sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento negro de Navidad

¿Por qué la maté? ¿Por qué lo hice? Hubiese sido suficiente con negarme a seguir viéndola, provocar un alejamiento irreversible. ¿Qué me llevó a hacerlo? Ahora ya no hay vuelta atrás. Me volví loco y pensé que sería fácil que todo volviese a su cauce. No sé si quería jugar a ser Dios, pero lo que de verdad sé es que la he matado y ya no podré verla nunca más.

No importa si hago que alguien la saque de la cámara frigorífica: su aspecto ya no será el mismo. Las dentelladas del cuchillo se habrán hecho más visibles aún con el frío. Su rostro sin vida sólo me recordará mi terrible acto. Y si hiciese que alguien viniera se convertiría en cómplice de mi asesinato, y quién sabe, tal vez tuviese que matarle también.

Joder, estoy viendo una mancha de sangre salpicada en la pared y en las páginas de aquel libro, sobre la mesilla del teléfono. ¿Y el cuchillo?, ¿qué he hecho con él? Tendré que tirarlo. Buscar algún sitio en el que sea difícil de encontrar y lanzarlo allí para el resto de los tiempos. El estanque del Retiro o el lago de la Casa de Campo podrían estar bien. ¿Pero dónde está?

Tenía que hacerlo. Estaba cobrando demasiado protagonismo en esta historia, para la que sólo era una secundaria. Empezaba a conocer más cosas de las que debiera del protagonista, y de mí. No podía seguir así. Si la hubiese intentado convencer, seguramente no lo hubiese entendido, y esto tenía que ser rápido, no era el momento de dar explicaciones. No sobra el tiempo, desde luego. 

Pero era guapa, es una pena que ella, todavía joven, tenga que terminar así pudiendo haber sido de otra forma menos macabra. No sé, quizás empezaba a enamorarme de ella, pero no podía estar aquí en casa, podría haber visto algo. ¿Cómo voy a seguir ahora como si nada? No sé si voy a poder, seguro que mi mirada me delata. ¿Y con el cadáver? ¿Qué hago con el cadáver? Mírala, ahí tirada en la cámara, parece que está tumbada sin más, aún con ese gorro de papá Noel que traía cuando llegó a casa. Cerraré la puerta. Y sus ojos, no quiero verla más.

Tengo que hacer algo con ella, no puedo seguir teniéndola ahí. Tengo que deshacerme del cuerpo, pero no puedo llamar a nadie. Esperaré a la noche. Mientras voy a ponerme un whisky. Debería arreglar un poco la casa, está todo manga por hombro y hay manchas de sangre salpicadas por toda la pared, en los libros y en la mesilla de la máquina. Esa es otra... ¿Qué voy a hacer con la máquina de escribir ahora? 

Si no lo hubiese hecho podría volver en cualquier momento. En la escritura cabe casi todo. Pero sí, lo hice... ¿Por qué la maté? Aún me quedaba por escribir más de la mitad de la novela.

martes, 15 de noviembre de 2011

Queremos tanto a Flanelle

Flanelle era francesa. No le gustaba salir a la calle si no era necesario, prefería siempre quedarse al calor del hogar compartido. Siempre detestó mojarse, pero cuando llovía se rendía a mirar la calle desde lo alto, protegida por el muro infranqueable que suponía el cristal de la ventana. Adoraba estar entre sus brazos, allí sentía la seguridad de quien se siente invencible, y se regocijaba dando vueltas entre ellos. Cuando su compañero escribía, pasaba los minutos sentada en el suelo con la espalda cerca del radiador caliente. Se amaban. 

Theodor, en cambio, entraba y salía sin ningún tipo de concierto. Siempre había sido el más independiente y no necesitaba sentir el calor ni el refugio de un cobijo. Caminaba raudo entre los coches y cada vez que podía subía al tejado de la residencia para observar cómo los hombres perdían sus días entre prisas y remordimientos ahí abajo. Un día, cuando era pequeño, corría por una escalera de incendios; un inoportuno resbalón le hizo precipitarse dentro de la casa. 

Flanelle, aún muy joven, estaba sentada en el sillón, al lado del escritor que aporreaba una máquina vieja, que podría haber despertado incluso a los limpiadores de estrellas, tan lejanos allá arriba. Sus miradas se cruzaron un momento, pero el estrépito ocasionado por la caída hizo que el dueño de aquella casa se levantase a comprobar qué había pasado. 

¿Estás bien?, le dijo al levantarlo, acariciando su espalda dolorida por el golpe contra el parquet. En lugar de reprenderlo por colarse en su casa o por correr por la escalera de incendios, le ofreció agua y algo de comer. Era un hombre muy simpático, sin duda. Cualquier otro se hubiese levantado pegando gritos y bandazos y él hubiese tenido que salir huyendo en seguida. 

Desde entonces aquella casa se convirtió en una especie de hogar ocasional para Theodor, huérfano desde hacía un tiempo, solitario callejero parisino. Algunas veces esperaba en el portal a que alguien le dejase subir, otras, su agilidad le permitía llegar hasta el lugar por el que entró la primera vez. 

Flanelle y Theodor. Theodor y Flanelle. Testigos directos de la obra de aquel loco que escribía en el viejo armatoste y escuchaba combates de boxeo en la radio hasta la madrugada. Pocas veces salieron juntos a la calle. Como ya es sabido, Flanelle prefería salir poco y, si lo hacía, era casi siempre sola. Sin embargo Theodor representaba justo lo contrario. En ocasiones pasaba largos días sin aparecer, callejeando por ahí mientras malgastaba alguna de sus vidas. Pero siempre volvía, generalmente empapado, cuando había tormenta. 

Sus arrumacos al llegar eran algo así como pequeños zarpazos desabrigados en el rostro de sus compañeros. Cuando tardaba mucho en regresar, Flanelle le castigaba con un sugerente vacío. Se ocultaba durante un rato hasta que, por fin, salía de alguna habitación con la elegancia propia de quien sólo siente indiferencia por el recién llegado. Su relación con Theodor siempre fue un zarandeo tan a punto de desvanecerse como de encarrilarse y perseverar recto hasta el fin de los días. El escritor redactó algunos textos sobre ellos, que leía a Theodor, al que decía que en alguna de sus anteriores vidas había sido crítico literario. 

En 1982 Flanelle perdió la última de sus vidas, trayendo la muerte a la casa. Días después la invitada retornó para llevarse a Carol con ella. A partir de entonces, la decadencia del escritor fue mayúscula. Cayó en una depresión que le llevó a pedir que esa mujer de negro volviese otra vez y le dejase ir al lugar donde estuviese Carol. Lo hacía indirectamente, con mensajes que pintaba en una pared, hasta que dos años después, la emisaria que la muerte había enviado en forma de leucemia le invitó a marchar con ella. 

Había muerto el escritor que siempre pareció joven, ese al que la extraña enfermedad que tenía en la piel no le permitía envejecer y siempre mostraba la misma apariencia. Ese que todos queremos llegar a ser. El escritor al que dos años atrás Flanelle y Carol, dos de los amores de su vida, le habían indicado el último camino por recorrer. El mismo hombre que, tiempo atrás, había acogido a Theodor, que marchó entonces solitario, como siempre, a enterrar las pocas vidas que le quedaban. Cuentan que alguna vez volvió, pero nunca congenió con los nuevos inquilinos de la casa de Julio.


Theodor y Flanelle

miércoles, 26 de octubre de 2011

Satélites

Después de aquella noche no la volvió a ver. Supo tiempo después que se había marchado a una ciudad del oeste de Alemania donde perdió hasta el último resquicio de su acento. Los cursos terminaron y el tiempo pareció detenerse otra vez, como hacía cada principio de verano. Ni siquiera hubo una llamada después. Por la mañana la vio marcharse para ir directamente al aeropuerto. Ella no sabía que estaba despierto mirándola cuando se fue. 

Terminó su carrera, supuso que ella también lo habría hecho. Varias veces tuvo la tentación de llamarla o escribirla. Nunca negó categóricamente la posibilidad. Hubiese sido tan sencillo… Pero la forma en la que se había marchado, sin despedirse, deprisa y corriendo, le había dolido. 

La vida nos conduce por derroteros distintos de los que imaginamos prematuramente. Él comenzó a moverse dentro del mundo de las revistas culturales, primero las más humildes y locales, para después hacerse un hueco. Poco a poco su memoria consiguió desterrarla a un lugar recóndito y oscuro. 

Los escarceos dieron paso a un proyecto de relación que concluyo en un matrimonio con dos hijos. Ya sólo se acordaba de ella cuando conocía a alguna mujer que abanderase su nombre. Sin embargo, sí supo que había comenzado a escribir. Fue en una librería, una tarde en la que vio su nombre impreso en azul añil en las tapas de un libro. Lo hojeó; en la solapa había una fotografía de la mujer que le había robado su juventud. La pregunta de su mujer le sacó del ensimismamiento producido por aquel encuentro fortuito. Respondió con alguna evasiva sobre el libro. 

Su trabajo le obligaba a leer algunas obras determinadas que llegaban de las editoriales, sujetas siempre al criterio de la novedad y las futuras ventas. Aunque disfrutaba de todo lo que leía, normalmente le quedaba poco tiempo para leer por placer. Tardó bastante tiempo en empezar a leer su libro, y cuando lo hizo, ni siquiera lo terminó. Narraba la historia de una joven que emigraba a Alemania. No quiso conocer más. 

Siguió con el curso de los días y los libros, que se entrecruzaron con el recuerdo que se había despertado aturdido de una larga siesta. Cada vida, al igual que cada novela, es un universo distinto y único. En la suya ella parecía un satélite que se dejaba ver y se escondía aleatoriamente tras el hemisferio que quedaba oculto donde su vista se perdía. 

Rozaba ya los cincuenta la siguiente vez que se eclipsaron involuntariamente. Un día, cuando se levantó, su nombre aparecía en todos los medios. Había recibido un prestigioso premio de Literatura. El vuelco que dio todo no fue por el premio en sí, del cual se alegró instantáneamente. El encargo que le había dejado su redactor jefe vía email fue lo que le abrumó. Pronto tendría que entrevistarla.

lunes, 17 de octubre de 2011

Cristales rotos

Lo imperfecto de la perfección es su más que probable inexistencia. No podemos aspirar a tenerlo todo. Es la ley. Las personas estamos hechas de imperfecciones. Maquinaria puramente imperfecta fabricada en serie. Los detalles que tiñen de color esa imperfección haciéndola visible a nuestros ojos son tan nimios que, a veces, llegan gracias al entorno, el contexto que complementa a la persona o el grado de alcohol en sangre del que escucha una conversación. 

A su vez lo bello de la imperfección es que es subjetiva. Lo que a uno le puede parecer altamente imperfecto, otro puede encontrarlo cabalmente compatible, e incluso atrayente, con las ideas que obedecen a su personalidad. Es lo que muchos llaman química. Elementos que se asocian, se atraen o se rechazan dentro de un compuesto. Acción, reacción, final, elementos disociados… 

La culpa de la imperfección reside en las expectativas. Siempre. Cada vez que empezamos a conocer a alguien establecemos una falsa idea de lo que es. En realidad creamos una especie de proyección de lo que nos gustaría que fuese. En esa configuración depositamos todo aquello que nos ha herido en vidas pasadas y nos auto convencemos de que la persona que acabamos de conocer nunca sería capaz de hacer algo semejante. Son esas imágenes las que nos hacen poetizar a alguien y protegerlo en un pedestal acristalado hasta que cualquier noche algo desbarata nuestro pensamiento o, al menos, parte de él. Algunos dicen que en ese momento, justo cuando encuentras eso que no te imaginabas en la persona en cuestión, suena una especie de multitud de cristales que se rompen. Es lo que muchos llaman la noche de los cristales rotos. Muchas jornadas históricas terribles han empezado con este fenómeno en una sola persona. 

Nada se crea ni se destruye, por otra parte. Puede sonar a tópico, pero todo se transforma. Nada de lo que podamos ver lo hemos inventado nosotros: todo estaba ahí mucho antes de que llegásemos. Y por supuesto que seguirá cuando llegue el día en que nos vayamos, sea más tarde o más temprano. Las vidas de las que, en ocasiones, nos creemos patronos, las de nuestra gente más cercana, queridos y allegados, ya estaban ahí mucho antes de que se cruzasen con la nuestra. No somos nadie para intentar controlarlas. Ni siquiera somos nadie para creer conocerlas en toda su complejidad. Las personas esconden sus secretos más preciados en lo más íntimo de su personalidad. Es por eso por lo que un día despiertan comportamientos que nunca sospechamos y todo nuestro imaginario sobre esa persona se derrumba con las acciones que conllevan. 

Todo se transforma, sí, menos las personas. Como maquinaria imperfecta que hemos sido constituidos, nuestros errores tienden a repetirse en la mayoría de ejemplares diseñados. Sin posibilidad de subsanar el fallo, por mucho que alguien diga no lo volveré a hacer más. Tan solo es cuestión de mirar a cualquiera para saber que eso es mentira o una verdad a medias. Todos están cortados por el mismo patrón, por tanto sufren los mismos errores irreversibles. Ninguno es distinto al otro. Y ninguno tiene la destreza de mudar sus patrones de conducta o su piel. Es nuestra esencia: somos lo que somos desde que nacemos hasta que expiramos. 

Todo tiene un punto de origen para nosotros: unas palabras o un gesto de un camarero por el cual empiezas a entablar cierta relación después de muchas noches de cruzaros diez veces sin palabras, un encuentro casual en la madrugada con alguien que un día compartía estas palabras contigo y ahora sólo es un extraño más, la persona a la que le confiaste todos tus miedos y te mintió, haciéndote desconfiar del resto de personas para siempre, esa a la que ahora ves por la ventana con mezcla de odio, temor y pena… Un origen para todo. 

Ese principio poco a poco va llevándonos hasta la noche de cristales rotos, hasta un error que torna todo irrevocable. Errores que un día creímos que no se producirían. Mentiras que alguien nos hizo creer y nos hicieron caer sin remisión en la tentación de la trampa. Pura prestidigitación. En cierto modo, también hemos sido diseñados para caer en la trampa y confiar en lo que no debemos alguna vez. 

Nada es real ni ficticio. No existe la verdad como tal, sólo es una obsesión que el ser humano intenta desmontar a cada minuto, con alto porcentaje de éxito. Todo tiene una parte de cierto y de falso, de ilusión y de realidad, de gratificación personal y de daño ajeno; incluso la llamada que ahora mismo parpadea en tu teléfono móvil, a las tres y media de la madrugada, con la que tantas veces fantaseaste y ahora dudas si deberías o no coger. Lo importante es saber delimitar qué prefieres dañar y qué conservar intacto. O tú o alguna de las máquinas de tu cadena de fabricación.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Antes de que se haga demasiado tarde

Es tan fácil que en cualquier momento todo acabe que me aterra la simple idea de perderte. Estás esperando un tren que no sabes a dónde te va a llevar, no te has despedido de él. No sabes por qué, pero desde que ha amanecido habéis estado algo distantes sin ningún motivo aparente. Al contrario que anoche. Sólo habéis estado parcos en la conversación. Ahora tú vas a ir al centro y él se he quedado en casa, no por nada en especial, sólo se ha quedado allí. Se encontraba mal y encima aquella conversación no había terminado de animarle a salir contigo. Yo le veo ahora desde mi ventana. Acaba de tomarse una pastilla y mira la calle. Le escucho preocuparse. Está pensando qué habrá pasado para que hayáis tenido esa impresión toda la mañana.

Tú en cambio sigues en el andén esperando. Hablas con una amiga que te acompaña a la ciudad, pero en el fondo de tu cabeza estás prestando escasa atención a lo que te cuenta. También, como él, piensas en qué pasa, te estás cuestionando tonterías como si quieres estar realmente con él, si él o tú tendréis la culpa… El otro día le dijiste una frase que le dolió. No te lo dijo, pero pensó en irse para siempre. Por primera vez pensó en tirar la toalla, pero como siempre tú pesaste más, y ni siquiera te lo dijo una vez pasó todo. Piensas en ello ahora. Puede que él también, ya no lo sé. Los coches han empezado a circular en la calle que nos separa y he dejado de escuchar sus pensamientos. También sé que a veces él se equivoca. Lo veo casi todo. En el fondo, soy yo el que os ha creado a los dos. Así que también sé que os queréis por encima de estas ínfimas cosas.

Estás esperando un tren, no sabes dónde vas con seguridad, y de repente, en menos de un segundo, ¡clic!, algo hace que todo finalice. Da igual cómo, no importa el porqué. Simplemente termina; adiós, pequeña, adiós. De alguna manera ahí concluye todo para los dos. Tú esperando el tren, él encerrado en casa pensando en cómo hablar. Da igual para quién acabe y cómo lo haga. Una mala caída, un tren que explota, un atraco en la calle que termina con un navajazo… Habrá terminado todo para los dos y la forma será en esencia la misma para ambos.

El final os habrá cogido a cada uno en un lugar, separados, pero eso no es lo peor. Lo peor es que alguna pequeñez os habrá hecho sentiros más distanciados hoy que nunca. Precisamente hoy. Probablemente el uno huyendo del otro, jugando al gato y al ratón, cuando, de repente, os habréis dado cuenta de que la huida ha sido tan larga que ya no tiene retorno. Y os veréis obligados a guardar las ganas de despediros bajo el colchón agrio de saber que la última vez que hablasteis la indiferencia guió vuestra conversación. El que se quede aquí dormirá todas las noches que aguante sobre ese colchón manchado de remordimientos.

Uno de los dos, da igual quién, pensará que el otro le dijo que le amaba antes de irse y no le respondió. Pero el otro pensará que si no le respondió tendría algún motivo para no hacerlo. Nunca podrá saber que no, que sólo fue una tontería, porque ahora ya es tarde. Tendrá que pasar mucho tiempo y cuando llegue la hora de reencontrarse será inútil explicarlo: ya habrá llovido demasiado a los dos lados del muro. Ahora os separa un umbral demasiado potente que aquí llamamos muerte y que nosotros, los escritores, utilizamos para atormentaros a los personajes, tal vez sólo porque alguien, posiblemente nuestro creador -otro escritor más grande que nosotros-, nos aterroriza también con su presencia en cada esquina.

Cada minuto hay un millón de posibles finales que te rozan la piel. Estás esperando un tren y posiblemente estés en contacto con veinte de ellos: un hombre que, silencioso, fabula con empujarte a la vía, aunque se quede sólo en eso; un suicida que te roza el brazo al pasar, un drogadicto con el mono que busca algunos billetes sin nada que perder…

Sin ir más lejos al otro lado de la calle estoy viendo dos finales para tu chico: un policía que juguetea desde la ventana con su arma reglamentaria apuntando hacia la ventana a la que él se asoma y una huraña arpía vestida completamente de negro que le observa a su espalda preparada para empujarle al vacío. ¿Qué pasaría si lo hiciese? Es cierto lo que se cuenta por ahí y nunca tomamos en serio: cualquier día puede ser la última vez que veas a alguien, incluso a tu enamorado. ¿Lo desperdiciarías en una discusión o intentarías demostrarle todo lo que te hace sentir? La mujer de negro sigue esperando, esta vez desde más cerca, pero puedes estar tranquila hoy, también soy yo quien la puso ahí y pronto la haré retirarse. Aún podrás volver a verle esta vez, espero que sepáis aprovecharlo.

sábado, 30 de julio de 2011

Aletear

Revoloteaban juntas dos mariposas cuando tuvo lugar la desgracia. Invariablemente el mismo barrio céntrico, la misma calle sucia, cerca del banco desde el que yo las veía. No eran dos ejemplares muy especiales, más bien lo contrario: parduscas, pequeñas y de vuelo rápido y ágil. Mariposas del montón, supuse.

Llevaba varios días mirándolas cada vez que salían al sol. Parecía que se compenetrasen con una especie de danza o juego de la siguiente manera: una revoloteaba en pequeños círculos de una baldosa a otra y después la otra imitaba el vuelo, posándose a milímetros, rozando casi a su compañera.

Solía mirarlas un rato cada día. Me atrapaba en su aleteo frágil y el vaivén de sus fugaces batidas. Siempre una alrededor de la otra. Me parecían como una pareja de enamorados que juegan, se enredan y desenredan para terminar en la misma baldosa sucia. Dos entre la multitud que flirtean y especulan sobre el finísimo telón de su corta vida.

Más se afianzo esta idea en mí cuando sucedió lo que les voy a contar. Como cualquier otro día volaban juntas hasta que una sombra amenazante se agigantó sobre ellas. De repente un pie que se acerca rápidamente, una de las dos que vuela rauda y escapa, y la otra que, en el último instante lo intenta, pero no consigue zambullirse.

Muerte… La superviviente se posa en una baldosa, para continuar el juego después del inoportuno susto, pero al notar que el cuerpo ya sin vida de la otra no la persigue como antes, se detiene unos segundos como para ver qué pasa, y lo intenta otra vez. Así unos cuantos ensayos más hasta que se detiene un instante junto al cadáver y parece comprender silenciosamente.

Me fijo en cómo, tras ese momento, empieza a revolotear de nuevo, pero no lo hace ya de baldosa en baldosa, sino que vuela a ras de suelo, describiendo círculos que rodean a su rendido compañero de vuelos, que yace en el mismo lugar del inoportuno accidente.

Danzaba ya sola, con menos brío que antes, incluso me pareció ver que su color se volvía aún más negro, como en una suerte de duelo al amante caído. Siguió un rato largo con su cortejo fúnebre; a veces rozaba el cuerpo yacente, como si aún albergase una sorda esperanza de que volviese a aletear con ella.

Después de ese día no volví a verla nunca más por allí. La muerte nos aborda en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, nunca sabemos por dónde viene, pero cuando se lo propone de verdad es infalible.

sábado, 16 de julio de 2011

Idaho

Lo sé, hace tiempo que no te escribo, pero no contestaste la última vez y pensé que te habrías largado.

Ya te imaginarás la razón de mi carta otra vez. Siempre lo hago en las mismas tesituras. Esta vez no es distinto. A veces pienso que cada uno se conoce mejor de lo que cree desde el mismo momento en que nace. Siempre pensé que concluiré mis días solo –no sé por qué, pero es así-, porque no estoy hecho para otra cosa. He compartido mi tiempo con varias personas, sí, pero no sé aún si esa vida está hecha para mí.

Seguramente yo no sea un buen compañero de viaje. Para qué engañarnos, soy difícil, gruñón, tozudo… un alma solitaria que se empeña en compartir con alguien –o cargarle a la espalda- la soledad que le atormenta.

No pretendo ganarme el amor ni el cariño de nadie, mucho menos exigirlo. Es absurdo cuando ni siquiera yo quisiera ser como soy a veces. Ay, cuántas personas distintas me gustaría haber sido… pero me ha tocado ser yo. Este solitario sin vocación ni devoción, incapaz de hacer feliz a nadie más allá de las distancias cortas.

No persigo, pues, que nadie pretenda pasar su vida conmigo. Eso sería un regalo que jamás podría yo devolver por más que lo intentase, y por eso no busco nunca el enamoramiento de nadie. Siempre pensé que nunca llegaría a casarme, lo cual me apena, porque en el fondo adoro a los niños.

En fin, esto es lo que soy. Aunque pueda no aparentarlo, no puedo engañar a nadie, por mucho que la fachada sea otra cosa diametralmente opuesta a lo que acabe de contarles.

Por supuesto que existen personas con las que me siento completamente pleno y a las que les conferiría mi soledad como máximo presente y secreto. Con esas personas me sentiré eternamente en deuda, aunque espero que nunca demanden el montante, pues ya les digo que ni en diez vidas podría yo hacer feliz a nadie. Lo siento, para esa tarea hay gente muy válida, pero no llevan ni mi nombre ni mi rostro.

Yo, por mi parte, sé que posiblemente viva, lea, escriba y muera, si no es todo junto vivir, en el más amplio sentido de la palabra. Y es más que probable que todo esto lo haga solo, recordando en ocasiones los momentos que guardé bajo llave, pues aunque algo huraño, sigo siendo una persona que siente y padece.

Finalizaré solo, sí, y por eso vuelvo a escribirte, para que en ese momento tú seas mi botella en el mar y le portes mi mensaje de cariño –o no- a aquel que lo merezca. Tal vez el fin llegue mientras escribo, lo cual sería una demostración de dulzura que la vida no posee. No sé, quizás frente a una playa, esperando el romper de las olas en la orilla.

Es posible que todo concluya de la manera en que lo hizo Hemingway. La vida es tan impredecible como la muerte. Es imposible adivinarla e improbable acertar ni momento ni lugar ni forma. Pero creo que entonces no habrá nadie cerca, lo que me alegra: todos serán felices.

13 de julio de 2011

jueves, 7 de julio de 2011

Oportunidades

Apenas había hablado con ella en todo el año, pero me dio rabia cómo salió de aquella fiesta, mordiéndose el labio inferior para contener la impotencia después de un fuerte roce con varias personas. Nadie se levantó ni hizo apenas intención de detenerla. Un par de minutos después del silencio incómodo que se creó, parecía que no había pasado nada y todo era normal.

Me excusé como pude de la conversación que mantenía, con la excusa de ir al baño. La casa estaba abarrotada, pero ninguno se había inmutado más de la cuenta cuando ella se marchó.

Podría haber decidido quedarme por allí y olvidar el episodio, sin embargo, sin apenas darme cuenta, otra excusa, esta vez la de salir fuera a fumar un pitillo, me había llevado a bajar la escalera. En realidad sabía perfectamente que mi intención era hablar con ella. Me había sentido mal cuando la observé cruzar toda la casa bajo la mirada silenciosa del resto. Pensé que quizás no habría ido muy lejos todavía.

Con la caída de la noche había refrescado, pero el crepitar del cigarrillo y su sabor ardiente a humo, me dieron una pasmosa tranquilidad. De ella no tuve ni rastro en el portal, así que di una vuelta a un par de manzanas del barrio mientras la nicotina se consumía. No estaba por allí. Cuando tiré la colilla, me encaminé hacia el portal para volver a esa fiesta en el 5º C. No creía que estuviesen notando mucho mi ausencia.

Me topé con ella cuando ya ni lo esperaba: dentro del ascensor. Se giró cuando abrí la puerta para subir y su mirada era la expresión más grande de despecho que he visto nunca. Apreté el botón del 5 y la agarré del brazo lo más cariñosamente que supe. Sólo quería hacerla ver que podía subir, pero antes de que encontrase las palabras se había abrazado a mi cuerpo. Sentí debilidad en su manera de actuar y a la vez la sentí por ella.

No llegué a saber si, en el rato que estuvo en el ascensor, habría llorado, pues el maquillaje de sus ojos estaba difuminado de la misma manera que se difumina cualquiera a esas horas de la madrugada.

Antes de volver a entrar en el apartamento hablamos un rato en la escalera del rellano y me contó lo que había motivado aquella disputa. Ya no nos separamos hasta que terminó la fiesta, aunque apenas nos conocíamos antes de aquella noche. Podría no haber bajado, y la rabia que sentí en el momento de su marcha, se habría diluido en un par de copas, pero creo que acerté al tomar mi decisión. Cualquier persona merece que se le de una oportunidad.

domingo, 19 de junio de 2011

Edimburgo

En Edimburgo los bancos de madera de las calles tienen placas con pequeñas dedicatorias de ciudadanos a sus familiares ya fallecidos. Si se muere un ser querido puedes escribir una dedicatoria en una plaquita que irá atornillada para siempre a un banco de madera. De esta forma esa persona permanece siempre en la memoria de la ciudad, en la que ni siquiera los bancos son un simple mobiliario al que no prestar demasiada atención.

Si paseas por Princes Street Gardens, a los lados del camino encuentras muchos de estos memoriales anónimos con mensajes e inscripciones como: “To my loved husband, who loved this park. Sam Taylor (1921-1979)”.

Muestras continuas de amor y cariño. Recuerdos de un pueblo tan hospitalario y gentil como orgulloso de sus raíces. Las calles de Edimburgo son de una calidez incomparable a pesar del clima ligeramente frío con el que conviven. Su aspecto cercano a lo medieval aún recuerda al burgo que tiempo atrás fue. Sus casas pardas, con ese perpetuo aspecto de estar recién mojadas por la lluvia, esas cuestas empedradas que suben a la colina del castillo, o las agujas que se ven cortar el cielo en torno a la catedral de St. Giles desde cualquier lugar elevado.

Edimburgo es una ciudad acogedora que me hizo sentir en casa en menos de una semana, y de la que nunca podré regresar por completo, para que algún día, dentro de muchos años, cualquier alma me escriba una placa en algún banco postrado frente a Walter Scott o en Calton Hill.


Edimburgo, 29 de marzo de 2011.

martes, 31 de mayo de 2011

El caballero de la triste figura

Llueve. He salido y sigue lloviendo. Aún no ha anochecido por completo y las farolas aún no lucen, por lo que la luz que alumbra la calle es escasa. La tenebrosidad que prevé a la llegada de electricidad. La oscuridad, allí donde algunos se sienten más a gusto en su irrefrenable soledad. La ciudad se mantiene en un silencio que nadie se atreve a romper, incluso se escucha el avión que despega y se eleva al cielo desde el cercano aeropuerto. Ni siquiera se oye el tráfico.

Nada más asomar mi cuerpo por la puerta me he cruzado a la única persona en un rato que llevo caminando. Una mujer, solitaria, que caminaba despacio, cuyas pisadas sobre los charcos se seguían escuchando hasta que dobló la primera esquina. El asfalto tiene el color gris brillante de cuando está mojado y la poca luz que existe se refleja en el lago que dejo a la derecha mientras camino. Me acuerdo del lago de los cisnes –siempre que paso por allí-, porque cuando era pequeño una pareja de cisnes vivían allí, uno negro y uno blanco. Me encantaban. Ya no están.

Tengo la extraña sensación de no poder parar de andar y mis pasos parecen sucederse por sí solos. Camina por delante de mí una figura, a la que tan sólo puedo ver la espalda. Me acabo de dar cuenta que, inconscientemente, camino siguiéndola desde hace un rato. Se cruzó delante de mí cuando retomé el paso después de ver un avión que se elevaba en el cielo húmedo. Su figura me intrigó. Se paró al final del callejón, me miró sus ojos, que yo intuía en la lejanía, y volvió a andar. Viste un chaquetón negro hasta las rodillas y desde lejos me pareció que llevaba una bufanda clara que le tapaba el cuello. Desde que me he dado cuenta de que le ando siguiendo tengo un poco más de frío.

Parece que sigue una ruta aleatoria, como si caminase sin rumbo. Creo que sabe que yo camino detrás de él, porque la calle está desierta, llueve y los charcos hacen sonar sus pasos, e imagino que también los míos. Vuelve a despegar un avión. Cuando dejo de mirarlo he perdido de vista al caballero de la triste figura. Al girar en la última esquina, no le veo, sigue lloviendo, y ahora que lo pienso, no sé por qué te estoy aburriendo con estas historias.

sábado, 7 de mayo de 2011

Leían

Leían.

Vislumbré un chico y una chica desde la ventana del autobús. Se abrazaban, se desabrazaban, se besaban, se desbesaban, Compartían el momento parcos y tímidos, igual que se rozaban sus manos. Pero me llamó la atención algo: leían.

Leían, sí, juntos, a veces uno en el hueco del hombro del otro, a veces separados. Leían desconsoladamente, tanto que por el rostro les resbalaban las palabras. Cada cierto tiempo uno de los dos miraba al otro y secaba las sílabas que se precipitaban por su cara o que se habían quedado en sus ojos formando vocablos de cristal ininteligibles.

Leían constantemente, gemidoramente… como si acaso fuese la última lectura que hacer juntos y tuviesen miedo de cerrar el libro, apagar la luz, y salir caminando cada uno en una dirección.

Leían como si la noche fuese a devorarlos al término de la página, en el último punto final. Cuando todo se vuelve más oscuro y el amo y señor de la noche es nuevamente el miedo.

Leían y me pareció que no querían mirarse el uno al otro en tales circunstancias, por eso se escondían y pensaban en silencio en el final de aquella historia. Como si aquel acto de leer fuese algo íntimo y estrictamente introspectivo, incluso para ellos.

Leían…

Nota: Puede cambiar el verbo leer por cualquier otro y comprobar el resultado del juego.

miércoles, 6 de abril de 2011

Inverness

Dos hermanos caminan juntos cuando se está dejando caer la noche. Se hablan en contadas ocasiones, con frases cortas, pero se siente fluir entre ellos buena energía. Pronto entrarán en algún pub. Poco más se puede hacer en una ciudad en la que en pleno invierno llega a anochecer antes de las tres.

Inverness es una ciudad que linda directamente con el fin del mundo. Existe en ella un río, que la atraviesa, y a sus dos orillas se levantan catedrales, viviendas y un pequeño castillo. Los días en los que el cielo está gris y llueve, el agua parece transportar plata.

Inverness

La primera vez que visitaron la ciudad fue en una excursión desde la capital. José Luis, el hermano pequeño, ganó un concurso nacional de Ford, cuyo premio consistía en un viaje para dos personas a Edimburgo. El viaje incluía una excursión a las Highlands. No dudó un instante, se llevó a su hermano mayor.

Nunca habían volado antes. Salieron desde Méjico y el avión les dio miedo. Aquella fue la primera vez que salieron juntos del país.

Pero esto fue en 2011. Ahora los dos superan la treintena y llevan tres años instalados aquí en el norte. El hermano mayor consiguió una beca de trabajo por cuatro años y José Luis se lanzó a la aventura de acompañarle y arreglárselas en la ciudad que tanto les había gustado aquella primera vez.

Inverness es fría, húmeda y, por momentos, gris, pero sus gentes son las más cálidas. Desde que se instalaron aquí, todos los años regresan a Méjico al menos dos veces. Pero el año que viene la beca de trabajo concluye y tendrán que decidir si volver, para felicidad de su familia aún en Méjico, o quedarse para siempre en Inverness.

Edimburgo. 26 de marzo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Saber perder

Una ventana. Desde un apartamento alto se puede ver una plaza en la que un padre y un niño juegan a la pelota. El uno la lanza y el otro la devuelve de una patada. Así, inagotables, llevan ya un rato. La pelotita viene y va, como la fortuna –dicen-, a lo largo de la plaza, mientras los viandantes, ajenos al juego, caminan al lado.

Conforme pasan los minutos, el chaval patea la pelota con más fuerza, incluso a veces coge algo de carrerilla para efectuar su golpeo. Pero en una de esas, la bola se eleva, como si cobrase una especie de corta vida y de repente volase unos segundos, y se cuela encima de un tejadillo de unos tres metros. Los dos, padre e hijo, dan un pequeño grito, y enseguida el niño empieza a ver cómo puede subir a rescatar su balón.

Voltea todo el perímetro de la caseta, que es la salida de un garaje construido debajo de la plaza, por si la bola hubiese caído por el otro lado. Cuando regresa al punto de inicio, levanta la vista, para calibrar la altura y los posibles puntos de escalada, bajo la atenta mirada del padre, a un par de metros. Difícil. Sin mucha fe, da otra vuelta a la caseta, aún más despacio, para fijarse en posibles detalles en los que no haya reparado y que pudieran darle la oportunidad de trepar.

Cuando ve que es imposible, mira a su padre, como si le preguntase. El hombre se acerca y mide sus posibilidades, o al menos engaña al niño haciéndole creer que lo hace, y le dice algo al niño, que encoge los hombros. Los dos se dan la mano tras una última inspección, pero la pelota roja sigue ahí arriba, justo en el centro del tejado. El padre le dice algo al pequeño y los dos comienzan a caminar en la otra dirección. El chico se gira, sin soltar la mano, para intentar ver la pelotita ahí arriba, pero ya se ha resignado.

Acaba de aprender que a veces le tocará perder en la vida. En ocasiones se nos cuelan balones en lugares a los que jamás llegaremos a rescatarlos. Pero no pasa nada. Puede que con el tiempo, una ráfaga de viento nos los devuelva al suelo alguna vez. Y si no ocurre así, hay que asumir que no siempre se gana. Pura vida, sin más.

martes, 25 de enero de 2011

Estilográfica

Siempre había una estilográfica pegada a la mampara del escaparate de esa tienda. No sabía nada de ella, salvo que era de color azul, con algunas zonas negras y que el imperdible del tapón era, a su vez, una pluma. No estaba en una librería, ni en una tienda de productos especialmente destinados a escribir. Era un comercio de antigüedades y pequeños objetos para regalar que estaba cerca del trabajo de su padre.

Desde que tenía unos diez años, cuando ni siquiera le había entrado ni un ápice de inspiración, pasaba por delante de ella cuando se acercaba a la frutería de su padre, pero desde que escribía le llamaba poderosamente la atención aquel objeto. Algún día sería suya, pero no sabía exactamente cuando, ni qué tendría que ocurrir para ello.

Siempre había estado allí aquel árbol, pegado al portal de su casa. No sabía nada de él, salvo que era alto, como unos cinco pisos, y que quedaba a la altura de la ventana de su cuarto. Era un pino. No estaba en un bosque, ni siquiera en un parque. Se erigía desde el suelo, con una asombrosa verticalidad y, a pesar de que lo había visto desde que tenía uso de razón, parecía joven y fuerte.

Aquella mañana cuando salió de casa para ir a la frutería el árbol estaba talado. El ayuntamiento había decidido que molestaba y no era útil. Por el justo espacio en el que se levantaba, majestuoso, tenía que ir una canalización. Le dio tanta pena ver aquel viejo árbol en el suelo que apresuró el paso y comenzó a recorrer su camino rápidamente. Corrió todo lo que pudo, pero cuando llegó al escaparate, la estilográfica ya no estaba allí.

jueves, 6 de enero de 2011

La duodécima noche

Me asomo a la ventana, es tarde. La vista es siempre la misma, aunque por temporadas el attrezzo va rotando: luces de navidad en el árbol, lluvia brillante sobre la acera, el humo que desprende el calor sobre el asfalto en verano, hojas caídas… En la mayoría de hogares las luces ya están apagadas. Tan sólo quedan encendidas unas pocas habitaciones, no más de cinco, y la mía, en toda la manzana. Hoy es la Noche de Reyes.

La aguja de las horas ya sobrepasó la medianoche hace rato. Por un momento creo dormirme encima del teclado. La imagen se me nubla pero en seguida vuelvo a incorporarme, con la extraña sensación de haberme adormecido unas milésimas de segundo. No sé cómo me he levantado de la silla, he dejado atrás la mesilla con el ordenador, que sigue abierto, y me he dirigido al pasillo de la casa.

Hay luz en el salón. Antes de acostarme me decían siempre que tenía que dormirme pronto, si no los Reyes pasarían de largo al llegar a mi casa. Empiezo a comprobar si he preparado todo para que cuando lleguen se encuentren como en su casa de Oriente. He dejado mis zapatillas, bien limpias, al lado de la mesa del salón. Por supuesto, he preparado tres pequeñas copas y he colocado junto a ellas unos licores, por si quieren detenerse un rato a descansar y comer unos bombones o mantecados navideños.

Antes de venir a dormir, también dejé unos barreños en la terraza, repletos de agua. No sé cómo lo harán, pero creo que también hacen entrar a los camellos, para no dejarlos en la calle con este frío. Los camellos no me gustan, aunque mis padres me dicen que los deje entrar, que no van a hacer nada, asique yo hago caso. Al fin y al cabo se lo merecen, toda una noche trabajando para recorrer el mundo tiene que cansar. Mi madre siempre dice que luego descansan durante todo el año. ¡Es increíble, como pueden estar aquí hoy por la noche si esta mañana los vi en la tele y estaban en un desierto! Por eso son magos… Claro.

Espero que les gusten los pasteles y las botellas que les he dejado. Papá dijo que eran anís y bailes, o algo así. Por si acaso también les dejamos agua y algo que no tuviese alcohol. Él dijo que era por si tenían que conducir, aunque no lo entendí muy bien. Tengo frío en los pies. Con las prisas por beber agua he salido descalzo y el suelo del pasillo está muy fresco.

Hay luz en el salón. Miro en la habitación de mis padres, para avisarles, pero están durmiendo. Los bultos se notan sobre el colchón. Tienen que tener mucho frío también porque están tapados hasta la cabeza. No se les ve nada. Pero entonces… si ellos están durmiendo como todas las noches… ¿quién está en el salón? ¡Son ellos, está claro! ¡Algo se ha movido a través del cristal de la puerta! Jo, qué pena que el cristal tenga esos cuadritos que no dejan ver bien al otro lado… ¡Pero tienen que ser ellos! ¡Estoy seguro! Si papá y mamá duermen tienen que ser ellos… ¿¡Qué hago!? ¡Quiero verlos! Pero… si me descubren mirándoles a lo mejor se cabrean y no vuelven más. Me acercaré un poco más por si escuchase algo. Parece que susurran muy bajito. A lo mejor no quieren que mis padres los escuchen para no asustarles.

Mis padres siempre me han dicho que si veía o escuchaba algo esta noche no me acercase al salón, aunque viese una luz encendida y ellos estuviesen durmiendo. Los tres Reyes son buenos, no van a robar nada, ni a hacer nada malo en casa. Y los camellos son unos animales muy dóciles que se quedan obedientes al lado de sus barreños de agua, descansando del viaje. Aun así no hay que interrumpirles. Pero… ¡es que están tan cerca…! ¿Y si no les han gustado los polvorones y las bebidas y quieren otra cosa pero no la cogen porque no tienen mucho tiempo de quedarse? Pero no puedo desobedecer. Si voy y no vuelven nunca más, mis padres sabrán que es por mi culpa y se enfadarán conmigo.

Volveré a la habitación e intentaré dormirme muy rápido para que la mañana llegue antes y pueda despertar a mis padres y contarles que los he visto en el salón. Van a alucinar cuando se lo diga. Jo, ¡ni se lo van a creer! Tengo mucha suerte… he visto la luz en mi salón mientras me dejaban regalos y ellos no lo saben. ¡Se lo diré en la carta del año que viene!

¡No! Mi hermano pequeño se ha despertado y ha empezado a llorar. Ahora alguien saldrá a cogerle… ¡Tengo que volver corriendo o si no me verán en el pasillo! Oigo que en el salón se ha abierto un poco la puerta justo cuando yo he cerrado la de mi cuarto y me he tapado hasta la cabeza, como mis padres. A lo mejor los Reyes se han dado cuenta de que lloraba y van a calmarle, pero si pasan aquí tengo que estar dormido o cerrar los ojos con fuerza para que lo parezca por lo menos.

Parece que veo raro. Como si los ojos se me hubiesen llenado de humo o niebla. Como si se me empañasen o algo. La luz que entra por la ventana está borrosa. Tengo sueño. Parece que se me cierran los ojos, pero en seguida se me vuelven a abrir de golpe.

Despierto. Ya es de día. Es la mañana de Reyes. Mi hermano sale de la habitación con la marca de las sábanas en la cara. Ya es casi más alto que yo. Se burla: “A ver si renuevas el pijama que es pequeñísimo. Parece que esta noche ha encogido y todo, macho…”. Mis padres saludan desde la habitación, sin salir de la cama aún. Miro mis piernas. Este pantalón me queda más corto que ayer... y las mangas tampoco me cubren la totalidad de los brazos. Espero que los Reyes me hayan regalado uno nuevo.