viernes, 23 de marzo de 2012

Las ventajas de la omnisciencia

Ser narrador omnisciente tiene sorprendentes ventajas. Sobrevuelan con su mirada una pequeña ciudad llena de edificios rojizos en la que algunas ventanas tienen las luces encendidas. Dentro de los hogares, las personas hacen su vida, ajenas a los hilos que las mueven y ya conocen su destino. 

Un matrimonio pasa las últimas horas del día en casa: ella ve la televisión en el dormitorio, él ocupa el salón viendo el partido; una pareja recién casada hace el amor en la encimera de la cocina, una madre acuesta a su hijo en un dormitorio con planetas colgando de la lámpara… Ajenos a la mirada del narrador, recrean una vida, no notan los ojos posados sobre su nuca. En el último piso una joven sale de la ducha, con el pelo mojado, la toalla envuelta sobre el cuerpo tostado que gotea. Tampoco parece darse cuenta, o tal vez sí pero no le preocupa. 

El narrador omnisciente lo sabe todo. Conoce todo sobre los personajes. Puede controlarlos a través de miedos que ni ellos han descubierto todavía. Él sabe cuando va a llover y por eso sale a pasear por su ciudad con un paraguas en la mano y lo abre justo en el momento en el que empiezan a caer las primeras gotas. Incluso sabe que un autobús va a atropellar a su personaje predilecto y por eso corre a cruzar la calle para intentar remediar en el último instante el fatal arrebato de su imaginación. 

La omnisciencia narrativa supone una mirilla en cada casa. Es el embajador de Orwell, el germen de la inseguridad. Cuando la sospecha crece en la ciudad es porque los personajes empiezan a sentir que alguien los mira, los vigila, los tiene atados, en definitiva: determina su destino. 

En una de las casas un hombre se sirve un bourbon, pensando que nadie lo sabe porque su esposa ya está durmiendo. No se da cuenta de que ahora su secreto es compartido. En el portal un chico es infiel a su novia. El narrador se jacta en su escritorio: sabe que algún día podrá chantajearlos y sacar réditos de su información. 

Los narradores omniscientes también sienten compasión a veces. Es difícil que sean justos, al fin y al cabo actúan como deidades. Entre sus protegidos suelen tener a los propios escritores, personajes con los que comparten vivencias, y que generalmente los enternecen. Pero esto también depende de la propia experiencia del narrador. Como la vida misma.

lunes, 5 de marzo de 2012

De pronto es lunes

De pronto es lunes y te despierta una mala noticia. Una sola llamada hace que tu gran fin de semana quede relegado a un segundo plano y que te parezca muy lejano, cuando sólo hace unas horas que terminó. La vida continúa ahí fuera, exactamente igual que la dejaste anoche al acostarte, o eso parece. Para ti puede que sí, pero en según qué casos, la cosa cambia. 

Llamas a alguien, ni siquiera sabes por qué o a quién, pero llamas. Necesitas hablar con alguien, oír la voz de otra persona que te cuente algo diferente a lo que acabas de escuchar. Llamas y sales a la calle. Alguien que te diga que todo es verdad, que ya te has despertado, que no estás soñando todavía. Andas con el teléfono en la mano, esperando que tras alguno de esos pitidos uno de tus contactos descuelgue y al otro lado de la línea alguien hable. 

Caminas, solamente caminas. ¿Para qué? -piensas-, si al final no llegaré a ninguna parte. El tráfico te envuelve en seguida. Nadie se fija en que caminas sólo, ni en tu expresión de dolor, cercana al llanto. Eres insignificante y lo piensas, lo sabes, e incluso te regodeas de tu propia insignificancia. A nadie le importa una mierda lo que te haya pasado. No tenéis ni puta idea de lo que pasa o qué -gritas interiormente al resto, que corre, sube al autobús o lleva a los niños al colegio. 

Caminas. Nadie coge el teléfono. Es posible que ni siquiera hayas marcado ningún número. Qué lejano se te antoja el sábado y cómo ha cambiado todo. Piensas en hablar con uno de tus amigos, pero está en Méjico, a tomar por culo, y no quieres despertarlo por el cambio de hora. Ya le avisarás, te dices. Al final acabas hablando con tu madre, cuya voz te tranquiliza un poco. Te paso a papá, resuelve cuando se os acaba la conversación y no sabéis qué deciros. Por lo menos hablar con ellos te tranquiliza un momento, pero en poco tiempo tu cabeza está dando vueltas otra vez. 

Es Nacho ahora quien habla al otro lado. Notas en su voz ese tono del que no sabe muy bien cuál es tu situación. Comedido pero sin ser demasiado sobrio. Agradeces el gesto, posiblemente involuntario, pero lo agradeces. Es uno de los pocos amigos de verdad que tienes. Él, el chico que te dio la nefasta noticia, el propio protagonista de la historia y unos pocos más. Lo demás es pura escenografía. Figurantes con los que llenar tus calles para tratar de paliar una soledad insoportable. Proyecciones. 

El edificio en el que estás parece a la vez un hospital y una cárcel. Quizás sea un manicomio, un psiquiátrico donde los locos creen ser libres. Tal vez. Pierdes la noción de tiempo y de lugar. De repente hay algo extemporáneo en todo. Al lado hay una soberbia mole gris que te entristece con su sola presencia. Seguramente no vuelvas allí nunca más, pero te agobias porque no encuentras la salida. Caminas, entras, sales, vas a la calle, te alejas, pero tu inconsciente siempre te acaba llevando a ese lugar angosto donde nada es lo que parece. Como una oscura metáfora de la propia mente humana y de la misma vida. 

Por fin te suena el móvil. Es ella. Antes la habías escrito, pero no podía contestar. Las obligaciones, las putas obligaciones que no llevan a ninguna parte y nos roban el tiempo y la felicidad. ¿Qué hago yo aquí? -te preguntas. Hablas con ella un rato y su voz, al otro lado de la línea, ejerce un efecto balsámico similar al que hace la de tu madre. Te tranquiliza, te droga. Incluso puedes ver un lado positivo, sonríes. Hasta que cuelgas. Después, otra vez la misma historia. 

En seguida vuelves a caminar solo. Es como si no quisieras parar; sólo caminar, preso de quién sabe qué. Te sales un momento de la fila de próximos cadáveres que circula por la acera. Bajas a la carretera, sin pensarlo, como si retases al destino y permaneces ahí parado unos segundos. Venga, estoy aquí, sacúdeme a mí también -pareces decir en tu más rotundo silencio. Vuelves a subir en cuanto un coche te pasa muy cerca. Al fin y al cabo sólo eres un cobarde más. Nada de héroes. Estás caminando de nuevo. Sabes que ese paseo no esconde ninguna razón concreta más que la de recordarte cruelmente que estás solo. Que todo lo que te rodea es artificio. Que nada es de verdad. Solo entre un millar de cuerpos. Solo. Solo. Solo... 

Rozas con los dedos un teléfono en una cabina, te paras un segundo, como si esperases que sonara. No, las cabinas sólo suenan en las películas. La realidad es distinta. Aquí nadie te va a llamar para consolarte. Piensas en quién habrá hecho la última llamada desde ahí. Existen pocas posibilidades de que conozcas al que haya usado ese teléfono antes de que tú te parases frente a él. Poquísimas. Algo así como veinte entre siete millones. Ni siquiera sabes hacer el calculo porcentual que eso significa. Una cifra casi tan insignificante como tú entre todas esas personas. La ciudad es un puto hormiguero lleno de mierda y de esquinas con restos de fruta podrida y porquería. 

Te has salido del camino y no sabes volver. O no sabes si quieres volver al redil. Nadie va a llamar a esa cabina, entérate ya y sigue con lo que tengas que hacer. Esa cabina sólo es una metáfora más. Espabila. Sólo eres un buen chico que anda algo perdido. Una mala noticia ha llevado el último fin de semana a un cajón de difícil acceso y ahora nada más eres un mendigo ocasional que busca una respuesta. Un don nadie que espera que un giro milagroso de la vuelta a una situación irreversible. Un iluso de esos que todavía creen en las historias de fantasmas y en la lotería. 

Ni siquiera eres el único al que la vida golpea, como andas creyendo desde hace un rato. Para nada. Es más, seguro que antes de que acabe la semana conoces otra desgracia, puede que mayor que la tuya. Y ahora crees que todo supondrá un giro en tu manera de ver las cosas, pero te darás cuenta de que en pocos días, volverás a hacer todo de la misma forma que siempre. La vida a veces es tan mierda como las noticias que arrastra. Y en el fondo de todo, manchada de mierda y residuos orgánicos, está la justicia que algún día nos sirvió como eje. El mundo ideal es una patraña.