viernes, 28 de agosto de 2009

Nada

Él sube por la cuesta que le conduce a casa. Acaba de dejar en el parque a dos amigas con las que hacía tiempo no se sentaba a hablar. La casualidad le ha llevado a encontrarse con ellas en un momento en el que parecía estar solitario. Sus amigas se han quedado allí, esperaban a una chica, que debe estar al llegar: Ella.

Se cruzan Él y Ella fugazmente, pues Ella, camino inverso, estaba llegando al lugar de encuentro con sus dos amigas. Intercambian una rápida mirada, clásica entre dos desconocidos que piensan que nunca más volverán a verse. Una mirada repentina que por un momento parece activar un resorte en la mente de las dos personas, pero que se desvanece enseguida que otra persona se cruza en el camino.

Lo que no saben Él y Ella es que mañana volverán a encontrarse, porque las amigas de Ella también eran las amigas de Él, que habían quedado en el parque esperándola, con las que Él volverá a quedar al día siguiente. Y lo que no saben ahora es que empezarán a conocerse poco a poco, sin más propósito que el de pasar un rato con aquellas dos chicas, sus amigas en común, en principio. Y empezarán a sentirse cómodos.

Y tampoco saben que tras un tiempo sus labios se habrán rozado, inocentemente primero, de otra manera más violenta después. Ni siquiera sabe Ella, al cruzarse, que Él toca la guitarra y que tiempo después pasarán varios ratos maravillosos aprendiendo algunas canciones. O que en una futura noche fresca de verano, Ella descansará sobre el césped del parque, con su cabeza sobre el pecho de Él y sus brazos anudando su torso, protegiéndolo del repentino frío veraniego. Y que nada más importará en esos momentos.

Nada. No saben nada de eso.

En este momento sólo se miran un instante, para después seguir pensando cada uno en su vida. No se conocen, no saben nada de sus días. Ni siquiera pueden saber si la vida inspira la literatura, o si por el contrario, es a partir de la propia literatura como se construye la vida. Todo lo desconocen mientras dejan atrás los ojos anónimos del otro.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Ilusiones, sin más

¿Es posible eso que dicen de vivir de ilusiones? Yo creo que cuando alguna se convierte en una realidad. En cualquier momento puede llegar un destello de ilusión a tu monotonía, con cualquier movimiento extraño en el tablero.

Después de bailar toda una noche, un beso que se escapa a la salida de una discoteca, sin que nadie sepa por qué, sin explicaciones que darle, y vuelves a tu casa con otra cara, con la cara de la ilusión pintada de oreja a oreja y recuerdos de los colores de sus ojos de color verde arenoso y sus labios pintados de carmín, por ejemplo. Y en muchas ocasiones más. Terminas de leer un pasaje en el libro que tienes en tus manos, y te identificas con el personaje, y a la protagonista la identificas con ella, o al amigo con el tuyo, y te das cuenta de que tu vida también puede ser literatura, al menos por momentos.

Un lunes a las tres de la madrugada en un coche, solos tú y yo, empezando a conocernos, mientras la ciudad ya duerme. Tu dedo señala la ventana en la que te imagino las noches lluviosas, mirando a la calle del pasado, tal vez. Para la próxima vez que vengas, dices, y sonríes. Ilusión. Eso supone que pensaste en que volviese. Ahora dudo, no sé si lo que estoy describiendo es una realidad o un burdo sueño que se esfumó al abrir mis ojos en la mañana, tendrás que aclarármelo. Sólo sé que las ventanas tenían el cerco de color añil y que me encantó mirarte durante esos minutos.

De ilusiones se puede vivir, sí, pero cuando tienes la certeza de que alguna va a cumplirse. De hecho, así es como sobrevive el ser humano, por la ilusión del futuro y de las perspectivas.

martes, 11 de agosto de 2009

Alma lluviosa

Agosto es un mes espantoso en Madrid. Aunque ésta se desvista hasta de sus mejores vestidos en este mes. Se puede pasear con tranquilidad, sin agobios y sin gente, pero a mí me gustaría escapar en este mes de asfalto ardiente y neblina en los ojos. Por eso me encantan estos días tan invernales que cercan las murallas cálidas de mi ciudad. Porque este aroma a adoquines bañados me devuelve al invierno, a los días más fríos, más digeribles, y me rescata del sopor absoluto de esta indeseable hoja del calendario.

Adoro la lluvia y ese ambiente que arrastra con ella. Porque el perfume que se filtra por la contraventana me recuerda a un amigo bailando bajo una tromba de agua tremenda, un momento de felicidad plena; me recuerda irremediablemen
te a las personas que ahora mismo están más lejos, a un café caliente a las cuatro, junto a ellos, calados después de recorrer idéntico camino. Este olor se acuerda de un viaje en tren mirando los palacetes que quedan a la vera de la vía que lleva a Atocha, mientras afuera diluvia; a esa gente que entra empapada en el vagón, cerrando el paraguas casi dentro de él.

Más de una vez he pensado en intentar guardar esa esencia en un pequeño frasco de esos que después se prenden como ambientador. Un intento de emerger, quizá, del ápice de alquimista que pueda ocultar dentro. Pero siempre llego a la conclusión de que prefiero guardar la magia del momento.


Sí, lo siento, pero tengo alma de otoño. No puedo evitar en días lluviosos pensar fotografías, acordarme de la imagen de Bram en la que una pareja deam
bula por Oxford Street, calada, bajo una intensa tormenta, con un único paraguas enclenque como protección. O recrearme en las fotografías que haría yo mismo bajo la tormenta.

La lluvia… Cuando era pequeño, muchas veces me atormentaba la idea de que llovía porque alguien estaba llorando ahí arriba. Me desmontaba ese pensamiento. Pasaba grandes ratos, incluso horas, entristecido por la visión en mi cabeza de alguien como yo, que lloraba y lloraba sin nadie que le consolase.

Ahora esos mismos ratos, incluso horas, las paso imaginando historias bajo la lluvia, fotografías, pasajes literarios, y en ocasiones pensando en las nubes de tu pelo oscuro. En ti, desconocida, en definitiva, que también tienes sombra de tormenta. Lo sé.

Oxford Street. Richard Bram.

lunes, 10 de agosto de 2009

Nuestros libros de cada día: Mr. Vértigo y Maus

Siento la escasez de entradas del verano, pero es que Agosto en ocasiones quita hasta las ganas de escribir. Sólo me deja ganas de agua helada, piscina de vez en cuando, cervecita fresca y alguna buena serie o lectura con las que pasar las interminables horas de sol, hasta poder salir a la calle. Precisamente regreso aquí tras una semana para hablar de dos lecturas fáciles de digerir para este tiempo.

La primera, del incombustible Paul Auster, en la que me parece que seguramente sea una de sus mejores obras -no puedo asegurarlo puesto que sólo conozco la misma y Brooklyn Follies, pero apunta a que así es. Parto de la afirmación de que me considero un entusiasta del autor y de su prosa tan sencilla, o que al menos así parece, y con tan buen resultado.
Mr. Vértigo es fascinante, sin más. Una novela que trata sobre multitud de temas de la vida, y que se puede reducir a dos palabras: "Una vida". Y, por supuesto, todo lo que esa vida contiene: sueños, fracasos, éxitos sin precedentes, amor, duelo, pérdidas, muerte...
Con el sueño de volar, como tema central, un viejo recuerda su vida al lado del maestro Yehudí, un judío húngaro que recluta al niño con la promesa de enseñarle a volar antes de que cumpla trece años. Auster habla como nadie de sueños y de aspiraciones, y además trata el ascenso y fracaso, la vida y la muerte, con una prosa excelente.
Quizás, aunque no sé si lo pretendería, la novela se convierte en una especie de reflejo de la historia de los Estados Unidos -la Depresión, la época de los gangsters de Chicago, el Ku Klux Klan, la Segunda Guerra Mundial, etc-, a través de las peripecias de Walt y sus relaciones con el resto de personajes, Aesop, madre Sioux, la señora Witherspoon y el resto de ellos.
Una lectura, como dije arriba, muy fácil de digerir, con una historia realmente lírica. Vida.

Por otra parte, la obra cumbre de Art Spiegelman, galardonada con el Premio Pullitzer- el único cómic que lo ha conseguido hasta el momento-, en la que el autor cuenta mediante la historia personal de su padre, el horror del nazismo.
Pese a no ser muy fan del cómic, esta lectura me ha entusiasmado de principio a fin, si bien el principio me resultó algo espeso y lento. Merece la pena.
Hasta aquí podría resultar típica -otra obra más sobre el nazismo y el pueblo judío, lo de siempre-, pero la novedad radica en la manera de contar de Spiegelman. En sus viñetas, los alemanes adquieren la apariencia de gatos, mientras que los judíos, perseguidos y masacrados durante la Segunda Guerra Mundial, toman apariencia de ratones. Destacaría también la inclusión de los cerdos, como la nacionalidad polaca. "Como el gato y el ratón", que dicen nuestras abuelas en multitud de ocasiones.
Art Spiegelman aprovecha este juego de apariencias para dar un dramatismo especial a su historia y hacerla diferente al resto. Durante las casi trescientas páginas del libro, probablemente no aprendas nada que no supieses ya, pero seguramente te entusiasme leer cómo los ratones hablan de amor, de supervivencia y de todo lo que se vivió en aquellos años.
Una buena memoria para el padre del autor, ya que su idea era captar su imagen en las páginas, y creo que lo consigue bastante bien. Si tenéis oportunidad, empezad a leerlo.

sábado, 1 de agosto de 2009

Creí verla hoy

Creí verla hoy, mientras comía sentado una manzana. Creí verla igual que lo creyó Horacio en aquella ventana de Montevideo. Pero no era aquella uruguaya tierna a quien veía. Yo creí ver a mi propia Lucía, mi propia Maga, por imposible que pareciese. Y la verdad es que, en los segundos de confusión que me produjo la equivocación con aquella muchacha, el corazón me dio un vuelco que me dio que pensar.

Creía que mi visión de su pelo ondulado se desvanecería al instante de perderla de vista, pero lo cierto es que entonces no hizo más que empezar. Todas las horas siguientes del día estuve asomándome a cada ventana, buscando equivocarla dulcemente con alguna figura que vistiese de color rosa y clavase sus ojos marrones en el cuadro iluminado del cuarto. Esperando que te detuvieses debajo de mi ventana, alcanzases una pequeña piedra y la lanzases al número uno del tablero.

Esperando que nos reencontrásemos antes del tiempo correspondiente.

Es verdad que su imagen se desvanece y retorna a mi memoria por momentos. No sé de qué extraño azar dependerá cada una de estas acciones, si es que así puedo llamarlas. Lo que sí sé es que por un momento Madrid cambió su nombre, salvando sólo la mayúscula, por Montevideo; y que una chica que entró en mi campo de visión por unas décimas de segundo, se llamó Lucía, al menos durante ese ridículo espacio de tiempo. Y volviste a Madrid para cruzarte sólo conmigo.

“¿Encontraría a la Maga?”, comenzaba la primera página.