jueves, 30 de septiembre de 2010

Posavasos

Dejo este texto aquí, como principio de algo más largo.

Sus últimas palabras habían sido:

“Recuerda lo escrito en servilletas”.

Todos en la sala habían pensado que en aquel momento le había llegado, por fin, el delirio previo a la muerte definitiva. Sonrieron, incluso alguno echó a reír porque creyó que aquel había sido su último chiste. Todos menos ella. De repente su corazón aviejado se había encogido estrepitosamente. Su mente había viajado muchos años atrás en el tiempo, mientras él le agarraba con fuerza la mano y le sonreía sin dejar de mirarla.

“Pronto nos veremos”, le contestó ella, procurando que nadie les escuchase, como si guardasen ese secreto.

Meses después, comenzó a desempolvar las cajas que tenía por la casa, guardadas en muebles, que bien podrían haberlas guardado de una nueva guerra. Para esa labor pidió ayuda a su nieta, que como persona joven, tenía mayor agilidad a la hora de subir a las alturas.

“Buscamos una caja dorada, bastante antigua, a veces parece una especie de baúl de madera”, le indicó a su nieta.

El primer día no encontraron nada, y le pidió que volviese a la mañana siguiente. “Si no tienes nada mejor que hacer, hija”, dijo. A la misma hora que el día anterior sonó el timbre. Su nieta apareció detrás de la mirilla con una sonrisa alentadora y saludando con la mano al notar el movimiento de la mira.

“Gracias, hija, espero que hoy la encontremos”.

En seguida, tras tomar un rápido café que había preparado, se pusieron manos a la obra. Rebuscaron en muebles que hacía mucho tiempo no miraban, pero ni rastro encontraron de aquella caja.

“¿Qué había en ella, abuela?”.

“Cuando la encontremos”, fue su única respuesta.

Parecía como si la búsqueda de aquella caja hubiese supuesto para la abuela una inyección de vida, después de los días posteriores a su muerte. Por esta razón, su nieta decidió que la ayudaría a buscarla hasta que la encontraran, ya que las palabras de su abuela, además, habían suscitado un nuevo interés por este hallazgo.

“Ven, vamos a buscar en el arcón que había en nuestra habitación, creo que pueden estar ahí”, anunció la abuela.

Como si de una lucidez repentina se tratase, efectivamente, allí se encontraba, enterrada entre millones de papeles viejos, libros y cuadernos con recibos y anotaciones. La caja que, a veces, como en este caso, parecía un baúl. La sonrisa de la abuela fue tremenda y como anunció, tras cargarla pesadamente con sus manos, se sentaron en su cama y abrieron la tapa.

Salieron un montón de papeles, libretas, sobres aparentemente cerrados desde hacía un montón de años, incluso algún libro. Enseguida abrieron un sobre sin caligrafiar. La sonrisa brotó en el rostro arrugado de la abuela, que sacó servilletas y posavasos caligrafiados con su bonita letra. Pequeñas declaraciones de amor de tiempos inmemoriales. ¿Cómo se podría acordar aún de aquello? ¡Qué memoria! ¿Y cómo sabía que aún los guardaba? Se lo imaginaría.

Siguió sacando cosas de allí: poemas en servilletas, dibujos en pequeños trozos de papel rayado, direcciones en las que quedaban para encontrarse o recuerdos de los cafés en los que descansaban en sus paseos por la ciudad.

La felicidad había vuelto a la cara de la abuela, que incluso pareció que iba a arrancar pronto en lágrimas…

viernes, 24 de septiembre de 2010

Gigantes

Salieron caminando juntos, cogiéndose a los dedos del otro. Dejaron atrás la estación de ferrocarril y enseguida él notó una extraña sensación, como si estuviese creciendo imperceptiblemente, pero todo a su alrededor se mantenía igual que hacía un minuto.

Anduvieron mientras charlaban, dejando un poco de lado la zona más turística, para tomar café antes de seguir con el camino.

Entonces, de pronto, cayó en la cuenta de que hacía unos minutos que no escuchaba el tráfico, pero siguió andando, sin perder atención a lo que ella le estaba contando.

Fue en un momento en el que creyó pisarse levemente el pantalón y bajó la mirada, cuando no dio crédito a lo que observó.

Por debajo, muy debajo, de sus manos entrelazadas estaba la ciudad, como una maqueta que hacía la vida normal y diaria. Los tejados, las copas de los árboles del parque, los pequeños vehículos circulando entre sus pies…; todo seguía ahí abajo, mientras ellos se habían alejado de aquella pandemia de prisa que asolaba la ciudad desde hacía unos años, haciéndola perder su identidad.

A lo lejos se entreveía el extrarradio, detrás de la estatua de Afrodita que presidía el último edificio.

“Mira”, dijo, señalando con el dedo.

Ella miró.

La vieron, forzando un poco la vista: la Torre Eiffel, y más al fondo el Fernsehturm de Berlín, y Saint Paul, y más allá toda la ciudad de Viena, justo antes del horizonte.

Se miraron, se hacían grandes el uno al otro.

jueves, 16 de septiembre de 2010

El sonido del silencio

“El silencio es el partido más seguro
para aquel que desconfía de sí mismo”

François de La Rochefoucauld, Duque de Rochefoucauld

Silencios. No sé lo que motiva un silencio, cuando en juego está algo más que un par de palabras. La espera de los silencios se hace francamente larga. Mucho más larga a veces que el tiempo que realmente transcurre en ella. El silencio se suele tomar como un mecanismo defensivo, como una barrera difícil de traspasar por el que en ese momento consideramos un enemigo, alguien que no debe incurrir en nuestra introversión.


Hay quien toma el silencio como un mecanismo más de la conversación. El que calla otorga, que diría el refrán. Sin embargo, el silencio es mucho más que eso. Puede ocurrir que incluso se torne en soberbia, en cierto caso, o desprecio por el interlocutor, dependiendo de cuánto se prolongue.

El silencio es muy cruel, muy indiferente. Cualquiera que se encuentre en la situación sabe entenderá. El silencio no cura. Pese a lo que muchos puedan pensar, la ausencia de palabra envenena la relación entre los dos silenciados. Siempre y cuando no haya un pacto tácito de silencio firmado por los contendientes o el silencio se llene de miradas. En ese caso es diferente. En esos momentos es en los pocos en los que el silencio habla. Las miradas dicen, entonces, mucho más que las palabras, porque llegan más allá de lo que lo hacen estas. El primer beso se da con la mirada, y en silencio.

Pero simplemente es en ese momento en el que el silencio se puede considerar algo positivo. Se disfraza, el silencio se viste de conversación ausente, igual que los días de entre diario se engalanan, a veces, con ropas de fin de semana. Una táctica para impresionar, para lavar su imagen.

Sin embargo, el silencio siempre atormenta a alguien, igual o más que las medias tintas. Ese no saber por dónde van a circular los derroteros de la palabra que esperas. Ese esperar un sí o un no, que acaba por incendiar las esperanzas de cualquiera. Esa bomba de racimo que diverge en multitud de justificaciones para el sí o el no que esperamos, y que posiblemente no lleguen nunca por mera cobardía.

Porque el silencio, en la mayoría de sus acepciones, es la justificación del cobarde, que calla por no dañar o por creer que todo está en su mano y puede tomar todo el tiempo que necesite, sin preocuparse de que al otro lado de la línea alguien estará sufriendo esa incertidumbre. Y aunque no lo sepa, quizás la extensión de ese silencio sea el más inexcusable ruido. Miles Davis dijo que el silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos. Y eso puede incluso llegar a esclarecer las ideas y volverse en contra de aquel que calla, que entonces callará su congoja.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Contiendas

Todo el que hace la guerra tiene algún motivo. Llámame loco si es lo que piensas, pero leyendo Cien años de soledad, he caído en la cuenta de que nadie lucha por el mero hecho de luchar. Todos tienen una razón oculta, y no me refiero a razones materialistas. Debajo de esto, más profundamente, existen motivos personales.

Tomando un espectro más amplio de definición, y si me permiten añadir, siendo un poco ventajista, habrá quien argumente el clásico: “la vida es una guerra”, o alguna cosa parecida. Muy fácil desde mi punto de vista, aunque probablemente cierto.

Nadie pensaría hace un par de siglos que a nuestras alturas aún andaríamos desperdiciando el tiempo en matarnos los unos a los otros. Pero lo cierto es que las guerras están a la orden del día, tristemente. Y lo peor de eso es que, con tal asimilación del concepto como algo natural, muchas veces somos nosotros mismos los que optamos por tomarnos cualquier cosa como una guerra.

Batallar, luchar, desgastarse, para no llegar a ninguna meta. Simplemente porque creemos que tenemos una razón para creernos superiores. Sin embargo, la razón en la mente de cada combatiente suena creíble y muy lógica. Creo que la razón más evidente para hacer la guerra es el miedo de perder lo que hemos conseguido. Y pérdido entre las calles de Macondo me doy cuenta de que para muchos de los personajes es idéntico el pensamiento.

Aunque no todo es miedo. El ser humano tiene el comportamiento, entendible desde lo más irracional de la mente, de marcar y proteger lo que considera suyo. Para algunas cosas aún seguimos siendo muy salvajes. De esta manera, seguimos considerando como nuestro lo que más cercano tenemos: la familia, la pareja, los amigos… Y ante cualquier amenaza externa nos ponemos en pie de guerra. Me lo enseñó uno de tantos Aurelianos.

Me suele ocurrir cuando leo a algún escritor del que me gusta su forma de contar historias que pienso que nunca llegaré a escribir como me gustaría. Supongo que en el caso de García Márquez, él ve la vida desde los ojos de la sabiduría y de la mayoría de edad dejada atrás hace mucho tiempo. Pero ese pensamiento sobre la escritura se convierte a menudo en mi guerra interna.

Mientras tanto, ya hace más de cien años de la última carta. Y el coronel aún no tiene quien le escriba.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Extracto de "Tú" en verano

Sueño, noches en vela, caricias, fotografías, cuerpos desnudos, amor entre las gafas de sol, la ciudad bajo nuestros pies. Atenea, el gato y la pantera, un imán, una libreta llena de referencias, y de palabras de tu puño y letra. Alguna poesía, películas que nunca terminamos, Cien años de soledad, el templo de Debod, Tutankhamon y Nefertiti, viajes próximos, proyectos de vida a medio plazo. Cerveza, café, tequila. El mono y el pequeño leprechaun. Las clases de guitarra y de matemáticas, y por qué no, también las de vocales. Lunares, viajes a la luna. El Café Estar, Malasaña, y Daniel Mordzinski. Gijón, el mar, y las estatuas. Los cuadros de Van Gogh que no dejo de mirar. Tu lienzo aún sin acabar en la alfombra. Las miradas a través de los reflejos. Le chat noir. El olor que se queda entre las sábanas. Friends y sangre fresca. Una caja de lápices de colores. El Reina Sofía y el Guernica. Lo pequeños que nos sentimos sobre el cielo de Madrid. El alquiler improvisado que pagamos para leer con la luz levemente encendida a medianoche. La vida. Fluyendo.