sábado, 30 de julio de 2011

Aletear

Revoloteaban juntas dos mariposas cuando tuvo lugar la desgracia. Invariablemente el mismo barrio céntrico, la misma calle sucia, cerca del banco desde el que yo las veía. No eran dos ejemplares muy especiales, más bien lo contrario: parduscas, pequeñas y de vuelo rápido y ágil. Mariposas del montón, supuse.

Llevaba varios días mirándolas cada vez que salían al sol. Parecía que se compenetrasen con una especie de danza o juego de la siguiente manera: una revoloteaba en pequeños círculos de una baldosa a otra y después la otra imitaba el vuelo, posándose a milímetros, rozando casi a su compañera.

Solía mirarlas un rato cada día. Me atrapaba en su aleteo frágil y el vaivén de sus fugaces batidas. Siempre una alrededor de la otra. Me parecían como una pareja de enamorados que juegan, se enredan y desenredan para terminar en la misma baldosa sucia. Dos entre la multitud que flirtean y especulan sobre el finísimo telón de su corta vida.

Más se afianzo esta idea en mí cuando sucedió lo que les voy a contar. Como cualquier otro día volaban juntas hasta que una sombra amenazante se agigantó sobre ellas. De repente un pie que se acerca rápidamente, una de las dos que vuela rauda y escapa, y la otra que, en el último instante lo intenta, pero no consigue zambullirse.

Muerte… La superviviente se posa en una baldosa, para continuar el juego después del inoportuno susto, pero al notar que el cuerpo ya sin vida de la otra no la persigue como antes, se detiene unos segundos como para ver qué pasa, y lo intenta otra vez. Así unos cuantos ensayos más hasta que se detiene un instante junto al cadáver y parece comprender silenciosamente.

Me fijo en cómo, tras ese momento, empieza a revolotear de nuevo, pero no lo hace ya de baldosa en baldosa, sino que vuela a ras de suelo, describiendo círculos que rodean a su rendido compañero de vuelos, que yace en el mismo lugar del inoportuno accidente.

Danzaba ya sola, con menos brío que antes, incluso me pareció ver que su color se volvía aún más negro, como en una suerte de duelo al amante caído. Siguió un rato largo con su cortejo fúnebre; a veces rozaba el cuerpo yacente, como si aún albergase una sorda esperanza de que volviese a aletear con ella.

Después de ese día no volví a verla nunca más por allí. La muerte nos aborda en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, nunca sabemos por dónde viene, pero cuando se lo propone de verdad es infalible.

sábado, 16 de julio de 2011

Idaho

Lo sé, hace tiempo que no te escribo, pero no contestaste la última vez y pensé que te habrías largado.

Ya te imaginarás la razón de mi carta otra vez. Siempre lo hago en las mismas tesituras. Esta vez no es distinto. A veces pienso que cada uno se conoce mejor de lo que cree desde el mismo momento en que nace. Siempre pensé que concluiré mis días solo –no sé por qué, pero es así-, porque no estoy hecho para otra cosa. He compartido mi tiempo con varias personas, sí, pero no sé aún si esa vida está hecha para mí.

Seguramente yo no sea un buen compañero de viaje. Para qué engañarnos, soy difícil, gruñón, tozudo… un alma solitaria que se empeña en compartir con alguien –o cargarle a la espalda- la soledad que le atormenta.

No pretendo ganarme el amor ni el cariño de nadie, mucho menos exigirlo. Es absurdo cuando ni siquiera yo quisiera ser como soy a veces. Ay, cuántas personas distintas me gustaría haber sido… pero me ha tocado ser yo. Este solitario sin vocación ni devoción, incapaz de hacer feliz a nadie más allá de las distancias cortas.

No persigo, pues, que nadie pretenda pasar su vida conmigo. Eso sería un regalo que jamás podría yo devolver por más que lo intentase, y por eso no busco nunca el enamoramiento de nadie. Siempre pensé que nunca llegaría a casarme, lo cual me apena, porque en el fondo adoro a los niños.

En fin, esto es lo que soy. Aunque pueda no aparentarlo, no puedo engañar a nadie, por mucho que la fachada sea otra cosa diametralmente opuesta a lo que acabe de contarles.

Por supuesto que existen personas con las que me siento completamente pleno y a las que les conferiría mi soledad como máximo presente y secreto. Con esas personas me sentiré eternamente en deuda, aunque espero que nunca demanden el montante, pues ya les digo que ni en diez vidas podría yo hacer feliz a nadie. Lo siento, para esa tarea hay gente muy válida, pero no llevan ni mi nombre ni mi rostro.

Yo, por mi parte, sé que posiblemente viva, lea, escriba y muera, si no es todo junto vivir, en el más amplio sentido de la palabra. Y es más que probable que todo esto lo haga solo, recordando en ocasiones los momentos que guardé bajo llave, pues aunque algo huraño, sigo siendo una persona que siente y padece.

Finalizaré solo, sí, y por eso vuelvo a escribirte, para que en ese momento tú seas mi botella en el mar y le portes mi mensaje de cariño –o no- a aquel que lo merezca. Tal vez el fin llegue mientras escribo, lo cual sería una demostración de dulzura que la vida no posee. No sé, quizás frente a una playa, esperando el romper de las olas en la orilla.

Es posible que todo concluya de la manera en que lo hizo Hemingway. La vida es tan impredecible como la muerte. Es imposible adivinarla e improbable acertar ni momento ni lugar ni forma. Pero creo que entonces no habrá nadie cerca, lo que me alegra: todos serán felices.

13 de julio de 2011

jueves, 7 de julio de 2011

Oportunidades

Apenas había hablado con ella en todo el año, pero me dio rabia cómo salió de aquella fiesta, mordiéndose el labio inferior para contener la impotencia después de un fuerte roce con varias personas. Nadie se levantó ni hizo apenas intención de detenerla. Un par de minutos después del silencio incómodo que se creó, parecía que no había pasado nada y todo era normal.

Me excusé como pude de la conversación que mantenía, con la excusa de ir al baño. La casa estaba abarrotada, pero ninguno se había inmutado más de la cuenta cuando ella se marchó.

Podría haber decidido quedarme por allí y olvidar el episodio, sin embargo, sin apenas darme cuenta, otra excusa, esta vez la de salir fuera a fumar un pitillo, me había llevado a bajar la escalera. En realidad sabía perfectamente que mi intención era hablar con ella. Me había sentido mal cuando la observé cruzar toda la casa bajo la mirada silenciosa del resto. Pensé que quizás no habría ido muy lejos todavía.

Con la caída de la noche había refrescado, pero el crepitar del cigarrillo y su sabor ardiente a humo, me dieron una pasmosa tranquilidad. De ella no tuve ni rastro en el portal, así que di una vuelta a un par de manzanas del barrio mientras la nicotina se consumía. No estaba por allí. Cuando tiré la colilla, me encaminé hacia el portal para volver a esa fiesta en el 5º C. No creía que estuviesen notando mucho mi ausencia.

Me topé con ella cuando ya ni lo esperaba: dentro del ascensor. Se giró cuando abrí la puerta para subir y su mirada era la expresión más grande de despecho que he visto nunca. Apreté el botón del 5 y la agarré del brazo lo más cariñosamente que supe. Sólo quería hacerla ver que podía subir, pero antes de que encontrase las palabras se había abrazado a mi cuerpo. Sentí debilidad en su manera de actuar y a la vez la sentí por ella.

No llegué a saber si, en el rato que estuvo en el ascensor, habría llorado, pues el maquillaje de sus ojos estaba difuminado de la misma manera que se difumina cualquiera a esas horas de la madrugada.

Antes de volver a entrar en el apartamento hablamos un rato en la escalera del rellano y me contó lo que había motivado aquella disputa. Ya no nos separamos hasta que terminó la fiesta, aunque apenas nos conocíamos antes de aquella noche. Podría no haber bajado, y la rabia que sentí en el momento de su marcha, se habría diluido en un par de copas, pero creo que acerté al tomar mi decisión. Cualquier persona merece que se le de una oportunidad.