martes, 31 de marzo de 2009

Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías; o sobre la muerte y sus infidelidades

"Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda".



Terrible y magnífica a su vez la primera frase de esta sublime novela de Marías. Mucho deja entrever en estas palabras de lo que será la obra. Hasta ahora la primera que leo, puerta de muchas otras seguro. Javier Marías consigue atraparte entre sus páginas con una escritura espectacular -que a veces se torna laberíntica y pasmosa- y una estructura del relato perfecta. Mañana en la batalla piensa en mí cuenta la historia de Víctor Francés, un guionista y escritor de discursos para famosos, que una noche se ve involucrado en el incidente más difícil de su vida, la muerte de Marta Téllez, con la que cenaba en casa de ésta, mientras su marido hacía un viaje de negocios a Londres.
Tras el incidente se verá inmerso en un juego inesperado, en el que tomarán partido varias piezas, desde el padre de Marta, Juan Téllez, pasando por su marido, Deán, de infinita compresión, y que le proporciona a la novela un final increíble; Luisa, la hermana pequeña de Marta, "que ahora llegará a ser mayor que ella", a la que persigue por Madrid, e incluso, Victoria, una prostituta que recuerda de una noche anterior, en la que la confundió con otra persona muy conocida para él.
Ambientada en un Madrid tormentoso y oscuro, la novela del magnífico escritor de Corazón tan blanco o Tu rostro mañana, entre tantas otras novelas; y de la sección La zona fantasma, de cada domingo en El País Semanal; es altamente recomendable, y no dejará a nadie indiferente. Javier Marías es un gran narrador, posiblemente uno de los mejores de nuestra literatura.

domingo, 29 de marzo de 2009

Escenas burtonianas

Ayer estuve en Mejorada del Campo, con mis amigos. Estando tan cerca, a unos veinte minutos máximo, no había ido más que un par de veces en la vida. Mejorada es como si, de improviso, en medio de la red de carreteras y de ciudades moderadamente grandes -Coslada, San Fernando-, te encontrarás en un pequeño paraje rural, rústico y reposado, como los de antaño. Un pueblo, con toda su esencia.
Tras entrar conduciendo mi coche, y zafarme del laberinto perpetuo de calles prohibidas a la izquierda -y a veces también de frente-, buscando la sede de la Policía Local, donde había quedado con un amigo mejoreño, para que nos guiase a nuestro verdadero destino. Glorietas por aquí, cruces por allá, acabé por salir de frente a una especie de colina. Cipreses, clara contraseña de una única posibilidad, un camposanto. En este caso no. Un edificio tétrico y un tanto macabro, se afanaba a la escasa cima de la colina; rojizo y rodeado de éstos árboles. Digno de un guión del extravagante Tim Burton, parecía como si en la zona del sencillo rosetón, fuese a personificarse Eduardo Manostijeras, o el barbero diabólico Sweeney. Hasta el cielo acompañaba la escena, grisáceo y lluvioso. Amenazaba con descargar toda su rabia contra la catedral, obra de la fe y las manos de un hombre.
Justo Gallego, allí estaba, cuando salíamos de ver el edificio por dentro, de curiosa distribución, e increíble manufactura. Una cripta subterránea, claustro, un pequeño altar, torres redondas a medio terminar, varios pórticos, una cúpula de hierros azules -visible desde todos los lugares del municipio-, sin nada que la tapase, y cobijase los adentros del edificio, que parecía que iba a tomar vida en cualquier ráfaga de aire. Todos los elementos propios de una construcción cristiana.
Justo es el ejemplo de la superación y el afán de cumplir un sueño. Un buen día, tuvo la revelación de que tenía que construir una catedral; según dice él, para que quedase alzada en memoria de Dios y de su Madre. Así que, tras leer varios libros de arquitectura, puso la primera piedra, hace hoy más de cuarenta años; y, a día de hoy, continúa su edificación, alentado por los viajeros que pasan a darle su ánimo -y sus donativos, que algunos viejos del lugar intentan quedarse, robándole la idéntidad- y por sus profundas creencias religiosas.
Se habla de que el Ayuntamiento de Mejorada sólo espera la muerte de este señor para demoler la basílica, pese a estar levantándola éste, en terrenos de su propiedad en ese lugar. Pienso que sería una pena que llegase a ocurrir, dentro se respira un ambiente profundamente místico, la luz se filtra por las aberturas, e inspira a fotógrafos, artistas y escritores. Sería el mejor homenaje a su memoria, la memoria de alguien que puso el nombre de Mejorada del Campo en el mapa de muchas personas -gracias a un famoso anuncio del que fue protagonista-; sería el mejor homenaje, decía, dejar levantado el templo, tal como quede cuando ascienda a sus cielos. In memoriam, la suya y la de su Madre, como él dice. En lo de Dios yo no entro, queda en la mente de cada uno.
Además, quién sabe si dentro de estas ruinas, de trazo temporal inverso, no reside –como así parece- el próximo personaje del director de Hollywood, o alguno de los antiguos, ya retirado.


Catedral de Justo Gallego, en Mejorada del Campo.
Autor: Yo (Flickr)

miércoles, 25 de marzo de 2009

Habanera

Desde hace años ya no vive donde quisiera morir. Un nuevo régimen la obligó a huir del país que le vio nacer. Los sistemas que son absurdos tienden a esta práctica. Así, después de transcurrido un tiempo, ya sabe, de sobra, que su última voluntad no va a ser llevada a cabo. Morirá en España, ese país que nunca ha considerado como el suyo –aunque parte de su descendencia es de aquí-, mientras que las calles lóbregas de La Habana aguardan para recoger su último aliento.
“Hoy miro a través de ti,
las calles de mi Habana”.

¡Qué triste destino! Sólo tener un único deseo que cumplir, antes de irte, y no poder verlo consumado. Tan sólo anhelar sucumbir en tu país, rodeado de los tuyos, y que se haya tornado imposible, por haber salido de allí tiempo atrás, quién sabe con qué propósito.
Elizabeth, su nieta, es mulata –lo que se dice el mejor legado español en la isla-, muy guapa; y sufre en silencio por su abuela. Llegó muy pequeña aquí, desde Miami. Ya ni siquiera recuerda el Malecón, ni la plaza de la Revolución, ni las angostas arterias deslucidas de su ciudad; sólo la casa de su abuela, cerca del mar, y destellos de un éxodo en una pequeña lancha, hasta Miami, su nueva tierra prometida.
Una noche, ya en Madrid, mientras todos se divertían en una fiesta, en el apartamento de su abuela, en el extrarradio de Madrid; ésta le dijo: “Llévame a casa, mija, llévame a mi casa”. En aquel instante pensó que había llegado la hora en que su abuela había perdido la lucidez. Más tarde –no mucho más- cayó en la cuenta de que no era así, y calló, dejando escapar, incluso, alguna lágrima amarga, nostálgica de una tierra que casi no pudo saborear.

“Tu tristeza y tu dolor,
reflejan sus fachadas”.

Al día siguiente, para que no se le olvidase –aunque sabía que eso iba a ser plenamente imposible-, madrugó y salió rauda a la calle. Corrió al centro, y se grabó, en su piel coloreada con grano de café puro, a la altura del abdomen, en el lado derecho de su ombligo, y en letra pequeña pero visible: “Yo soy habanera”. Y decidió que, fuese como fuere, moriría en Cuba.

“es tu alma y soledad la voz,
la voz de esta nación cansada”.

* Frases de la canción extraídas de la canción Solos tú y yo, banda sonora de la película Habana Blues.

domingo, 22 de marzo de 2009

La escala

Suena una melodía de guitarra a lo lejos, aunque a la vez suena próxima. Me encuentro en un horizonte verdoso, dentro de un paraje urbano. Es un parque, resto de otra época, en la que los espacios abiertos dominaban sobre los grandes edificios. Después se establecería una guerra abierta entre ellos, que ganarían las hordas del ejército gris de las urbes. Mis manos se mueven. Soy yo el que está tocando la guitarra.
Uno de los mejores legados que dejará nuestro país en la historia universal. Siete acordes mayores, que pueden simbolizar los siete pecados capitales, o los siete días de una semana. Do. La canción sigue sonando, segundos antes en mi mente, después en mis manos, para finalmente roncar en la caja de resonancia de madera parda. Re. Mi amigo -aunque sólo le falta la consanguinidad para ser hermano- dice que los acordes menores son más tristes que los mayores; que suenan a nostalgia pura. No le falta razón.
Yo, en contraste, suelo pensar que este instrumento adopta actitudes humanas en algunas ocasiones. Por ejemplo, el Fa Mayor se arranca colocando tres dedos: corazón, anular y meñique, muy juntos, pulsando algunas cuerdas, mientras que el dedo índice se coloca oprimiendo todas las cuerdas -en cejilla- en el traste de la izquierda, como si protegiese al resto, en actitud familiar, de cualquier inclemencia proveniente de Poniente o de la irradiación del astro Sol.
La armonía surge de una idea. No obstante, hay algunas obras que hacen fluir las ideas. Canciones como Entre dos aguas, hacen que el interruptor que activa mi imaginación se accione. Supongo que será por la relajación mental que me produce escucharla.
. Lo reconozco, paso las horas muertas abrazando la guitarra. Se llama Rocío, o eso pone en su ombligo, como tatuado, en su caja de resonancia. Me entusiasma sentarme en el césped húmedo, rodeado de mis amigos músicos, y de los no músicos, aunque artistas también, y acariciar las cuerdas, sin más. Y cantar al compás de la guitarra. Aunque los acordes menores siempre suenan más tristes.
Ahora sólo queda decirte que puedes venir cuando quieras, porque, como siempre dirá Pepe Rubianes, están todos, sólo faltas tú. Lo siento, tengo que marcharme: hoy es el cumpleaños de mi madre, y este año está más radiante que nunca.
Do...

lunes, 16 de marzo de 2009

Sobre patrias que olvidan y nostalgia

Esta mañana me escapé un rato del trabajo, en el quiosco, para ir a la biblioteca a sacar un libro. Mi intención era hacerme con una antología poética, pero en vista del poco interés que suscita la poesía en nuestra sociedad, me fue imposible encontrarlo. Sólo se podía encontrar en una biblioteca de Madrid. En vista del éxito, me dirigí hacia la estantería de la letra M, en la sección de Narrativa. Acabé por llevarme la novela de Javier Marías que ahora leo.
En realidad no era esto lo que iba a contarte, supongo que a nadie le importan en exceso mis excursiones bibliotecarias, y tú no serás menos. Me crucé en la puerta, antes de subir -y a esto es a lo que iba-, a una chica con vestido tradicional de otro país, tal vez la India o Túnez. En la sala de actos del centro cultural había una demostración de bailes tradicionales, en la que ella participaba, al parecer.
Se la notaba feliz, y yo, al verla, pensé en como actúa la nostalgia, en como una persona se aferra, cuando están lejos, a aquello que siente como sus raíces. La chica de esta mañana, a lo mejor, mientras vivía allí, no bailó, ni siquiera se interesó por esa danza; pero al sentir su patria lejana, empezó a hacerlo. O el bonaerense, que cuando está lejos de su país añora sus costumbres y baila tango siempre que se le presenta la oportunidad. Sólo por sentirse un poco más cerca. La patria es un invento -no seré yo quien le quite la razón a Luppi-, pero sí es cierto que, ya no el mísero trozo de tierra, sino lo que en ella se deja: la familia, los amigos... sí se echan de menos. En cuanto sabes que están lejos.
Así, con mi pensamiento bajo el brazo, y con la novela, recién cogida, rondando por mi cabeza -o quizás era al revés-, salí del centro. Miré la tapa del libro, y se me ocurrió que tenía que ver con todo lo que había cavilado. Como si el título de la novela lo estuviesen escribiendo continuamente manos anónimas, escribientes inusuales, desde recónditos lugares, patrias olvidadas, que reniegan a veces, incluso, de sus fugitivos. Mañana en la batalla piensa en mí. Porque cada jornada en la vida es como una batalla; y ella, todos ellos, la estaban librando en terreno enemigo, e incluso hostil. Pero se agarran, dejándose las uñas, a lo poco que consideran como suyo, y que, a cada instante, pide que lo recuerden, y eso les sirve para continuar su lucha.

domingo, 15 de marzo de 2009

El guitarrista, de Luis Landero; o sobre la vida bohemia del artista

"El amor y el arte son incompatibles". Seguramente sea la frase que más se repite en esta novela que, precisamente, versa sobre estos dos temas: arte y amor, amor y arte. ¿De verdad son tan incompatibles entre si? El guitarrista narra la historia de Emilio, un jóven aprendiz de mecánico que estudia por las tardes el bachillerato, y que, además, pasa el tiempo libre aprendiendo a tocar la guitarra de forma autodidacta.
Un día aparece en su vida su primo Raimundo, recién llegado de París, donde dice haber triunfado como guitarrista en un restaurante español: el Barcelona. Este le arrastra a aprender a tocar la guitarra definitivamente para enrolarse junto a él en la vida bohemia de artista.
El guitarrista es una novela con un fuerte poso autobiográfico y que, desde mi punto de vista, puede llegar a considerarse una especie de ensayo sobre la inocencia de las personas y el grado que ésta alcanza. Pero sobre todo, es una historia de amor en el trasfondo, un juego lleno de trampas -de hormiga león, como dice el personaje- que acabará con un golpe maestro del autor.
La inclusión de escasos personajes en el dialogo -alrededor de cinco en toda la novela, de los que destaca el señor Rodo, escritor que vive en la pensión que regenta la madre de Emilio- hacen que la lectura sea mucho más fluida. Y teniendo en cuenta, por supuesto, la muy buena escritura de Landero, el resultado es una maravillosa obra narrativa, sin un argumento excesivamente potente. Mérito total de un escritor, que da una lección de narración en alrededor de trescientas páginas.


lunes, 9 de marzo de 2009

De la inspiración y las musas

Es asombroso como las situaciones de la vida pueden llegar a inspirar historias o personajes del juego de la fábula, con escasas y delimitadas pautas. He gozado la oportunidad de advertir esto varias veces. Para escribir hay que observar alrededor. Eso es algo hondamente innegable e imprescindible, puesto que en cualquiera de las realidades que presenciemos, puede encubrirse una futura nueva historia.
Todo narrador cuenta algo que, si bien no ha presenciado de primera mano, ha manipulado a raíz de alguna vivencia, directa o transmitida. En el día a día reside cualquier manifestación artística o expresiva. Y en cualquier revelación artística reside, a su vez, el día a día, tanto del autor como del receptor.
Conozco la historia de un escritor que se encontraba inmerso en la escritura de un nuevo cuento. Una tarde, un amigo le llamó para invitarle a una cena, informal. Aceptó y tras un rato en la casa, llegaron más invitados. Tras el tiempo propiamente destinado a presentaciones y todo ese tipo de cosas, se dio cuenta de que algo había cambiado en su relato. Se quedó cohibido. Allí estaba, en una silla, liando un cigarrillo de tabaco, el personaje que estaba borroneando en su narración. Como si por algún ideal de magnificencia, hubiese zanjado que quería formar parte de su historia. Como si hubiese resuelto que su rasgo más característico quedase impregnado en la representación del personaje de aquel prosista.
Constantemente he considerado que las musas transitan a nuestro lado -incluso a veces nos sonríen y persiguen hablarnos-, y que tan sólo las descubrimos cuando ellas lo consienten. La inspiración habita detrás de cada puerta, observando los cauces de la realidad más ínfima e insospechada, esperando a dar la señal que active en nuestras mentes una nueva quimera que contar.

sábado, 7 de marzo de 2009

Para Elisa

Os dejo el inicio de un relato que escribí durante estas navidades, y un enlace con el texto completo. El cuento se llama Para Elisa, espero que os guste.


"Tras un intenso día invernal, se dirigía a casa. Por el camino venía pensando en lo que le había traído de nuevo este último año, como haciendo repaso, pues quedaba menos de una semana para que 2008 terminase. La verdad era que su vida seguía siendo calcada a la que tenía el 24 de diciembre del año anterior. Era el mismo estudiante que entonces, y tenía la misma sensación de no haber aprendido nada y de estar desperdiciando su tiempo día tras día. Otro año más, y ya iban veinte. Tan sólo encontraba refugio en las letras, cuando llegaba a casa pasaba gran cantidad de tiempo libre leyendo, pues sólo salía con los amigos los fines de semana, porque todos vivían lejos de su barrio..."

miércoles, 4 de marzo de 2009

No mires debajo de la cama, de Juan José Millás; o cuándo los monstruos salen de su guarida

¿Quién no ha tenido miedo alguna vez de mirar debajo de su cama? ¿Acaso no habéis tenido monstruos en el armario o debajo del colchón? Sobre esto versa la novela No mires debajo de la cama de Juan José Millás. Como dice en la contraportada, una simple coincidencia con una persona al azar, por ejemplo, en el metro, puede desencadenar en una obsesión importante.
Elena Rincón, juez de profesión, viaja como todas las mañanas en el metro cuando se cruza en su camino con una mujer que le parece sumamente atractiva. Decide averiguar algo más sobre ella, y se ve inmersa en una novela sumamente extraña y complicada. Es como si dentro de la novela, hubiese otra. Algo así como una intranovela.
La historia que cuenta en mitad de la novela mediante zapatos es una gozada. A menudo pensaba cómo era posible que hubiese sido capaz de dotar de sentimiento a unos objetos tan nimios como esos. Que se odiasen, se pisoteasen, discutiesen, se independizasen, e incluso se echasen de menos unos a otros. Verdaderamente maravilloso.
Si tuviese que calificar a Millás con un calificativo, le nombraría el "genio de las ocurrencias". A pesar de que como novelista pueda ser criticado, o pueda tener bajones, Millás tiene la genialidad de contar una historia a partir de la absoluta nada. En esta novela, también tiene pequeños altibajos, pero los solventa siempre con algún fogonazo de gran categoría literaria.
Es la primera novela del autor que cae a mis manos, pero después de su lectura, ya estoy con ganas de ponerme a leer El orden alfabético, El mundo o su reciente obra de relatos: Los objetos nos llaman.

domingo, 1 de marzo de 2009

Llantos de sirena

Tengo un extraño secreto –que ahora dejará de serlo- desde hace unos años. Me siento atraído con bastante frecuencia por las imágenes de mujeres que lloran. Un extraño embrujo. Posiblemente, cuando leas esto, ya estés pensando que estoy loco. Te pido que no dejes de leer, yo creo que no lo estoy.
Iba de camino, esta madrugada, a trabajar en el humilde quiosco de prensa que regenta mi padre con destreza y perpetuo esfuerzo. Estaba sentado de acompañante, y al girar una esquina, hacia la calle Serrano, nos encontramos con dos parejas de novios. Una se besaba apasionadamente, después de una larga noche de fiesta.
La otra, en cambio, estaba distante. El chico, con las manos en los bolsillos, detrás de ella, que, mirando la carretera, tenía algunas lágrimas en los ojos. Su pintura, que había aguantado numantina durante toda la noche, se desdibujaba con insólita debilidad, alrededor de sus ojos. Su mirada se cruzó un instante con la mía, pero en cuestión de décimas de segundo, se esfumó, pues nuestro coche rodaba rápido para alguien que está quieto.
El cuadro era antitético, y yo –en mi mente de fotógrafo en ratos libres- pensé que era digno de la mejor instantánea de Robert Doisneau. Encima lloviznaba. Una mirada consta, siempre, de un instante mágico, aunque la gran mayoría de veces no se accione, o no sea percibido. Esta también la tenía. Llovía, nadie sabía hasta cuando. Nunca se sabe cuánto va a durar la lluvia cuando está empezando a dejarse caer. Plasmé la imagen, mentalmente, para poder escribirla ahora. Escribir una fotografía.
Entonces, reflexioné sobre lo que os señalaba antes. Me atraen las mujeres que lloran. No sé por qué, ni siquiera si es normal o sólo me ocurre a mí. En esta circunstancia, las mujeres me parecen dulcemente atractivas. Pensaba, mientras dejaba atrás el Paseo de la Castellana, rumbo al castizo barrio de Chamberí; especulaba, decía, con que tal vez, esa belleza súbita fuese una especie de mecanismo, ascua de nuestra etapa salvaje, que se activa para hacer rectificar al causante del llanto. Como un consejo a mar abierto. Una especie de faro en el acantilado lleno de accidentes corpóreos, en la noche de lluvia, que advierte a los marineros de que hay llantos. Llantos de sirena.