jueves, 26 de noviembre de 2009

El tránsito

No entendí nada hasta que caí tumbado en el pasillo estrecho de aquel tren, repleto de gente a ambos costados. La boca me sabía profundamente a hierro oxidado. Cuando aquella bala entró por el lado izquierdo del pecho no sentí dolor, tan sólo un pinchazo que creí que me supondría la muerte instantánea. El frío se había apoderado de mi cuerpo y mi piel se inundaba de un gélido sudor.

Lo que más me sorprendía era aquel frío repentino que había empezado a sentir en aquel preciso momento. Durante los primeros instantes después del disparo no conseguía saber qué era lo que había pasado. Ni siquiera sabía que me habían disparado, pero me di cuenta rápido. Pese al pinchazo en el pecho no sentía dolor alguno. ¿Habría marrado aquel tiro a bocajarro y mi sensación de parálisis vendría dada por la adrenalina y el miedo?

Comprendí, acto seguido, que no, cuando tosí y de mi boca saltaron borbotones de sangre. Me toqué el pecho y de allí emanaba un enorme charco carmesí que me manchó la totalidad de las manos de un rojo bastante oscuro y sobrio. Miré instintivamente al cielo, mientras luchaba con todas mis fuerzas contra un vértigo que estaba empezando a ganarme la batalla. Estaba azulado y recordé que aquella madrugada, cuando salí de casa, su color era purpúreo. En aquel instante, sólo pude acordarme de mi hermano pequeño, y agarré con fuerza la cadena de oro que me había regalado detrás, junto a la medalla en la que estaban grabados nuestros nombres.

Recuerdo, después, caer en la carretera, gris, agrietada, y repleta de agua y restos de basura. Vagamente, eso sí. Empezaba entonces a caer en un sueño profundo, similar a ese ensueño que te produce la calidez a una temperatura fría, y contra el que luchas inútilmente, pues siempre acabas cediendo. No entendía prácticamente nada. Lo último de lo que tengo una imagen clara es la repentina visita que me hizo una mujer rubia y alta, con el pelo largo, y muy delgada. Vestía un vestido de noche negro y su mirada era tajante. Al llegar a mi lado quise incorporarme y huir, salir corriendo de allí. Su presencia me puso los pelos de punta. Cuando percibió mi escalofrío posó su mano en mi herida abierta y sonrío. La tibieza de sus dedos, casi dentro de la herida, contrastada con mi sensación de frío penetrante, me hizo desvanecerme.

Acababa de despertar, entonces, en un tren, rodeado de gente sigilosa y casi fúnebre. Todos me miraban sin parecer sorprendidos. El expreso transitaba en mitad de un campo yermo y deshabitado en apariencia. Lo entendí entonces: mi pecho no tenía sangre y me levanté la camiseta enseguida, ni rastro de la herida. Aquello era la muerte, o mejor dicho el tránsito. La muerte era aquella mujer, y había ido a visitarme aquella misma noche. Esa mujer de la que ahora divisaba tan sólo su larga melena rubia, al fondo del pasillo, en la cabina de mandos, mientras sonaba la solitaria música de la fricción de las ruedas contra los raíles oxidados.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El filo

Afloró en mi espalda,
Tenía la hoja afilada,
Y gris platino.
Y sobre ella un grabado:

Amistad.

Palabras en mi retaguardia.
Palabras que, tarde o temprano,
Serán olvidadas.

Todo muere. Es ley de vida.

Porque si la muerte no existiese
No daríamos sentido al tiempo.
Y eso que, algunos,
Se empeñan en despojárselo.

Todo es vida. Porque antes
[de enviudar
Hay que vivir. Es ley de muerte.

Porque cuando un amigo te deja,
En cierto modo se enviuda.

Porque si un amigo te traiciona,
El tiempo que se deja atrás
No vale nada.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La chica del sombrero

Para tantas personas que, a veces, se sienten así.

Despierta, primero abriendo levemente los ojos. Aún es de noche afuera, aunque empieza a descubrirse el alba, y ella no recuerda en qué momento cayó en el sueño. Ni siquiera está acostada: se ha quedado dormida sentada en su butacón rojo, vestida con el vestido de color azul añil que a su novio le encantaba. Y con el sombrero gris que llevaba puesto entre los brazos, apoyados en su pecho, que vive cada día al borde del delirio.


Cuando abre los ojos por completo y se incorpora, despegando la cabeza de la ventana sobre la que se quedó dormida, descubre que la luna está ahí afuera, tal vez más cerca que nunca, y cercada por un ejercito de nubes que, sin embargo, pese a doblegarla en cuantía, no se atreven a cubrirla ni siquiera un ápice. Hace frío en la estancia y ella busca una manta o algo con lo que taparse un poco.

La chica joven y el niño que están sentados a su lado juegan a un juego en el que uno canta y el otro tiene que adivinar qué canción es. El pequeño se ríe de manera escandalosa cuando la madre no acierta, y logra arrancar una leve sonrisa a la chica del sombrero, que vuelve a voltearse hacia la ventana.

Nubes. Humedad. Y la luna, efectivamente más cerca que nunca. El pequeño de su derecha vuelve a reír a carcajadas, la madre parece haberse equivocado otra vez de canción. ¿Qué tendrá la risa de un niño que, en cualquier situación que atravesemos, puede hacernos sonreír?

¡Qué frío! No sabe con certeza cuánto tiempo ha pasado dormitando y, aunque ahora ya se ha centrado, nada más despertar ni siquiera conseguía acertar cuál era su posición en el mundo, ni hacía donde se dirigía. Sólo sabía que acababa de despertar y que la luna estaba preciosa ahí afuera. Pero enseguida se acordó de que volvía a casa. Decidió anoche, tras unos días grises en la ciudad, que necesitaba ese cambio, al menos unos días.

Porque a veces el mundo cambia y se torna difícil. Porque a veces todo parece espinoso, incluso porque a veces realmente lo es. No hay que buscarle explicación. El hilo musical, muy leve, hace sonar algunas canciones. Cuánta nostalgia siente, cuánta melancolía, y cuánto miedo tiene al cambio que se está avecinando en su vida…

Personas que entran y salen sin avisar y sin llamar. La vida de los humanos a veces resulta ser como una especie de motel de bajo importe, en el algunos residen permanentemente, y otros sólo están de paso para luego dejar su habitación, y que, tras volver a disponerse, otra persona la ocupe.

Una voz un tanto mecánica corta de golpe el hilo musical para lanzar un claro mensaje. "En menos de quince minutos aterrizaremos en el aeropuerto de destino. La temperatura es de veintidós grados centígrados y la hora local, las 7:18. El comandante y la tripulación agradecen su atención y les desean un feliz día”. Al concluir el mensaje reanuda la música, que hace resonar unos acordes de una canción que le encanta y hacía mucho que no escuchaba. Además los versos de ella parecen llegarle como una señal. “Nada va a cambiar mi mundo”, proclama la canción, y ella toma ese mensaje como una consigna. Desde entonces tratará de que así sea. Que nada, ni nadie, consiga desbaratar su mundo ni sus ilusiones. Podrá con lo que sea, y si no, no será por no haber luchado.

Mientras, hasta el aterrizaje, seguirá cruzando el universo, haciendo honor a la canción que la despertó de su letargo. Aunque sigue sintiendo ese pesar melancólico en sus entrañas. Casi de la misma manera. Vuelve a mirar a la luna, que sigue ahí, tan preciosa como ella, como la chica del sombrero.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Viajes

Siempre que viajo lo hago en busca de algo. Así, viajé a Lisboa para que una fadista de voz dulce me secuestrase en sus empedrados, voy a París para encontrarme con Amelie en Montmartre, a Montevideo en busca de la Maga, Buenos Aires para que ella me enseñe el tango, y a Copenhague sólo para el reencuentro con una sirena... Pero vaya donde vaya, en todas las ciudades, busco tus ojos, tu mirada. Te busco a tí.