lunes, 25 de enero de 2010

Ojos que no ven...

Viaja siempre que tiene la oportunidad, y le gusta quedarse con algún recuerdo especial de cada una de las ciudades que escoge. Nunca fue entusiasta de los típicos recuerdos despersonalizados que se diseñan para que la multitud los acapare dentro de sus maletas, llenas de camisetas con el nombre de la ciudad en cuestión o figuritas e imanes con los monumentos célebres. Prefiere llevarse en la memoria esos pequeños detalles que hacen especial a una ciudad.

Si le preguntas por un recuerdo de Berlín, ella te hablará sin dudar un segundo sobre la suavidad de las manos del camarero que le devolvía las monedas cada mañana. Ninguna otra cosa, sólo eso. De Lisboa siempre recordará aquellos fados que sonaban de manera interminable en aquella cuesta que la subía a su albergue; y de París, la colonia de aquel chico con el que habló en lo que dura un paso de peatones. Y aquella conversación, a su lado, en Roma: “Colócalo aquí, que hay un huequito en la verja. Hazle una foto. Ahora siempre estará aquí, pase lo que pase”.

Una tarde en Nueva York la invitaron a un helado de vainilla. Se le olvidó preguntar el nombre de la calle y pasó un par de tardes enteras caminando sin rumbo para volver a encontrar la heladería. La segunda tarde, un chico, que por su voz debía ser mejicano, le preguntó qué andaba buscando y la guió allí. Siempre recordará aquel sabor y el sonido de su voz áspera pero agradable. La arena que trajo desde El Cairo dentro de los zapatos, y no descubrió hasta dos días después de llegar a casa, o el intenso olor a césped recién cortado que se acoplaba con el de la lluvia en aquel parque en Londres.

En su estantería no hay figuritas de la Torre Eiffel, ni suvenires de esa índole. Ni siquiera de su pared cuelgan fotografías en las que aparezca ella junto a la sirena de Copenhague, ni delante del Palacio de Cristal de Madrid. La mayoría de las veces ni siquiera los recuerda en su mente. No lo necesita. Viajar es para ella otra cosa.

Paula hace años que no ve todos estos detalles. Perdió la vista cuando tenía veinticuatro años y desde entonces se tuvo que acostumbrar a portar otro tipo de recuerdos en su equipaje. Las manos de un camarero, la arena de la playa deslizándose entre sus dedos, el olor de una pastelería en una calle de París, o las palabras de una pareja al colocar el típico candado con su fecha en el puente de Milvio. Los recuerdos que muchas personas no son capaces de memorizar por el simple hecho de ver. Porque la peor ceguera es la que no se conoce. La del que aparentemente sí ve.

jueves, 7 de enero de 2010

El beso de Mata Hari

Contaban aquellos que lo habían visto que frente al pelotón de fusilamiento se presentó sólo ataviada con una especie de abrigo de piel, sin nada debajo, tan sólo su seductor y exótico cuerpo. Algunos soldados, incluso, pidieron que les vendasen los ojos para poder ejercer su macabro trabajo. Otros lo hicieron con la cara al descubierto. Segundos antes de los disparos, la mujer, Mata Hari, desabrochó la gabardina, dejó su cuerpo al descubierto y, por si esto fuese poco, lanzó un beso al pelotón de justicieros. De un cuerpo de élite de una docena de soldados, tan sólo cuatro balas alcanzaron el blanco. El resto se perdieron en la inmensidad del bosque denso de aquel octubre parisino.

Algunos no llegaron a disparar su arma. Ese beso les paralizo el sentido, cuentan hoy. El beso de Mata Hari. La leyenda de la femme fatale. Un beso capaz de seducir hasta al cañón de aquellos enviados de la muerte. Una de las cuatro balas que la alcanzaron la partió el corazón, literalmente, en dos y le dio muerte al instante. Murió con los labios pintados. Unos labios que siempre recordarían aquellos mercenarios a los que dedicó el último beso.

*****

Como yo los tuyos. Ayer tu rostro y el mío se detuvieron a unos centímetros uno del otro. Y instintivamente ocurrió. Porque, sin más, tenía que ocurrir. Y tanto tú como yo lo sabíamos desde días atrás. La mayoría de las veces no podemos predecir nuestra vida más allá del siguiente minuto, y realmente puede que eso sea lo mejor de ella. Pero yo también me quedé paralizado durante bastante parte de la noche. Igual que aquellos soldados, a los que el beso ni siquiera llegó a rozar levemente; yo, ahora, recuerdo. Y a mi cabeza llamó varias veces también la imagen del rastro de tus labios, levemente teñidos de rojo, sobre la taza del café que estabas tomando por la tarde.

Tus ojos cerrados, y al fondo, aquellos cristales empañados y la noche tan profunda.