tú entiendas que quiero verte la espalda, marchar hacía el final de la calle más próxima, sin mirar hacia atrás, ni siquiera para decirme adios; hasta que te conviertas en un pequeño punto negro, que rebase la línea que separa la tierra de la morada de mis abuelos.
Yo no quiero treguas, no quiero pactos; por favor, márchate: ya no eres mi amigo, no, nada de eso. No quiero volver a verte. Te odio, año 2008.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Pequeño manual de las miradas

Desde que practico el arte de fijarme en los detalles, hay una cosa que me llama la atención especialmente. Las miradas. ¿Qué tienen las miradas? Hay una canción que dice: una mirada no dice nada, y al mismo tiempo lo dice todo. ¿Verdad que es una definición acorde con lo que significa en multitud de ocasiones una?
Miradas hay muchas, eso es cierto. Existen aquellas que son despreocupadas, sin motivos aparentes, sin destinatario que la reciba. Las que son de complicidad, a menudo acompañadas de un gesto amable, como un guiño. Personalmente, me encantan, las que más, las miradas entre dos personas que no se conocen; pero se han gustado al verse, sentada una enfrente de la otra, momentos antes -quien sabe- de entablar algún tipo de relación. Esas son las más líricas. La vista clavada en el papel, y en los ojos del enfrentado, a la vez, en una constante alternación de ojos al papel - ojos a los ojos. Pura poesía.
En una tarde de viaje sobre los raíles chirriantes de Madrid, encuentro millones de tipos. Miradas de asombro ante personas que entran sin cesar; de deseo de un chico por una chica, que no sabe ni que alguien la está mirando. Miradas perdidas, inquietantes, fotográficas; en su máxima concepción artística. Miradas apasionadas, auténticamente de tango, fijas, sin pestañeo alguno, en las que la tensión se corta con un hálito de voz callada. El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada. Y este baile perfecciona esta disciplina.
Me permito el lujo de dar cierre a estas palabras con otras que dijo Shakespeare: Las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón. He dicho.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Divinas palabras

Caminas junto al aire, junto al aliento del invierno que sopla en nuestras caras. Cuando intento escribir sobre tu piel, la pluma se estremece. Su punta -con una inscripción en latín- dibuja sobre ti estrías, surcos que van a desembocar directamente al mar blanco de mi folio. Me turbas.
Como tu nombre indica, me inspiras, haces que mis palabras fluyan y formen un ente más compactado. Miles de poetas y dramaturgos te han buscado, algunos en bares de mala muerte, otros en la superficie urbana, entre recodos; algunos trataron de encontrarte en los ojos de los demás... yo aún no conozco cual es el método: te encuentro en ocasiones casuales, sin motivo aparente.
Cuando no estás, sueño volverte a ver pronto; te imagino en miles de cuerpos distintos. A veces tomas forma en una rubia Ariadna, de largo y dorado cabello; otras veces en mujeres de calle, con nombres variopintos -Penélope, Lucía, etc-, carmín y humo en las palabras; pero siempre bajo tu aura misteriosa, novelesca, poética.
Esto, y más, es lo que significas para mi, Inspiración: amor, cariño, dedicación, esfuerzo, recompensa... Jugamos un extraño juego -parecido al cíclope de la Rayuela de Cortázar-, en el cual nos reflejamos en los ojos, cada uno en los ojos del contrario. Eso es lo que tú eres, Inspiración. El resto, divinas palabras.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Los poetas muertos. Susana Fortes.

Me permito reproducir -y más en un día como hoy- un texto que encontré esta mañana en el suplemento Babelia, de El País. Dice así:

Los poetas muertos, de Susana Fortes

No sé de dónde me viene esta obsesión por las tumbas. Todo empezó en París hace algunos años, cuando un amigo chileno me llevó de la mano a visitar la tumba de Cortázar, en el cementerio de Montparnasse. No es que el sitio tuviera nada de particular, pero encima de la lápida había una nubecita gris y el aura del lugar hacía que pudieran suceder cosas extrañas o inventadas. Para Cortázar la invención consistía en clavar un dardo en el centro de la realidad y transformar cualquier episodio banal en lo nunca visto. Qué quieren, París, veinte años, el tiempo que pasa despacio cuando se es joven... Hay algo insólito en la quietud de las piedras. Algunas tienen una dimensión blanca como la ventana de una habitación encendida al anochecer. Así me pareció la tumba de Josep Pla en el pequeño cementerio de Llofriu, en el Ampurdán, un rectángulo misterioso de mármol flanqueado por siete cipreses y dos matas de azaleas en medio del silencio de la campiña. Sin embargo la tumba de Antonio Machado produce una sensación imprecisa, igual que los días que se quedan a medias. El sol de Colliure le da a la losa una calidad vibrátil como las voces de los chavales que acuden cada día en peregrinación desde cualquier instituto. En el buzón de cristal que hay a un lado de la lápida se ven cientos de mensajes en trocitos de papel enrollados como papiros. Estuve un rato allí de pie, fumando y pensando que el poeta debía de encontrarse a gusto en aquella colina, junto al mar. También pensé en el tristísimo invierno de 1939. Su recorrido en tren hasta la frontera y luego a pie por los Pirineos, bajo la lluvia, mientras los fascistas entraban en Barcelona. Tal vez sólo los poetas pueden permitirse el final que han merecido sus sueños. "Moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo/ ...Jueves será" -escribió César Vallejo, peruano, flaco y desalmado con la sintaxis-. Su sepulcro parece un altar de Santería. Hay guantes largos de terciopelo dignos de Gilda, un cigarrillo con la boquilla manchada de carmín, una botellita de perfume caro y un lápiz de ojos con la punta recién afilada. Sé de más de uno que daría la vida por ser recordado con tanto misterio. Pero de todos los cementerios el más inquietante, sin duda, sigue siendo el de Novodievichi, en Moscú, donde está enterrado Antón Chéjov. Lo visité un día de noviembre hace ahora dos años. Mientras dejaba una ramita de abeto sobre la tumba del escritor, el disidente ruso Alexandr Litvinenko, que investigaba la muerte de la periodista Anna Politkóvskaya, moría en Londres envenenado con una sustancia altamente radioactiva. Hubo una época en la URSS en que ser escritor significaba morir joven. En Novodievichi hay una buena representación no sólo de poetas sino también de científicos... Muchos de ellos fallecían de un ataque al corazón según el Pravda y la ley del silencio se encargaba de lo demás. Al otro lado de los abedules nevados que guardan el sueño de Chéjov, se extiende el largo invierno ruso con olor a carbonilla, cubriendo el cielo de aquella ciudad incurable y gótica, de poetas y espías. El pasado y el presente cruzados en la córnea de un ojo de hielo. Lo demás es literatura.

Susana Fortes
(Pontevedra, 1959) es autora, entre otros libros, de la novela Quattrocento (Planeta, 2007).