lunes, 17 de octubre de 2011

Cristales rotos

Lo imperfecto de la perfección es su más que probable inexistencia. No podemos aspirar a tenerlo todo. Es la ley. Las personas estamos hechas de imperfecciones. Maquinaria puramente imperfecta fabricada en serie. Los detalles que tiñen de color esa imperfección haciéndola visible a nuestros ojos son tan nimios que, a veces, llegan gracias al entorno, el contexto que complementa a la persona o el grado de alcohol en sangre del que escucha una conversación. 

A su vez lo bello de la imperfección es que es subjetiva. Lo que a uno le puede parecer altamente imperfecto, otro puede encontrarlo cabalmente compatible, e incluso atrayente, con las ideas que obedecen a su personalidad. Es lo que muchos llaman química. Elementos que se asocian, se atraen o se rechazan dentro de un compuesto. Acción, reacción, final, elementos disociados… 

La culpa de la imperfección reside en las expectativas. Siempre. Cada vez que empezamos a conocer a alguien establecemos una falsa idea de lo que es. En realidad creamos una especie de proyección de lo que nos gustaría que fuese. En esa configuración depositamos todo aquello que nos ha herido en vidas pasadas y nos auto convencemos de que la persona que acabamos de conocer nunca sería capaz de hacer algo semejante. Son esas imágenes las que nos hacen poetizar a alguien y protegerlo en un pedestal acristalado hasta que cualquier noche algo desbarata nuestro pensamiento o, al menos, parte de él. Algunos dicen que en ese momento, justo cuando encuentras eso que no te imaginabas en la persona en cuestión, suena una especie de multitud de cristales que se rompen. Es lo que muchos llaman la noche de los cristales rotos. Muchas jornadas históricas terribles han empezado con este fenómeno en una sola persona. 

Nada se crea ni se destruye, por otra parte. Puede sonar a tópico, pero todo se transforma. Nada de lo que podamos ver lo hemos inventado nosotros: todo estaba ahí mucho antes de que llegásemos. Y por supuesto que seguirá cuando llegue el día en que nos vayamos, sea más tarde o más temprano. Las vidas de las que, en ocasiones, nos creemos patronos, las de nuestra gente más cercana, queridos y allegados, ya estaban ahí mucho antes de que se cruzasen con la nuestra. No somos nadie para intentar controlarlas. Ni siquiera somos nadie para creer conocerlas en toda su complejidad. Las personas esconden sus secretos más preciados en lo más íntimo de su personalidad. Es por eso por lo que un día despiertan comportamientos que nunca sospechamos y todo nuestro imaginario sobre esa persona se derrumba con las acciones que conllevan. 

Todo se transforma, sí, menos las personas. Como maquinaria imperfecta que hemos sido constituidos, nuestros errores tienden a repetirse en la mayoría de ejemplares diseñados. Sin posibilidad de subsanar el fallo, por mucho que alguien diga no lo volveré a hacer más. Tan solo es cuestión de mirar a cualquiera para saber que eso es mentira o una verdad a medias. Todos están cortados por el mismo patrón, por tanto sufren los mismos errores irreversibles. Ninguno es distinto al otro. Y ninguno tiene la destreza de mudar sus patrones de conducta o su piel. Es nuestra esencia: somos lo que somos desde que nacemos hasta que expiramos. 

Todo tiene un punto de origen para nosotros: unas palabras o un gesto de un camarero por el cual empiezas a entablar cierta relación después de muchas noches de cruzaros diez veces sin palabras, un encuentro casual en la madrugada con alguien que un día compartía estas palabras contigo y ahora sólo es un extraño más, la persona a la que le confiaste todos tus miedos y te mintió, haciéndote desconfiar del resto de personas para siempre, esa a la que ahora ves por la ventana con mezcla de odio, temor y pena… Un origen para todo. 

Ese principio poco a poco va llevándonos hasta la noche de cristales rotos, hasta un error que torna todo irrevocable. Errores que un día creímos que no se producirían. Mentiras que alguien nos hizo creer y nos hicieron caer sin remisión en la tentación de la trampa. Pura prestidigitación. En cierto modo, también hemos sido diseñados para caer en la trampa y confiar en lo que no debemos alguna vez. 

Nada es real ni ficticio. No existe la verdad como tal, sólo es una obsesión que el ser humano intenta desmontar a cada minuto, con alto porcentaje de éxito. Todo tiene una parte de cierto y de falso, de ilusión y de realidad, de gratificación personal y de daño ajeno; incluso la llamada que ahora mismo parpadea en tu teléfono móvil, a las tres y media de la madrugada, con la que tantas veces fantaseaste y ahora dudas si deberías o no coger. Lo importante es saber delimitar qué prefieres dañar y qué conservar intacto. O tú o alguna de las máquinas de tu cadena de fabricación.

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