viernes, 31 de agosto de 2012

Troya

Poco a poco te vas quedando solo. La vida se convierte en aferrarse a los buenos recuerdos. Y en el miedo repentino que te da el futuro. Los amigos que te han ido acompañando a lo largo del camino se van yendo. Dejas de verlos. Repartidos a lo largo y ancho del planeta. De los que se hicieron mayores contigo ya van quedando cada vez menos. 

Entonces es cuando a ti te vienen las dudas. Y no sabes si deberías seguir su camino o continuar un poco más en el que crees que es tu sitio. Y te dejas llevar por la absurda corriente de qué pasaría si fuese yo el que se larga. Si una buena mañana dijese que no quiero seguir aquí, que esto no me aporta nada, y me quiero perder por ahí. Conmigo mismo o con quien sea. 

Dubitativo, entre copas, empiezas a cuestionar todos tus ídolos, todo aquello que creías incuestionable, intachable, inamovible. No sabes si es mejor tratar de salvar algo que probablemente no tenga salvación o si es mejor dejar de luchar y empezar con otra cosa, arrojar la toalla. Nunca se tiene la certeza absoluta de nada. La incertidumbre es la esencia de la vida. 

Escribes, devuelves el folio a la papelera, redactas cartas para personas a las que desearías hablar, pero lo cierto es que siempre guardas el sobre antes de llegar al buzón, o ni siquiera sacas la carta de casa. Intentas buscar esos recuerdos, ese clavo ardiendo al que agarrarte con fuerza, pero no encuentras por qué sacar pecho, hincharte de orgullo. Eres un perdedor, sin más. Pero tampoco es grave, todos lo son y, si no, acabarán por serlo. Nadie gana eternamente. 

Lo peor es que ya ni nos queda París. La ciudad, candente, se tornará en fuego pronto. Retornarán las llamas de Troya. Ya sólo te queda algún baño perdido o algún pub lleno de extraños en el que suenen los Stones. No has cumplido la promesa que te repetiste una y otra vez. Al final lo has dejado enfermar, poco a poco, mientras te ibas quedando solo. Tal vez alguien te echará de menos en algún lugar lejano, quizás Nueva Zelanda, Lituania o Méjico. Pero ni de eso puedes estar seguro. La mayoría de veces la vida va tan rápido que no concede tiempo ni para extrañar.

jueves, 30 de agosto de 2012

Catatonia

Consideras que tomar café, solo en un bar, es algo triste. Por eso cuando te acercas a la barra y pides tu café con hielo, después de dejar tus cosas en la mesa que vas a ocupar, te pones los cascos y haces que empiece a sonar la voz melancólica de alguna mujer. No importa lo qué diga, ni siquiera quién lo diga, te vale cualquier cosa. El quién es lo de menos. El caso es dejar de escuchar los murmullos que, crees, se forman a tu espalda. El caso es sentir, al menos, una lejana compañía, aunque ilusoria. 

Miras hacia arriba y allí están, las altas cimas imperturbables. Esas que nunca vas a alcanzar, por mucho que lo intentes. Siempre habrá alguien que te empuje hacía abajo y te golpee cuando todavía tengas reciente la última bofetada. Así es como funciona el juego. 

Sacas una libreta en la que empiezas a escribir. Mierda, todo mierda. Nada rescatable. Palabras enfermas, en fase terminal. 

“Y aquellas hojas de papel tenían cáncer. Su escritura tenía cáncer”, escribió Bukowski. 

Copias sus palabras en una página vacía, como recordatorio, no sabes de qué. Quizá de que seguramente no llegarás nunca a escribir como él. Probablemente tampoco lo estás buscando; si tuvieses que elegir preferirías llegar a hacerlo como John Fante. Pero te queda tan, tan lejos... 

Mientras, tú, te limitas a deslizar por el papel palabras en estado catatónico.