jueves, 20 de septiembre de 2012

Signos

El chico aparece con su amigo, gesticulando excesivamente cuando habla. Él se sienta en una de las mesas de la terraza; es una de las últimas tardes del verano. Su amigo entra un momento al bar y en seguida sale a colocarse a su lado. Él viste una camiseta roja, del Real Madrid, con el número 22 a la espalda. Acaba de comenzar el partido. 

Gesticula mucho, y me parece extraño, ya que está justo detrás de mi acompañante y sus brazos se cuelan en mi campo de visión constantemente. Me distrae, incluso me irrita por momentos, hasta que tras mirarle fijamente un par de segundos me doy cuenta de que ese aspaviento tan exagerado tiene un motivo: es sordomudo. Me doy cuenta en el instante en que su amigo entra en la conversación y susurra un tono excesivamente bajo, que probablemente sólo escuche él, que acompaña de una mímica similar a la del chico. Permanecen sentados, uno enfrente del otro, sin apartar la vista de su oyente apenas para seguir el partido. 

Me fascina su comunicación, mucho más real que cualquier otra. No hay interrupciones. La limitación del chico de la camiseta roja hace que los dos tengan que estar pendientes de lo que dice el otro sin apartar la vista ni un momento. Y cuando la apartan se llaman braceando cerca de la mirada del otro. Mantienen un diálogo fluido en el que se intercambian opiniones constantemente. Creo que nadie más los está mirando, sólo yo. No sé de qué hablan, aunque por algunos de los gestos que hacen, intuyo que es sobre alguna acción del partido. 

Sin embargo, por momentos parece no interesarles tanto el fútbol y se pierden en una conversación atropellada y larga por la cual dejan de mirar a la pantalla. Él tiene un zumo de piña en la mesa y no le quita ojo a la camarera. Supongo que su amigo tuvo que aprender un día su lenguaje, para poder comunicarse con él. Sospecho que, a pesar de la dificultad, la recompensa vale la pena. 

Cuando pedí la cuenta, ellos seguían allí sentados, entre su conversación y la pantalla verde en la que el Real Madrid estaba empatando a cero. Más tarde, cuando ya había llegado a casa, vi como el Madrid había ganado, tras remontar, en el último minuto, y me imaginé a aquellos dos amigos fundidos en un abrazo, tal vez el gesto más universal que existe.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Cartografía

Camina por la calle a esa hora en que Madrid sólo huele a alcohol y gasolina quemada. Madrid, ay Madrid, esos momentos en los que tengo ganas de olvidarte. Mira hacia arriba, a las cornisas, donde algunas luces ya están encendidas o no se han apagado aún. Otras vidas, todas distintas, ninguna que se asemeje a otra, pese a que todas sean similares en realidad. Poco cambia. 

Alza la vista e imagina esas vidas. Desde pequeño pensaba qué harían las personas dentro de las casas que observaba mientras sus padres caminaban por delante. Solía inmiscuirse a través de esas ventanas todo lo que podía con los ojos. Allí era más feliz. Ahora se acuerda de aquello con cierta nostalgia. Casi siente la vergüenza que le abochornaba cuando alguien se asomaba de repente y lo sorprendía mirando adentro. 

Ahora sigue con la pretensión de crear un mapa de cada vivienda, de cada familia, de cada vida que se esconde por detrás de esos cristales sucios. A veces incluso se dedica a elaborar breves textos en relación a lo que imagina. Una especie de cartografía del Madrid más íntimo, del que nadie se detiene a ver. La gran metrópolis, en la que cantautores fuman en pijama y empresarios de traje y corbata gritan alocados viendo el fútbol en la pantalla. O la de esa chica anónima que se apoya en la ventana un día de lluvia, como en la repetitiva y típica escena de ficción. El Madrid de los nothingmans; el de los cinco millones de cadáveres. La ciudad donde, al final del pasillo, dicen que gira el río. 

La tranquilidad de las calles vacías, su iPod y algunos discos de rock and roll, de ese rock and roll que él considera el de verdad, se han convertido en sus compañeros de viaje más fieles. Y el frío, el frío que le cala hasta la memoria, el frío que no consigue ahogar ni siquiera con varios cafés consecutivos. Presa del deseo ve a su amiga en la ventana. La ha visto tantas veces asomada cuando pasaba por esa calle angosta y abandonada que, aunque ahora esté tan lejos, en otra ciudad, sigue viéndola ahí cada vez que pasa. So long, hasta la vista, amiga. 

Podría coger el metro, pero le agobia tan sólo la posibilidad de estar ahí encerrado, entre tanto rostro desconocido, entre tanta cara de circunstancias. Camina, camina solo. Mejor que mal acompañado, piensa. Total, qué nos queda después del día, si no es el paseo y el recuerdo del fresco pegándote en la cara cuando entras en la ducha. 

Es tarde, aunque para algunos ya sea pronto y arranque un día nuevo sin novedades. Adelanta el paso con brío, pero en seguida se da cuenta de que no, esta vez nadie va por delante. Ni sus padres, ni ella, ni su amiga... Soliloquio. Algunos están lejos, otros cerca, todos luchando por encontrar su sitio, de una u otra manera. Al final, Madrid era más puta y mala de lo que nos enseñaron. Ni rastro de la poesía. Tal vez mañana. La esperanza es lo último que se pierde.

Cuando se acuesta, las calles siguen oliendo a alcohol pasado de hora, gasolina quemada y amor a contratiempo. En esa hora en la que leer a Bukowski tiene un sabor diferente, más auténtico. Pero esta noche ni siquiera él tiene sus besos de contrabando, los que apenas le cuesta conseguir. Hasta eso está empezando a perder.