domingo, 25 de agosto de 2013

Huellas

Para M, que hoy se ha vuelto a ir, esta vez algo más cerca, 
y para P, que otra vez se queda aquí y la ve irse.

Dejamos huella en cada persona que tocamos. Es inevitable. Da igual que sea un roce leve o que sea prolongado en el tiempo. Cada persona en la que ponemos la mano siempre lleva una pequeña parte de nosotros con ella. La profundidad de la marca no tiene por qué ir ligada con el tiempo de exposición de la persona en cuestión; a veces, personas que nos rozan de manera tangencial dejan una huella mucho más indeleble que otras que nos tocan prolongadamente, aunque lo normal no es esto. 

No sé cuántas huellas porta mi cuerpo. No tengo ni la menor idea. ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Mil? Qué mas da. Pero sé que hay unas cuantas, quizás diez, a lo mejor algunas menos, no sé, que son huellas imborrables. Y aunque la mayoría de las veces son para bien, en ocasiones duelen. Las más importantes, por lo general, no se distinguen a simple vista. Tienes que indagar un poco, rascar en la corteza de una persona, para averiguar la identidad de sus huellas más profundas que, por costumbre, suelen ser, además, las fuertes, las más arraigadas, las que más duelen. 

Las huellas indelebles no sufren riesgo de perderse. Puedes estar tranquilo. Da igual dónde, pero siempre están ahí. Anoche dos de ellas estaban en la misma ciudad, compartiendo la noche conmigo. Dos de las más importantes, cada una diferente en todo de la otra, pero siempre caminando en el mismo sentido. Hoy ya no. Hoy volvemos a separarnos, pese a que el vínculo sale fortalecido. Suele pasar. Hoy volvemos a lo mismo que hace un año. Sí, porque todo vuelve. Es inevitable. Pero, a cambio, sólo algunas cosas se van para siempre.

jueves, 25 de abril de 2013

Un grito sordo (y un falso nueve)

Estoy cansado. De todo. De que no pase absolutamente nada. Estoy cansado de que, cuando pasa, no sea para mejor. Estoy cansado de ser siempre el que tiene que darlo todo cuando el mundo no suele traer nada de vuelta. Cansado de intentar sacar la cabeza para que siempre haya alguien que intente golpearla, con un mazo, un puño o lo que sea. Estoy cansado de que me miren con lupa, de sentirme observado en cada movimiento. Cansado de reyes, y de reinas. Harto de falsos nueves. 

Estoy cansado de oír cantos de sirena. Y de que, cuando decido que me da igual que sean falsos, que voy a ir, que me embauco porque yo quiero, haya alguien que me haya atado otra vez al mástil del barco. Estoy cansado de estar harto. Cansado de las buenas palabras, sobre todo de las que no valen de nada. Cansado de mover tierra y mar para alcanzar una pequeña meta. Cansado del verano que aún no llegó, ni que decir tiene que también de la primavera. 

Cansado de intentar escapar sin éxito, de estar encerrado. De no ser capaz de evadir mis pensamientos hacia las nubes como hacía cuando era pequeño y me enfadaba o me sentía afligido. Estoy cansado del yo, del tú, del ellos; del tiempo pretérito y del presente, y del vuelva usted mañana. De acabar por correr en busca de no sé qué, y de que el corredor de fondo tenga que ejercer siempre su actividad en soledad. Muy cansado de que todo sean agujeros, de que no haya con qué taparlos, y de las goteras. 

Cansado de los ídolos, de Woody Allen, de Cortázar hasta de Extremoduro. De la mayoría de la literatura. Harto del periodismo, sobre todo de ese que da lecciones cuando no vale una mierda. Y hablando de mierda, estoy cansado de este país, de que cada vez queden menos oportunidades, de que si no trabajas gratis tengas que aguantar, encima, esa mirada que te dice que estás loco y que no puedes permitirte no dejar que alguien te humille de esa manera. Estoy harto de todo esto. Hastiado, cansado, aburrido de esa palabra con cada vez menos significado que es España. 

Pero no pasa nada. Mañana, cuando salga otra vez por el portal, como cada día, volveré a sonreír. Y ya pasará la tormenta. O no.

martes, 22 de enero de 2013

Purple rain, purple rain...

I never meant to cause you any sorrow. 
I never meant to cause you any pain. 

La fiesta está tocando a su fin, aunque todavía siguen sonando canciones. Sólo quedan piezas sueltas. Prendas rasgadas, fruto de horas de vaivén. El cristal del alcohol hace que cualquier persona a la que mires parezca un perdedor, pero él es la clara personificación. Está sentado en la escalerilla de la entrada, rodeado de copas semivacías. Algunas tienen carmín en los bordes. Otras están rotas. Diluvia. Tú lo miras desde la frontera de la última ventana del salón. Parece tranquilo. Fuma. Con movimientos lentos, da sensación de tranquilidad. ¿Qué le pasará por la cabeza? 

I only wanted to one time see you laughing. 
I only wanted to see you laughing in the purple rain. 

Le encantaban las noches de lluvia. Disfrutaba cuando caminábamos de vuelta, las noches en las que dormíamos juntos en casa de alguno de los dos. Estaba preciosa hoy. Ni siquiera nos hemos dirigido la palabra. Las cosas se enfriaron de forma irreversible. No tengo muy claro cuándo fue exactamente. No creo que podamos volver a mirarnos como antes. Probablemente no podamos mirarnos nunca más a los ojos. Sí, me ha saludado, pero ha sido tan frío que ninguno de los dos casi nos hemos girado. Hace frío aquí fuera. La noche es intempestiva. 

I only wanted to see you bathing in the purple rain. 

Recuerdo una noche en la que caminábamos solos hacia casa y llovía mucho. Nunca se me olvidará como bailaba y sonreía. No le importaba terminar empapada. Parecía una especie de ritual de purificación. Reía. Reía sin parar. Era la personificación de la alegría. Me gustaría revivir uno de esos momentos perfectos. No recuerdo en qué momento hicimos esto definitivo. No fue con la ruptura, eso sí. Al principio funcionábamos como sólo amigos. 

Purple rain, purple rain.

Te acaban de traer otra copa. La que con seguridad será la última de la noche. Está siendo una buena fiesta, aunque ya quedáis pocos en pie. Los que aún no se han marchado, están en el salón. Tú sólo le miras a él. Hace un rato sonó una canción que hablaba de la lluvia. La lluvia púrpura. Te suena que era la banda sonora de una película con el mismo nombre. Siempre pensaste que alguna vez podrías dedicarle esa canción a alguien. O quizá no fue exactamente así. Siempre pensaste que si alguna vez rompieses con alguien, le dedicarías esa canción. Aunque tal vez sólo interiormente. Es una de las diez canciones más tristes que conoces. Y lo malo es que, cuando la escuchas, tarda días en salir de tu memoria. 

It's such a shame our friendship had to end. 

Ya te has ido. Otra vez más. Como era de esperar, no te has despedido de mí. No imaginaba que fuese de otra manera. Has cogido tu abrigo beige, tu paraguas a cuadros y tu bufanda y, simplemente, has salido. No me ha dado tiempo a ver si te has despedido de alguien. Probablemente no. Es un comportamiento muy propio de ti. Nunca te despides de nadie cuando te marchas de una fiesta, pero nadie se siente molesto por ello. Ese rasgo tan misterioso fue una de las cosas que me atrajeron de ti. Lo cierto es que me sigue dando rabia cuando nos cruzamos como dos extraños. 

I never wanted to be your weekend lover. 
I only wanted to be some kind of friend. 
Baby I could never steal you from another. 

Aquella noche que te besé, tiempo después de todo, no sabía que ya estuvieses involucrada con alguien. No tenía ni idea. No podía imaginarme ni siquiera que así era. Estábamos pasando una buena noche y, entre copa y copa, equivoqué mi jugada. Equivoqué tus señales. Nunca quise que él se enfadase contigo. Ni siquiera sabía que había un “él”. Supongo que, en el fondo, tú también lo sabes. Desde entonces sólo quise ser tu amigo. Mejor eso que nada. Pero no hemos vuelto a hablar. Y lo cierto es que, con el paso del tiempo, cada vez me duele menos cruzarme contigo. Cada día que pasa eres más extraña para mí. Casi como antes de que empezásemos a salir. Y cada vez me gusta más que sea así. Ya no me dueles. O sí, no sé. 

I think you better close it, 
And let me guide you to the purple rain.

Ya no sabes si es el cuarto, el quinto o el sexto cigarro seguido que él fuma cuando tú sales de la casa. Has perdido la cuenta de ellos, del tiempo y de las copas que has bebido. Ni siquiera terminaste la última que te sirvieron, pero tus amigos ya se van y tú no pintas nada solo en ese final de fiesta. La verdad es que te quedarías sólo para ver cómo termina la noche de ese fumador solitario. Durante los últimos minutos, una chica se ha sentado con él y los dos parecen charlar de forma alegre. Es la primera muestra de algo parecido a la alegría que muestra desde que lo empezaste a observar. Probablemente si le vuelves a ver no lo recuerdes, así que le miras una última vez. Y sí, sigue charlando con la chica. Mientras tanto, su mano te guía hacia el diluvio que no escampa ahí afuera. Probablemente vayáis caminando hasta casa. Llegaréis con la ropa calada. Pero a ninguno parece importaros demasiado. O al menos nadie rompe el silencio del fin de fiesta para anunciarlo. 

Purple rain, purple rain. 
Purple rain, purple rain.


miércoles, 16 de enero de 2013

London: day off

Llueve. Desciendes los cuatro peldaños que te separan de la calle donde todos caminan apresurados. Sales a Gower Street y, enseguida, te camuflas en el medio de toda esa gente. Bloomsbury. Cuna de escritores y artistas. Sherlock caminaba en la novela por estas calles cada vez que se dirigía hacia el British. Y ahora tú vives a sólo unos metros. Te has abrigado, pero no has cogido un paraguas, las gotas te golpean el rostro casi con violencia. Caminas hacia Goodge Street, vas a coger el metro. Hoy es tu día libre y sólo vas a pasear. 

Sin más. Londres es una ciudad para pasear. Te bajas en la parada del Underground. Westminster. La orilla del río puede ser un buen itinerario. Hoy no hay músicos como el domingo por la tarde, pero, aun así, siempre es un agradable paseo. De vez en cuando te adentras en las calles que suben hacia la imponente St. Paul. Esa mole blanca, con la cúpula, te deja mudo. 

Los turistas, una vez dentro, suelen subir a la galería de los susurros. Siempre te ha fascinado la posibilidad de que el sonido de un susurro viaje de un lado a otro de la sala y la persona que está enfrente te escuche nítidamente. Cada vez que subes, generalmente acompañando a alguien que viene por primera vez a Londres, piensas que aquel sería un buen lugar para impresionar a una primera cita que no lo conociese. 

Te quedas parado frente a la parte de la catedral que mira hacia el Millenium Bridge. Lo vas a cruzar, pero, por ahora, te limitas a mirar St. Paul. Piensas. Por la tarde seguramente cojas un autobús y vayas hasta Hyde Park a caminar entre las parejas jóvenes y los deportistas que te adelantan en sus bicis o corriendo. Sí, vas a ir allí y luego bajarás en Trafalgar Square para ver a Anna. Has quedado por la tarde, casi noche, en un pub que está en una de las calles de la zona. Seguro que, cuando llegues, la gente se apresura, esta vez para llegar a sus casas. Cientos de personas, con sus mochilas, sus maletines, caminando en dirección a algún autobús o parada de metro. Quizás alguno vaya a pie hasta casa. Conductores de autobús, empleados de banca, acomodadores de los pocos cines que van quedando, cocineros que ya han terminado su turno… 

Pero aún queda un rato para ver a Anna así que te encaminas hacia el puente. Mientras lo cruzas rememoras cada secuencia de cine o televisión en el que lo has visto. Recuerdas que los espectros de Harry Potter lo destruían, o que en la serie Black Mirror la princesa era liberada justo en el umbral de ese puente y caminaba con piernas trémulas hasta que se desvanecía. Una figura frágil, un vestido verde, en el centro del puente, con St. Paul –otra vez–, al fondo, como único testigo. 

Es entonces cuando, pensando en ello, te viene a la cabeza el principio de aquella serie en la que una mujer confesaba: “Amo Londres”. Decía que le gustaba por las múltiples posibilidades que ofrecía, por lo cosmopolita que era, pero, sobre todo, por el anonimato que le permitía a cualquiera. Estás de acuerdo con ella. Es una ciudad anónima, hecha y sostenida por millones de identidades ocultas. Enmascarados con un rostro que, rara vez, descubres. ¿Con cuánta gente te habrás cruzado más de una vez sin ni siquiera darte cuenta? Anónimos. Identidades sin rostro, sin nombre. ¿Se cumplirá la regla de los seis pasos aquí también? 

Dejas atrás la Tate y vuelves sobre tus pasos por el otro lado del Támesis. No tienes prisa. Es tu día libre. Day off. Quizás vayas a comer algo a Covent Garden. O tal vez llames a alguien para tomar café allí. ¿Qué más da? Estás en Londres, nada más te importa. La ciudad es maravillosa, las opciones se multiplican. Tal vez hoy conozcas alguien que merezca la pena, tal vez hoy sea el día D con Anna. No lo sabes. Todo puede pasar. Mientras tanto, caminas. Llueve. Hace rato que saliste a Gower Street.

jueves, 3 de enero de 2013

Princes Street Gardens

Te sientas en el tronco rebanado de lo que un día fue un árbol. El parque no está repleto de gente, pero a esta hora tiene mucha vida. Parejas que se sientan en los bancos con sus niños, patinadores que viven sobre ruedas, o ancianos que caminan lentos, próximos a su destino. 

Pasan un par de minutos de la una de la tarde. El cañonazo que cada día hace estremecer los cimientos del castillo, como una tradición decana, todavía ruge en los oídos de aquellos que estaban en el parque. Detienes tu vista en varios grupos. Cerca de ti un grupo de chavales de lo que aparentemente es un viaje escolar, ríe con un extraño juego que tú desconoces. No entiendes lo que dicen, tienen pinta de eslavos –quizás finlandeses– pero comprendes que se están divirtiendo. 

A tu lado está ella, que te acompaña en este viaje, y desde unos cuantos meses antes, también en el viaje continuo que nunca te permite detenerte. Los bancos de Princes Street Gardens, como casi todos los de Edimburgo, tienen placas con mensajes que los ciudadanos dedican a la ciudad o a sus seres queridos. No dejas de pensar que es una maravilla de tradición. 

Ninguno de vosotros dos habla. Sobran las palabras y ambos dedicáis los minutos que os da esa parada para comer y observar la vida, que transcurre, ajena a todo, en los jardines. Es la ventaja de estar en una ciudad extranjera, con todo el día por delante y sin ninguna obligación que cubrir hasta el anochecer. No hay mayor libertad que esa. No hay ser más libre que el turista. 

A vuestro lado, un matrimonio observa a su pequeña rubia mientras corretea entre las personas sentadas en el césped. La escena es idílica, bucólica, carente por completo de cicatriz. Unos leen mientras otros han optado por cerrar los ojos y aprovechar el sol y algunos empiezan a reanudar su camino. El padre se mantiene recostado, sin perder ojo de lo que hace esa pequeña, la madre, también rubia, se ha tumbado a su lado y permanece serena, sabiendo que él vigila lo que pueda ocurrir. Él, de repente, la llama insistentemente y rompe la serenidad de esa zona del parque. Un par de personas se giran para comprobar qué pasa. En el silencio que domina la escena, su voz parece alarmada, aunque verdaderamente no pasa nada: sólo quiere atar un cordón de su zapato. 

Con el tiempo la escena te vuelve a la memoria gracias a una serie de televisión. Es parecida, aunque nada tiene que ver en realidad. No sabes si a tu acompañante también le resultará familiar cuando la vea. Probablemente. O tal vez en ese momento miraba hacia otro lado y no recordará esa escena nunca. Los recuerdos, igual que la vida, dependen, en la mayoría de ocasiones, de hacia dónde mires. Quizás mañana, cuando la vea, le pregunte.

domingo, 25 de noviembre de 2012

La metamorfosis

"Desde que leí La Metamorfosis de Kafka, no he vuelto a mirar con los mismos ojos a los hombres", pensó la cucaracha.


viernes, 19 de octubre de 2012

Paragüero

Asisto, ensimismado, al desfile de paraguas que tiene lugar en la calle. No veo nada más que esas figuras hexagonales de colores, los codos y las piernas de quienes los portan como un estandarte. A veces me sorprende una gota que golpea con furia la tela y sale despedida en mil pedazos hacia el suelo encharcado. La lluvia y sus formas poéticas. ¿Existe una figura literaria más potente que la lluvia? ¿Quizás un paraguas roto que ya no alcanza a hacer su función? 

Los hexágonos de colores se mueven descontrolados ahí abajo mientras yo, refugiado en la ventana de esta biblioteca, observo la danza correosa que protagonizan. Veo uno de color rojo bajo el que me imagino una mujer fatal. Uno de esos labios carmesí de pantalla de cine. ¿Cuánto valen los tópicos? También hay uno grande y blanco, cuya forma desde lo lejos parece más bien octogonal, sobre el que se distinguen tipografías de periódico. Por la vestimenta que se adivina de cintura hacia abajo, es casi seguro que lo porta un hombre. Al parecer, buena fachada. Tal vez la figura de un escritor fracasado, un periodista que inventa noticias o un corrector de estilo que acude decidido a asesinar al último novelista que ha pasado por sus manos. 

La plaza, que se acurruca bajo el edredón de la lluvia, se ha convertido en una cabalgata de formas de colores que van y vienen. A la altura de la parada de autobús, en cambio, el desfile adquiere carácter de formación militar. Los colores se solapan y parecen sobrexcitados, corriendo de un lado a otro rápidamente. La localidad, que antes fue dormitorio, ha pasado a ser una ciudad paragüero. En mitad de la plaza avanza lo que por su andar lánguido y gradual parece ser un anciano. No alcanzo a verle más allá de mitad del pecho. Todo lo demás lo cubre un sobrio paraguas de luto. Sí consigo ver que va bien vestido, incluso la corbata añil encajada entre las solapas grises de su traje. Elegante, parece acudir lentamente, como si no quisiese llegar nunca, a su propia vigilia. Calculo que ya no debe andar muy lejos de allí. 

En contraposición, a su lado se acaba de cruzar la vitalidad de un Mickey que corre, salta y salpica el agua de los charcos a su madre, la única mujer que anda descubierta, como si disfrutase de la lluvia en su rostro de agua y rímel. El viejo parece decir algo, ha estirado la mano saludando a la pequeña, que lleva un abrigo rosa, y cuyos gritos alborozados atraviesan el cristal grueso de la biblioteca. Me imagino una leve sonrisa en el rostro del anciano, mientras rememora el tiempo en que él era quien correteaba con el paraguas de alguno de los superhéroes de la época. O las tardes de otoño, cuando jugaba al fútbol encima de los charcos, imaginando que salían victoriosos del césped calado del Vicente Calderón. 

Un paraguas puede simbolizar cualquier cosa que puedas imaginarte. Bajo un paraguas puede esconderse el llanto del desamor o puede brotar una amistad. Alguno de estos hexágonos de colores mantiene seca una historia, mientras alguien lee. Bajo un paraguas se puede hacer el amor, de muchas maneras, pero también se puede romper el mismo. Los días de lluvia son propicios para ambas cosas. Y para la literatura. También pueden inspirar una sinfonía, gota a gota, o hacer que algún escritorzuelo junte cuatro líneas seguidas. Sólo es necesario alguien que sepa mirar.

'Couples'. Elliott Erwitt.

martes, 2 de octubre de 2012

Suave es la noche

Are scenes no-one forgets 
And I'm enchanted, music softly plays 
By dancing silhouettes 

City by night. Elvis Presley.



Me gustaba detenerme unos minutos al final del día en la ventana. Lo había tomado por costumbre desde que era adolescente y ya era un acto mecánico. Antes de acostarme, fuese la hora que fuese, me apostaba en la ventana de mi habitación, si es que estaba en casa, o en la más cercana que tuviese, si no lo estaba. 

Es en esos minutos en los que la madrugada y la noche se empiezan a fundir en su abrazo roto, cuando mejor se escucha el silencio. Los días en los que más solitario me había sentido, solía buscar un rastro de vida en las casas contiguas o un ruido más alto que otro. Tal vez el silencio no sea otra cosa que eso: la búsqueda de una demostración de vida ajena. 

La noche del 19 de julio de 2011 no había sido diferente. Me golpeaba la brisa en la cara, donde me escocía un pequeño corte que me había hecho con un folio. Aquel día no había visto a nadie. Era domingo. Había dedicado el día a la lectura. Al finalizar la jornada tenía el regusto de la soledad entre los dientes, derritiéndose como los hielos de la copa de ron, ya vacía en la mesilla, y en el cigarro que se consumía despacio sobre el cenicero. 

Miraba las ventanas de las casas cercanas. Siempre me fascinó la escenografía de las ciudades por la noche. En cada ventana iluminada imaginaba una historia esperando que alguien la contase. Una vida, diferente cada vez, que sufriría modificaciones de una noche a otra. La vida desarrollándose dentro de esos pequeños cubículos, rodeados por cristales abiertos, en los que habíamos convertido nuestros hogares. 

Desfilaban mis ojos, fachada arriba y abajo, cuando una luz se encendió inesperadamente. No era una lámpara, si no más bien un reflejo. Alguien había encendido la televisión en una de las casas que podía ver un piso más abajo, en el edificio contiguo. La sorpresa me hizo quedarme allí mientras dejaba de lado el resto de luces, los coches o las pocas personas que ya caminaban por la calle a cuentagotas. 

No veía quién había encendido la televisión que daba reflejo en la pared que alcanzaba mi vista. Pronto, sin embargo, apareció una vecina que había visto siempre, desde que vivía allí, pero de la que no conocía el nombre. Ocupó el sillón y encendió una pequeña lamparita en la mesilla. El reflejo de la luz se sobrepuso sobre el de la televisión, creando una especie de aureola amarilla, similar a los focos que seleccionan un miembro del público en los concursos de la televisión. 

Nunca me había parado a pensar en la edad que tendría ella. Desde que había llegado a ese bloque la había visto innumerables veces, pero en escasas ocasiones nos habíamos llegado ni a saludar. Calculé que tendría más o menos mi edad. Entre treinta y treinta y cinco, no más. Hacía calor, con lo cual su pijama era corto y dejaba ver las piernas y gran parte del torso, por encima de los senos. Pensé que estaba buenísima e instantáneamente a ese pensamiento tuve cierto recelo en seguir mirando y aparté la vista un momento. 

Sin embargo, qué daño hacía por mirarla. Yo estaba en mi ventana y ella estaba en su casa, y si estaba allí sentada era porque así lo había querido. Sin más. Así que, después de ir al mueble bar, rellenar la copa de hielos y ron y encender otro cigarro, volví a la ventana. 

La segunda vez que la observé estaba mucho más recostada, casi tumbada por completo. Desde mi posición, creí que alcanzaba a ver el brillo del sudor que le caía por el rostro. El calor empezaba a ser insoportable, y como bien dijo Pessoa, dan ganas de sacárselo, igual que la ropa. 

Y eso debió pensar la chica, que de pronto se sacó la parte de arriba del pijama y quedó casi desnuda, sólo con el sujetador y la parte de abajo del pijama, que no era más que una suerte de tanga de color naranja. Definitivamente estaba buenísima. Pensé que debería hablar con ella, pero en seguida el pensamiento difluyó a otro caudal. 

De pronto entendía el sudor que la envolvía cuando volví de rellenar mi copa y que no le resbalaba antes de que dejase de mirarla. Y también entendí el porqué de que se hubiese recostado en ese fragmento de tiempo. No quitaba ojo de la pantalla que yo no veía. Aunque lo cierto es que la mayor parte del tiempo, cuando se movía despacio, de manera espasmódica, mantenía sus ojos cerrados. Gran parte de culpa de su calor y del que empezaba a asolarme a mí repentinamente, la tenía su mano derecha, que había empezado a deslizarse de forma rítmica dentro de la parte inferior del pijama, que se movía creciendo y decreciendo al compás mudo de los grillos. 

Haciendo honores a Scott Fitzgerald lo hacía despacio. Suave es la noche, pensé, mientras notaba como me excitaba sin control. Por supuesto, ella no se había percatado de nada. Probablemente ni siquiera habría pensado en la posibilidad de que alguien la pudiese ver. O la que podía ser otra posibilidad: ni siquiera le importaba que pudiese ser de esa manera. 

Sus ojos cerrados, su cuerpo desnudo y esas manos que conocían mejor que nadie su cuerpo, rompían la tranquilidad de la noche, silenciosa, rumiante y tensa. En esos cerca de treinta y cinco años se concentraban el escuálido placer, el apetito, la experiencia y la soledad. 

Apuré mi cigarro y agarré la copa. Con la mano que había sostenido el pitillo me masturbé mientras ella hacía lo propio un par de pisos más abajo. No solté la copa, no solté nada, sólo seguí con ganas mientras la observaba e imaginaba cuarenta mil cosas que nunca sucederían. Y acabó casi a la vez que yo. Se levantó rápida, apagó la luz y se perdió por el interior de los pasillos que ya era imposible que yo viese. Durante un rato habíamos compartido dos soledades de verano, algo que ella jamás llegaría a saber, para después volver a ser los mismos solitarios que hacía un rato. Barcos que se cruzan en la noche, y ni se saludan ni conocen… 

Aún me quedé un rato pegado a la ventana, con la vista clavada en el punto en el que había estado ella, que todavía permanecía en mis ojos, como esas imágenes que después de mirar durante un largo rato se mantienen unos instantes si cerramos los ojos. 

Después de limpiar los restos de aquella noche: el vaso vacío con los restos del hielo, los clínex, o el cenicero lleno de colillas, abrí la cama y me acosté, desnudo tal cual me había quedado. 

Era verano, el calor apretaba fuera y acababa de perder toda la fuerza que me quedaba al final del día. Supuse que ella había hecho algo parecido. Una solitaria más, como otra cualquiera entre tantas. Otro número primo. 

Al día siguiente me crucé con ella al salir del portal. Y como siempre, apenas nos saludamos.