lunes, 30 de julio de 2012

Geografía de los locales malditos

Hay toda una geografía de locales malditos. Cualquiera que haya paseado mucho por alguna ciudad, da igual Madrid que Londres, Barcelona o Nueva York, los habrá reconocido. Locales malditos, sí. Establecimientos en los que no importa el negocio que se abra, siempre termina quebrando. Son esos locales en los que si llevas viviendo más de diez años en la ciudad habrás visto albergar una peluquería, un sucursal bancaria, un bar de copas, un bufete de abogados o una charcutería, da igual, es indiferente. Es el establecimiento lo que está maldito. 

Las grandes ciudades tienen estas pequeñas cosas. Son un terreno en el que la prosperidad parece destinada a aparecer, por lo menos en mayor medida que en otras zonas, pero a veces se dan estos fenómenos. Ni siquiera deberíamos tratar de entenderlo. Simplemente existen y cuando entras en la nueva pastelería, piensas un momento en cómo era la disposición cuando, anteriormente, aquel local era un tienda de bolsos y maletas. 

Suele ser difícil averiguar de dónde proviene la maldición. Muy complicado. Verdaderamente se puede especular de tal manera que exista una historia adecuada a cada persona. Tal vez una muerte violenta en el pasado lo dejó maldito. O el mal fario de una sucursal bancaria que quebró y dejó sin ahorros a las familias que habían confiado en la entidad. Cualquier cosa. El ser humano está tan ávido de historias que cuando no tiene la certeza de la realidad, está dispuesto a aceptar cualquier relato, preferiblemente si este guarda una cierta lógica, aunque no siempre. 

Los locales malditos son un termómetro de la sociedad. Ahora permanecen un poco más ocultos entre todos los que han ido echando el cierre los últimos años. Sin embargo, cuando los demás sean realquilados y los negocios empiecen a funcionar, los malditos serán traspasados una y otra vez con idéntico resultado. 

Y la gran ciudad probablemente ni se de cuenta. El dolor será tan sólo una punzada breve, demasiado pequeña para ni siquiera intentar sanarla. Y sólo en contadas ocasiones queda una cicatriz visible a la luz del día.

lunes, 16 de julio de 2012

Todo va bien

Un fragmento de algo más grande:

Todo va bien hasta que cualquier día te sientas tranquilamente, después de un mal día, y piensas que en realidad no es así, y que anteayer o el día anterior tampoco fueron mucho mejores. Y el caramelo de frambuesa ácida empieza a saber amargo. 

Todo va bien hasta que te das cuenta de que nada es lo que parece. Todo el artificio queda al descubierto y los decoradores empiezan a mirarte con recelo cada vez que te los cruzas. Estás rodeado de gente a la que no conoces apenas, sólo porque así se han dado las circunstancias. Tu familia no te conoce tampoco, no sabe quién eres con exactitud. Nadie lo sabe. Y no, no tienes amigos. Esos que hasta ahora habías dicho que lo eran son sólo un grupo de gente a la que tú te aferras para no certificar lo que es inevitable, que todo el mundo vive y muere solo. Sin más. Son tu clavo ardiendo para soportar la frialdad de la ciudad. Bomberos que huyen a la hora de sofocar el fuego. 

Todo va bien hasta que enciendes tu primer cigarrillo, hasta que das la primera calada y todas tus convicciones parecen hacerse humo. Ni siquiera estás en edad de empezar a fumar y no compartes el primer cigarrillo de tu vida ni con tu sombra. Eso también es un indicativo de que algo no marcha. Y ya no es consuelo que siempre haya alguien peor que tú. Qué mierda importa eso. 

De repente lo ves todo claro. No te gustas, o más bien no te gusta nada de ese tío en el que te has convertido. Ese que te mira en el espejo cada mañana. Dudas del sistema, de tus habilidades, de tu felicidad, hasta de tu profesión, mientras se ha terminado el cigarrillo. Cierras los ojos. Ella te habla desde tu cabeza y prefieres no escuchar. Te hace ver las cosas de manera distinta y luego te devuelve a la realidad de golpe. Y tú ya estás cansado de todo eso. Piensas que puede ser la hora de terminar con todo. Puede que no valga la pena estar tan lejos de la poesía.

Todo va bien hasta que un puto día llega una mala noticia y todo se tambalea, y dudas. Dudas de todo y quisieras coger el primer tren rumbo a casa. Pero no sabes dónde queda la estación y además no tienes una casa a la que volver, ni siquiera un lugar dónde pasar la noche a gusto. No perteneces a ningún lugar. En ningún aeropuerto habrá nadie que porte un cartel con tu nombre y un bienvenido. No te hagas mala sangre pensando en que podría ser así. 

¿Y tus amigos? No, ya dijimos que no, déjalo, es sólo una invención, una mentira piadosa. La ilusión de no estar solo aquí, entre tantos otros. Dentro de unos años te cruzarás con ellos y volveréis la vista cada uno hacia un lado para no tener que hablar. 

Un escenario que mantiene abierto el telón. Nada más que ficción. Un puto show de Truman en el que alguien mirará ahora, desde quién sabe dónde y pensará: “Mira ese jodido imbécil. Se cree que escribiendo espantará sus fantasmas”. Una obra de tiempo indeterminado y variable en la que el reparto cambia según las necesidades del director, que sentado en su butacón, se ocupa de tener a los actores jodidos a un ridículo precio. Una novela de menos de cien lectores que arde con facilidad. 

Todo va bien hasta que el cigarrillo se acaba, y enciendes otro, y, cuando este se acaba, otro, y al final te diagnostican cáncer. Es la vida. Una enfermedad mortal que cuando se reproduce estás jodido, pero que si no lo hace te permite aguantar hasta morir fruto de la vejez y la decrepitud. Un número indefinido de años de soledad establecidos como esperanza de vida. Nacer y al instante empezar a morir. Lo de vivir por el camino ya, incluso, empiezas a cuestionarlo. Y encima vuelve a ser lunes.