miércoles, 25 de abril de 2012

A night in the Chelsea Hotel

Cuentan los que alguna vez han conversado con él que, cuando bebe algunas copas de más, y en la borrachera surge aliento nostálgico, suele hablar de ella. Hace muchos años ya de aquella noche pero la recuerda con la misma fuerza que la noche que escribió aquel poema lleno de rabia, como si el recuerdo quisiese cincelar, como si su memoria actuase desde entonces como un trozo de mármol en el que se escribe el epitafio de alguien que aún no había de morir. 

Él cuenta siempre la misma historia. Ni una palabra de más, ni una de menos. Con las mismas palabras bravas y dulces que ella, que le abandonó de forma prematura, deslizaba con su tono de voz agudo y tejano. 

Era aquel el Nueva York de finales de los sesenta. Nada que ver con la ciudad en la que vive ahora. Quizás el mejor tiempo que haya vivido, quizás no. Él, insultantemente joven respecto a su envoltura actual, reservó una habitación en el hotel con el único propósito de cruzarse con aquella semidiosa rubia que también era actriz. Sólo buscaba cruzarse con ella, ya pensaría qué decirle, si es que no callaba cuando se encontrasen. Le habían dicho que solía trasegar mucho por el ascensor del hotel. 

Se montó solo. Su habitación estaba en uno de los últimos pisos. Aquellos edificios eran altos, y a la mitad de trayecto, en el piso 10 –siempre recuerda preciso-, se abrieron las puertas. Evidentemente no era Brigitte Bardot quien entró; lo hizo ella. Estaba buscando a un tal Kriss. 

- Pues estás de suerte, nena, porque yo soy Kriss Kristofferson. 

Ella se echó a reír. Era evidente que no lo era. El elevador continuó, como siempre hacen las máquinas, sin conciencia, y ella, seducida por esa confianza en sí mismo, seguramente empezase a hablarle de banalidades. Nunca el viejo suelta palabra de aquella conversación. Cuando el ascensor se detuvo en el piso de él, los dos ya sabían que iban a pasar la noche juntos. Allí mismo, en aquella habitación del Chelsea. Había saltado un resorte. Eso cuenta el viejo genio. 

No se amaban, ni lo hicieron nunca, solamente aquella noche. “Ni siquiera pienso en ti a menudo”, le escribe el viejo en aquel poema. Supongo que lo que tuvo lugar allí fue un juego en el que, sencillamente, el uno se conformó con el otro. Probablemente se drogarían y beberían. Pero nunca, nunca, se amaron, salvo aquella noche. Escasas veces se rencontraron siquiera. 

Él se llama Leonard. A pesar de que aquella noche la muerte era para él un destino lejanísimo e impensable, hoy está más cerca de ella que de la cincuentena. Hace tiempo que se convirtió en un genio, pero nada parece alegrarle lo suficiente, siempre lleva su sombrero calado impavidez hasta la frente. 

Ella en cambio ya no está. Se llamaba Janis y hace mucho que ya no está. Murió joven, poco tiempo después de aquel encuentro, con el cuerpo y el tiempo consumidos como si tuviera ochenta años. No dejó un cadáver bello, nada más lejos de la realidad. Y con ella, dicen, murieron los años sesenta. Perdió la guerra antes de tiempo, aunque su vida no fue otra cosa que una derrota dulce. Hoy sólo revive unos instantes cuando suenan los acordes de su poema, convertido después en canción por él mismo. Está muerta, sí. Pero qué más da. ¿Quién puede asegurar que eso no la convierta en la más inteligente de todos? 

Chelsea Hotel No. 2.


martes, 3 de abril de 2012

Bloomsbury

Una de las casas londinenses de Charles Dickens está en Bloomsbury. Este barrio de pequeñas viviendas oscuras, a lo largo de su historia, ha acogido a escritores de la talla de Woolf o Forster, numerosos artistas, o pensadores como Keynes, que también perteneció al llamado grupo de Bloomsbury. 

El círculo de Bloomsbury, que se reunía en la casa de los Woolf en el primer tercio del siglo XX, aunaba un enorme interés por la Literatura, las Artes o las cuestiones relativas a la sociedad. Se puede decir que tenían una inquietud similar a la que Dickens mostró en sus novelas tiempo atrás. 

Londres aún tiene una estrecha relación con la cultura. En el mismo barrio de Bloomsbury se mantiene abierto desde hace siglos el Museo Británico, muy cerca del 221B de Baker Street en el que se instaló Sherlock Holmes para poder desarrollar sus habilidades de investigación en el museo, entre caso y caso, y muy cerca también del número 48 de Doughty Street que habitó el propio Dickens. 

La ciudad respira arte y literatura. Cualquier esquina puede ser ente artístico, desde la Tate Modern o la National Gallery hasta el Globe o el 84 de Charing Cross, en el que durante un tiempo estuvo abierta la librería Marks & Co. Londres está, además, llena de espíritus, de vivos y muertos, los fantasmas de Van Gogh y Turner, el de Norman Foster o una mezcla de los fantasmas victorianos y los contemporáneos. 

En la abadía de Westminster está el rincón de los poetas. Allí se reúnen involuntariamente, defunción mediante, escritores de distintas épocas que formarían tertulias inverosímiles. Henry James, Rudyard Kipling, Thomas S. Elliot, Lord Byron, el matemático Lewis Carroll o el mismísimo Dickens, entre otros. Basta sólo con cerrar los ojos un momento para imaginarlos a todos a los pies del memorial erigido a Shakespeare. 

Los domingos por la tarde los músicos callejeros tocan hasta el anochecer en la orilla del río. La ciudad sigue su rumbo caudaloso hacia un nuevo lunes. Mientras tanto, las obras arquitectónicas, protagonistas silenciosas tanto de libros como de películas, como el Big Ben, Trafalgar Square o el Millenium Bridge, se beben el cóctel de turistas y londinenses que regresan del partido de fútbol o del teatro, quién sabe si a Bloomsbury.

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