miércoles, 26 de mayo de 2010

Felinos

Te has lanzado a la parte ancha de mi cuello. Sin más. Después de mirarme medio segundo sin decir nada. El movimiento ha sido rápido. Somos dos. Desde fuera lo que se ve son dos gatos jugando a pelearse cada uno por llegar primero al cuello del otro. Somos gatos, panteras, leones… de movimientos felinos.

De movimientos rápidos, ágiles, y a veces desgarrados. Violento amor el de los gatos, pensarán los humanos que nos vean desde fuera. Me erizas la piel. Me has marcado, dos heridas en la espalda, dos arañazos en la dorsal. Pero las cicatrices no duelen. Tus ojos se detienen otro medio segundo, insinuando una tregua, pero al instante otro movimiento excesivamente rápido que no acierto a rebajar. Los dos gatos se revuelcan por el césped verde, podría escribir otro humano que lo viese desde lejos; así es, y aunque parece que hayas ganado porque has llegado tú primero, eso es evidente, en seguida mis uñas afiladas salen y se clavan en tu parte alta del pecho. Maúllas medio instante. Da la impresión de que hoy el tiempo transcurre en medios.

Pero uno de tus caninos, qué ironía, se ha clavado muy fuerte en lo que sería mi principio del hombro si fuese un hombre. Se detienen las miradas de los otros en nuestra contienda. A veces resultan sorprendidas. Una gata persa intenta morder a un erizado gato callejero, un león se defiende a zarpazos del ataque, pero la pantera se abalanza otra vez. Más miradas. Maullidos, saltos y vueltas, en mitad del juego. Ajenos.

Media vuelta, por fin algo de calma, aunque me gustaba ese ajetreo y esa especie de juego que nos traíamos entre manos, que dirían las personas. Me giro, ya hemos guardado las uñas, aunque es seguro que volveremos a usarlas… Han salido mis heridas a la luz y las has visto. Intentas curarlas con dóciles y pequeños lametones, me encanta y ronroneo, porque esta vida de gato me hace sentir muy libre e independiente.

martes, 18 de mayo de 2010

Cuando vengas a Madrid

No existen madrileños en Madrid. Es una ciudad portuaria en la que no hay más de dos generaciones completas de gente natural de la región. Creo que lo tengo comprobado. Se podría decir de ella que es una ciudad joven, relativamente, en la que pocos se quedan, todos están de pasada. En unos inviernos emigrarán buscando nuevas estaciones de paso.

Gallegos, catalanes, asturianos, latinoamericanos… la hacen tan cosmopolita como yo la descubrí la primera vez que me llevaron a verla.

Un refugiado congoleño vende películas en Arenal, un argentino comercia con mate solidario en el puesto de una ONG en Lavapiés, una pareja de vallecanos regentan un quiosco de prensa en Chamberí, un portugués retrata a Lorca en la plaza de Santa Ana, una oscense, un navarro y un zamorano tomaban café en la universidad, una chica con orígen iraní mira un atardecer en el egipcio templo de Debod, mientras fotografía junto con su acompañante la luz a través del ramaje de un árbol… A menudo la mejor fotografía nos la regalan sus calles.

Madrid no tiene gente autóctona, se limita a acoger a los que llegan y a despedir a los que se van. Y en ese transcurso de tiempo los hace sentir madrileños, igual que si estuviesen en su casa. El Madrid de todos y el de cada uno es el que ahora lees, el que puedes observar si te asomas ahora al balcón.

El Madrid de Pio Baroja, que era vasco, el de Galdós, canario, la ciudad de Sabina, de Jaén, o la de García Márquez, que nació en Colombia. Esa ciudad a la que acudieron José Agustín Goytisolo, Miguel Hernández o Ángel González, catalán, alicantino y ovetense. Madrid, la de la casa de las flores de Pablo Neruda, chileno… El Madrid de los malabaristas y mendigos del semáforo en rojo, la de las obras, el Manzanares y el Vicente Calderón, la Castellana y el Bernabéu.

El de los poetas, los cantautores, las tapas, los carteristas del metro, el Rastro, los universitarios, las novelas. La ciudad de la Gran Vía y los cines, de los quiosqueros, taxistas y camareros, la del bocata de tortilla en la plaza Mayor, los gatos, el Rastro, o el Dos de Mayo…

domingo, 2 de mayo de 2010

Chica de negro sobre fondo desenfocado

Llegó con un vestido negro. Y estaba radiante. Automáticamente desenfoqué el fondo: no me interesaba en absoluto. Lucía preciosa. Mis ojos, que ella dice que le gustan, se querían dedicar a la única labor de mirar las superficies de piel que la tela negra dejaba al descubierto: sus piernas, esas que dice no le gustan y a mí me hace gracia porque las encuentro perfectas, sus hombros y el principio de la espalda, sus pechos, que se entreveían dentro del precipicio que suponía su escote…

El color negro le sentaba verdaderamente perfecto. Los pliegues parecían señalarme por dónde debía pasar mis dedos. La zona de sus riñones se me antojó como una especie de violín del que salía una música indescriptible. Quizás el pentagrama de sus lunares.

A veces pienso que no puede ser cierto. Que no puede ser posible que tenga ese alquiler para vivir en su cuello durante un mes, con opción de revalidar el contrato. Y que no puede ser que ella, con su precioso vestido negro, con su increíble cuerpo, es más, con sus labios delicados, me pida que ocupemos una casa, y yo quiera al instante despropiar a cualquier familia de su vivienda para meterme con ella en sus cuartos, y hacer redondas las puertas. Simplemente porque sí. Porque nos apeteció en ese momento.

No sabría poner en una frase, ni un párrafo, quizás en toda una novela, lo que me hace sentir… y es por eso que la odio hasta puntos imprevistos por ninguna persona corriente.