viernes, 31 de diciembre de 2010

Historias de sábado

A las cuatro de la madrugada la ciudad tiene distinta temperatura según qué zonas. El termómetro no es igual en Chamartín, donde ni un alma puebla las calles, que en Tribunal, repleto de gente que se bebe la vida en una noche.

En la madrugada Madrid es como mi colchón, frío en las partes deshabitadas por mi cuerpo –Chamartín- y caliente en las que sí se recuesta –Tribunal-. La temperatura va por barrios. Y esta urbe parece no dormir nunca por completo.

Vuelvo de la gran ciudad a mi casa, en una ciudad dormitorio. Estoy cansado y, efectivamente, quiero dormir. Viajo en un taxi junto a dos chicas. Ninguno hablamos demasiado a estas horas ya. Se nota el cansancio. Su mano me roza un momento y me hace sentir más seguro.

La miro, callado, y está mirando la ciudad a través del cristal. Las cuatro torres se levantan como un tótem sobre nosotros y el resto de la ciudad. Es el progreso gris. La carretera está vacía. No circulan apenas coches. Es muy tarde. O muy pronto, tal vez.

Ninguno de los tres decimos nada, parece como si la noche, el frío o la ciudad nos robasen las palabras antes de decirlas. El taxista sólo conduce y cambia la estación radiofónica para no dormirse.

Tras unos minutos la ciudad queda atrás y entramos en el extrarradio. Hay más ambiente de nuevo, el lugar aumenta de temperatura mientras nosotros, paradójicamente, nos acercamos a nuestra cama, que en un rato estará fría o cálida por distritos.

Historias de sábado y de ciudad.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Apeadero 18:03

A mis padres, mi hermano y todos los que se consideren "los míos".

Estación de Atocha. 18:03 horas. Ya es de noche y, aunque las vías están a cubierto, se nota el frío de fuera entrando por los laterales. Él observa todo lo que ocurre a su alrededor, impávidamente, aunque ella no siempre se da cuenta. Camina una pareja de la mano, alternando su caminar con abrazos, carantoñas y besos. No son mayores, su juventud aún roza la plenitud. Sonríen cuando se miran.

Las luces de la navidad crepitan luminiscentes por encima de la estación, en la ciudad, sobre el asfalto. Pero esta tarde no es Nochebuena, todavía no. Aunque ya estamos en diciembre y cada vez queda menos. Madrid está relumbrante y rebosa navidad. El Corte Inglés de Méndez Álvaro destellaba colores cuando el tren pasó a su lado y ellos lo miraron desde la ventana algo empañada. La Cibeles lanza besos pétreos mientras suspira en un trompetín navideño su amor innegociable por Neptuno. El paseo del Prado se perfila delante de la estación como una larga serpiente que emerge de un túnel sin salida. Y miles de pequeñas células, con una amplia gama de colores y dos luces, se adentran en sus tripas a través de la boca.

Pero ellos dos aún están abajo, en los fondos impíos de la estación. En su camino se cruzan con multitud de personas, que regalan al imaginario de la ciudad millones de escenas diferentes. A su lado un chico espera la salida de un tren que circula hacia Albacete; mira desde fuera a la ventana y hace gestos, sonríe con expresión mustia y lanza besos. No tiene más de treinta, dentro le responde a cualquier gesto una señora de unos sesenta años, que tiene dibujada en la cara la misma sonrisa que él, y apoya la mano a veces en el cristal. El joven los observa y una mueca se dibuja en su cara. Siempre las escenas de estación causan una extraña añoranza. Por eso quizá los besos que se dan en un andén irremediablemente sepan a despedida. Las estaciones son asombrosas, como los trenes, igual que esa madre y ese hijo que se miran y se sonríen separados por un grueso cristal, como en las cabinas telefónicas de los penales. El tren zarpa y, por fin, sus ojos no consiguen cruzarse por más que lo intenten. El chico, alto, envuelto en un chaquetón negro emerge por las escaleras mecánicas hacia el frío abrasante de Madrid.

Más adelante, mientras esperan el tren, un padre, una madre y su hijo juegan con unas tiras de serpentinas. En el carro del niño está colgado un gorro con la cabeza de un reno, de los que acaban de ver ellos en la Plaza Mayor, repleta como siempre de gente que trata de acercarse a los puestos navideños o al gran carrusel que gira en la esquina de la calle de Toledo. El niño corretea con el padre de banco a banco y no para de reír. Qué júbilo. Nadie en la vía deja de mirarle y todos tienen esa expresión de alegría ajena que se nos pone cuando vemos un niño riendo o jugando despreocupado. Tal vez dentro de unos cuantos años, cuando el pequeño tenga alrededor de treinta, despida a su madre en alguna estación y se hagan gestos a través del cristal. O a lo mejor camina con su padre abrazado al hombro como ahora pasan un señor y un chaval, que parece ser su hijo, al lado de nuestra pareja. Quizá cuando sea algo más mayor se bese apasionadamente con una chica en el apeadero de cualquier otra estación, como ahora hacen al lado de ellos dos jóvenes que hace unos veinticinco años posiblemente estarían jugando con sus padres.

Nuestro joven, cogido de la mano de la chica, no para de observar todo entre sujeto y verbo, entre beso y abrazo, o caricia y sonrisa. Todos parecen absortos de lo que ocurre fuera, incluso la ciudad ahí arriba parece engalanada como si esperase la llegada de alguien, una cita que lleva muchas vidas esperando.

Las ciudades siempre parecen esperar algo que nunca llega. Nunca dejan de engalanarse cada navidad, en cada fecha señalada, pero al final siempre les dan plantón y todo retorna a su cauce. Vuelve a ser navidad otra vez este año, y parece que será así cada diciembre. Acuérdense de todos los que tengan que acordarse, aunque no sólo ahora sea el momento; fíjense en su alrededor, ahí está siempre lo importante. Cualquiera les puede retratar en cualquier momento, asique, por favor, sonrían. Atocha volverá a regalarnos el año que viene, como todas las estaciones de tren, miles de historias para los ojos despiertos. Y Madrid volverá a brindarnos otro invierno, cada vez más frío, para buscar el calor en aquellos que creamos conveniente hacerlo.

Al final, nada más que tránsito; tan solo estaciones de paso, personas, y ciudades.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Mrs. Holly

Aún le falta echarse el rímel en un ojo cuando la puerta se cierra tras de sí. Va algo acelerada. Entra en el ascensor y destapa el bote. Se termina de pintar allí, en el trayecto hasta la calle. Igual que Holly se pintaba en el rellano.

Nota el frío en la piel, debajo del abrigo largo de color beige con el que ha salido hoy. Acerca el rostro, con el ojo izquierdo por delante, al espejo, y empieza a deslizarlo por sus orillas. Justo antes de que el ascensor llegue, termina, se mira por última vez en el espejo y sale.

Ya es de noche. Camina algo rápido, la esperan y llega un poco tarde. Bueno, al menos el sitio está cerca y no tiene que recorrer mucho camino hasta allí. En la primera esquina que gira tras abrir la verja del recinto, ya ve en la distancia el punto de encuentro y cree que le intuye esperando, con un abrigo oscuro, apoyado contra la pared, aunque no le alcanza bien la vista.

Cuando se acerca allí descubre que sí es él. Instintivamente se acerca el dedo a los labios, como si se lo mordiese, y una mueca dibuja una especie de sonrisa pícara en su rostro. Suele hacerlo si llega un poco tarde. El mundo es para ellos hoy. Y hace tiempo que no tenían tantas ganas de estar juntos como esta noche.

La luz de las farolas se acompaña de la de la luna para dibujar un rastro luminoso blanco en los adoquines de aquella calle, no demasiado transitada, donde él espera. Ya ha llegado a una distancia de tres metros de él, que sonríe y se separa de la pared. Se funden en un abrazo. La luz, dibujando su rastro en el suelo.

Moon river.

martes, 9 de noviembre de 2010

Cartas en el bolsillo

Le compré una parca negra a un tal Horacio Oliveira. Encontré en el bolsillo interior, al día siguiente, esta carta, en cuatro dobleces:

"Maga: los dos lo sabemos. Nada de lo que estamos viviendo quedará escrito en los libros, tal vez y como excepción si llamamos a este conjunto de papeles rayados de tal manera. ¿Te das cuenta? Nuestro amor nunca se transformará en ninguna novela. Quizás porque no debamos llamarlo así, el amor es para aquellos que necesitan papel rayado para escribirse. Y yo no estoy escribiéndote sobre amor, ni siquiera sé si lo estamos o no. A mí lo que me trae la felicidad es encontrarte cuando jugamos al “punto de encuentro”, y toda la ciudad es nuestro damero. A mí no me da la felicidad una hora y un lugar, ni saber que nos cruzaremos allí sin más posibilidad. Insensatos. Eso es para personas de otra pasta, para gente tipo. Yo prefiero el riesgo de no encontrarte una tarde, para así aprovechar cada momento y cada esquina de la ciudad, que es maravillosa, cuando sí nos encontramos. Yo te prefiero a ti sobre el resto, sabiendo que puede llegar un día en el que tú dejes de pensar lo mismo que yo. Pero merece la pena arriesgar, merece la pena la magia y el consuelo que ofrece la opción de conquistar la ciudad cualquiera de estas noches…"

martes, 2 de noviembre de 2010

Odio...

Odio los despertadores. Odio el café pasado de azúcar, la gente que no sonríe nunca, y los juramentos que después se rompen. Odio la tristeza, y también las lágrimas de cocodrilo. Y que siempre los carretes tengan una última foto. Odio la mentira y la soledad, y además me atormentan, y odio el sabor del alcohol de cuando se está triste. Odio el hambre y, a veces, al hombre, la insolidaridad, y a los dictadores. Odio tener que levantarme cuando duerme conmigo, y también el momento en el que gira la calle y sé que “esta noche no será sólo para nosotros”. Odio que se me acabe el papel o la tinta del boli. Odio saber que estará lejos un tiempo. Odio las prohibiciones, que a alguien le corten las alas, incluso a mí. Odio las muertes prematuras, el dolor que arrastran, y a esos que maltratan a una mujer y destrozan todo. Odio a veces Madrid, y el primer día después de que marche y el de antes de que vuelva porque tiene treinta y seis horas, por lo menos.

martes, 19 de octubre de 2010

Las distancias cortas

El eterno dilema de las distancias. La cercanía, la lejanía, el saberse más cerca de una persona que cualquiera… Divagaba sobre todas estas bobadas mientras la miraba, sentado en un banco de la orilla de la fuente. Ella estaba en el primer piso de aquel centro. Veía el movimiento de su camisa gris con cuadros, de un lado a otro, acompañada por su melena ondulada. Estaba en su clase de pintura de los martes.

Anochecía cuando yo estaba postrado en aquel banco del parque. Empezaba a hacer frío, las noches del próximo invierno se presentaban muy frías en la ciudad. El agua de la fuente repicaba en el pequeño muro blanco y salpicaba algunas gotas en la parte de mi nuca descubierta por la parca. Pero no quería irme de aquel banco de piedra.

No llegué a ver qué había en su lienzo, pero imaginé multitud de motivos: bodegones, botellas, retratos o incluso una especie de imagen de mí de carboncillo sobre el papel fino. Alguna vez la había observado mientras pintaba, sentada en el suelo, con un lienzo a medio terminar. No era, por tanto, la primera vez que la veía pintar. Incluso guardo algún dibujo firmado por ella. Pero nunca la había visto así, de esa manera tan cercana y distante a la vez, como ahora la veía. Nunca había jugueteado con la sensación de lejana cercanía, tan sólo auspiciada por una pared y una altura, dos tramos de escalera, como ahora, mientras la miraba moverse a través de esa ventana sin que se diese cuenta de que, efectivamente, me mantenía embaucado en sus labores pintorescas.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Posavasos

Dejo este texto aquí, como principio de algo más largo.

Sus últimas palabras habían sido:

“Recuerda lo escrito en servilletas”.

Todos en la sala habían pensado que en aquel momento le había llegado, por fin, el delirio previo a la muerte definitiva. Sonrieron, incluso alguno echó a reír porque creyó que aquel había sido su último chiste. Todos menos ella. De repente su corazón aviejado se había encogido estrepitosamente. Su mente había viajado muchos años atrás en el tiempo, mientras él le agarraba con fuerza la mano y le sonreía sin dejar de mirarla.

“Pronto nos veremos”, le contestó ella, procurando que nadie les escuchase, como si guardasen ese secreto.

Meses después, comenzó a desempolvar las cajas que tenía por la casa, guardadas en muebles, que bien podrían haberlas guardado de una nueva guerra. Para esa labor pidió ayuda a su nieta, que como persona joven, tenía mayor agilidad a la hora de subir a las alturas.

“Buscamos una caja dorada, bastante antigua, a veces parece una especie de baúl de madera”, le indicó a su nieta.

El primer día no encontraron nada, y le pidió que volviese a la mañana siguiente. “Si no tienes nada mejor que hacer, hija”, dijo. A la misma hora que el día anterior sonó el timbre. Su nieta apareció detrás de la mirilla con una sonrisa alentadora y saludando con la mano al notar el movimiento de la mira.

“Gracias, hija, espero que hoy la encontremos”.

En seguida, tras tomar un rápido café que había preparado, se pusieron manos a la obra. Rebuscaron en muebles que hacía mucho tiempo no miraban, pero ni rastro encontraron de aquella caja.

“¿Qué había en ella, abuela?”.

“Cuando la encontremos”, fue su única respuesta.

Parecía como si la búsqueda de aquella caja hubiese supuesto para la abuela una inyección de vida, después de los días posteriores a su muerte. Por esta razón, su nieta decidió que la ayudaría a buscarla hasta que la encontraran, ya que las palabras de su abuela, además, habían suscitado un nuevo interés por este hallazgo.

“Ven, vamos a buscar en el arcón que había en nuestra habitación, creo que pueden estar ahí”, anunció la abuela.

Como si de una lucidez repentina se tratase, efectivamente, allí se encontraba, enterrada entre millones de papeles viejos, libros y cuadernos con recibos y anotaciones. La caja que, a veces, como en este caso, parecía un baúl. La sonrisa de la abuela fue tremenda y como anunció, tras cargarla pesadamente con sus manos, se sentaron en su cama y abrieron la tapa.

Salieron un montón de papeles, libretas, sobres aparentemente cerrados desde hacía un montón de años, incluso algún libro. Enseguida abrieron un sobre sin caligrafiar. La sonrisa brotó en el rostro arrugado de la abuela, que sacó servilletas y posavasos caligrafiados con su bonita letra. Pequeñas declaraciones de amor de tiempos inmemoriales. ¿Cómo se podría acordar aún de aquello? ¡Qué memoria! ¿Y cómo sabía que aún los guardaba? Se lo imaginaría.

Siguió sacando cosas de allí: poemas en servilletas, dibujos en pequeños trozos de papel rayado, direcciones en las que quedaban para encontrarse o recuerdos de los cafés en los que descansaban en sus paseos por la ciudad.

La felicidad había vuelto a la cara de la abuela, que incluso pareció que iba a arrancar pronto en lágrimas…

viernes, 24 de septiembre de 2010

Gigantes

Salieron caminando juntos, cogiéndose a los dedos del otro. Dejaron atrás la estación de ferrocarril y enseguida él notó una extraña sensación, como si estuviese creciendo imperceptiblemente, pero todo a su alrededor se mantenía igual que hacía un minuto.

Anduvieron mientras charlaban, dejando un poco de lado la zona más turística, para tomar café antes de seguir con el camino.

Entonces, de pronto, cayó en la cuenta de que hacía unos minutos que no escuchaba el tráfico, pero siguió andando, sin perder atención a lo que ella le estaba contando.

Fue en un momento en el que creyó pisarse levemente el pantalón y bajó la mirada, cuando no dio crédito a lo que observó.

Por debajo, muy debajo, de sus manos entrelazadas estaba la ciudad, como una maqueta que hacía la vida normal y diaria. Los tejados, las copas de los árboles del parque, los pequeños vehículos circulando entre sus pies…; todo seguía ahí abajo, mientras ellos se habían alejado de aquella pandemia de prisa que asolaba la ciudad desde hacía unos años, haciéndola perder su identidad.

A lo lejos se entreveía el extrarradio, detrás de la estatua de Afrodita que presidía el último edificio.

“Mira”, dijo, señalando con el dedo.

Ella miró.

La vieron, forzando un poco la vista: la Torre Eiffel, y más al fondo el Fernsehturm de Berlín, y Saint Paul, y más allá toda la ciudad de Viena, justo antes del horizonte.

Se miraron, se hacían grandes el uno al otro.

jueves, 16 de septiembre de 2010

El sonido del silencio

“El silencio es el partido más seguro
para aquel que desconfía de sí mismo”

François de La Rochefoucauld, Duque de Rochefoucauld

Silencios. No sé lo que motiva un silencio, cuando en juego está algo más que un par de palabras. La espera de los silencios se hace francamente larga. Mucho más larga a veces que el tiempo que realmente transcurre en ella. El silencio se suele tomar como un mecanismo defensivo, como una barrera difícil de traspasar por el que en ese momento consideramos un enemigo, alguien que no debe incurrir en nuestra introversión.


Hay quien toma el silencio como un mecanismo más de la conversación. El que calla otorga, que diría el refrán. Sin embargo, el silencio es mucho más que eso. Puede ocurrir que incluso se torne en soberbia, en cierto caso, o desprecio por el interlocutor, dependiendo de cuánto se prolongue.

El silencio es muy cruel, muy indiferente. Cualquiera que se encuentre en la situación sabe entenderá. El silencio no cura. Pese a lo que muchos puedan pensar, la ausencia de palabra envenena la relación entre los dos silenciados. Siempre y cuando no haya un pacto tácito de silencio firmado por los contendientes o el silencio se llene de miradas. En ese caso es diferente. En esos momentos es en los pocos en los que el silencio habla. Las miradas dicen, entonces, mucho más que las palabras, porque llegan más allá de lo que lo hacen estas. El primer beso se da con la mirada, y en silencio.

Pero simplemente es en ese momento en el que el silencio se puede considerar algo positivo. Se disfraza, el silencio se viste de conversación ausente, igual que los días de entre diario se engalanan, a veces, con ropas de fin de semana. Una táctica para impresionar, para lavar su imagen.

Sin embargo, el silencio siempre atormenta a alguien, igual o más que las medias tintas. Ese no saber por dónde van a circular los derroteros de la palabra que esperas. Ese esperar un sí o un no, que acaba por incendiar las esperanzas de cualquiera. Esa bomba de racimo que diverge en multitud de justificaciones para el sí o el no que esperamos, y que posiblemente no lleguen nunca por mera cobardía.

Porque el silencio, en la mayoría de sus acepciones, es la justificación del cobarde, que calla por no dañar o por creer que todo está en su mano y puede tomar todo el tiempo que necesite, sin preocuparse de que al otro lado de la línea alguien estará sufriendo esa incertidumbre. Y aunque no lo sepa, quizás la extensión de ese silencio sea el más inexcusable ruido. Miles Davis dijo que el silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos. Y eso puede incluso llegar a esclarecer las ideas y volverse en contra de aquel que calla, que entonces callará su congoja.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Contiendas

Todo el que hace la guerra tiene algún motivo. Llámame loco si es lo que piensas, pero leyendo Cien años de soledad, he caído en la cuenta de que nadie lucha por el mero hecho de luchar. Todos tienen una razón oculta, y no me refiero a razones materialistas. Debajo de esto, más profundamente, existen motivos personales.

Tomando un espectro más amplio de definición, y si me permiten añadir, siendo un poco ventajista, habrá quien argumente el clásico: “la vida es una guerra”, o alguna cosa parecida. Muy fácil desde mi punto de vista, aunque probablemente cierto.

Nadie pensaría hace un par de siglos que a nuestras alturas aún andaríamos desperdiciando el tiempo en matarnos los unos a los otros. Pero lo cierto es que las guerras están a la orden del día, tristemente. Y lo peor de eso es que, con tal asimilación del concepto como algo natural, muchas veces somos nosotros mismos los que optamos por tomarnos cualquier cosa como una guerra.

Batallar, luchar, desgastarse, para no llegar a ninguna meta. Simplemente porque creemos que tenemos una razón para creernos superiores. Sin embargo, la razón en la mente de cada combatiente suena creíble y muy lógica. Creo que la razón más evidente para hacer la guerra es el miedo de perder lo que hemos conseguido. Y pérdido entre las calles de Macondo me doy cuenta de que para muchos de los personajes es idéntico el pensamiento.

Aunque no todo es miedo. El ser humano tiene el comportamiento, entendible desde lo más irracional de la mente, de marcar y proteger lo que considera suyo. Para algunas cosas aún seguimos siendo muy salvajes. De esta manera, seguimos considerando como nuestro lo que más cercano tenemos: la familia, la pareja, los amigos… Y ante cualquier amenaza externa nos ponemos en pie de guerra. Me lo enseñó uno de tantos Aurelianos.

Me suele ocurrir cuando leo a algún escritor del que me gusta su forma de contar historias que pienso que nunca llegaré a escribir como me gustaría. Supongo que en el caso de García Márquez, él ve la vida desde los ojos de la sabiduría y de la mayoría de edad dejada atrás hace mucho tiempo. Pero ese pensamiento sobre la escritura se convierte a menudo en mi guerra interna.

Mientras tanto, ya hace más de cien años de la última carta. Y el coronel aún no tiene quien le escriba.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Extracto de "Tú" en verano

Sueño, noches en vela, caricias, fotografías, cuerpos desnudos, amor entre las gafas de sol, la ciudad bajo nuestros pies. Atenea, el gato y la pantera, un imán, una libreta llena de referencias, y de palabras de tu puño y letra. Alguna poesía, películas que nunca terminamos, Cien años de soledad, el templo de Debod, Tutankhamon y Nefertiti, viajes próximos, proyectos de vida a medio plazo. Cerveza, café, tequila. El mono y el pequeño leprechaun. Las clases de guitarra y de matemáticas, y por qué no, también las de vocales. Lunares, viajes a la luna. El Café Estar, Malasaña, y Daniel Mordzinski. Gijón, el mar, y las estatuas. Los cuadros de Van Gogh que no dejo de mirar. Tu lienzo aún sin acabar en la alfombra. Las miradas a través de los reflejos. Le chat noir. El olor que se queda entre las sábanas. Friends y sangre fresca. Una caja de lápices de colores. El Reina Sofía y el Guernica. Lo pequeños que nos sentimos sobre el cielo de Madrid. El alquiler improvisado que pagamos para leer con la luz levemente encendida a medianoche. La vida. Fluyendo.

jueves, 19 de agosto de 2010

Vuelo rasante

Lejos del ruido y de cualquiera. En la azotea de la ciudad sopla un ligero viento de verano. Últimamente los días se han vuelto algo más fríos y en las alturas se nota más el cambio. Arriba hay una exposición fotográfica sobre Madrid, que tiene como telón de fondo la propia ciudad, privada de buena parte de su tráfico por las fechas estivales.

El ascensor está lleno. ¡Qué agobio los ascensores grandes llenos de gente! Si al menos fuese de cristal… Pero ella se sumerge en la atmósfera nada más frenar en seco el ascensor con ese típico pitido, carente de sentido, con el que suelen hacerlo todos.

Un delicado viento, a veces cadencioso y algo alicaído, golpea su melena perpleja, mientras su mirada rizada, hace abrir sus pupilas para canalizar lo que ve. Desde su atril de elevada notoriedad, los oídos sienten como un ínfimo hilo de voz sale de la garganta. “¡Ala!”. Se ha oído desde lejos su propia voz, aunque desde ahí arriba, en el balcón que custodia una colosal Atenea, todo parece infinitesimal.

Cuando ve la imagen, en posición de salvaguardia, en su mente suena una canción, que nombra Atenea a alguien por su belleza, al contrario de lo que todos hacen, venerando a Afrodita. Le gusta porque le parece diferente. Posiblemente, al estar sola, nadie se haya dado cuenta de cómo ha ido cambiando su rostro, hasta llegar a denotar una emoción que ni ella sabría explicar.

Se estremece al sentirse dueña de sí misma y de la ciudad. De los coches que circulan ahí abajo, de la gente que camina sin saber que alguien la observa desde arriba, de su vida, de sus actos, de su confianza y cariño en las personas. Se siente dueña y de repente se siente grande, como un icono que acompañe a la diosa en las alturas.

Se sabe libre, mientras en la fachada de enfrente aparecen unas palabras sin sentido alguno. La última que lee le confirma lo que estaba empezando a pensar. Volar. Volar sobre Madrid, elevarse un momento sobre los pensamientos que asolan a sus conciudadanos y que cargan los oídos de algunos de plegarias que nunca se van a cumplir. Volar sola. Y libre.

En ese momento, mientras mira al horizonte, donde un bronceado carro de cuadrigas es tirado por un soldado sobre el cielo gris y asfaltado de la metrópoli, alguien le roza el brazo. Entonces sabe que no viaja sola, que ahí está otra persona, con la que puede volar, si así lo quiere. Sin alzar los pies del suelo.

viernes, 30 de julio de 2010

Y tú serás Gijón

Dejamos atrás Gijón, con la puerta abierta para cuando queramos volver. Viajamos en tren, entre las montañas verdes de Asturias. Me enamoré de ella, lo reconozco, y espero que me perdones. Me enamoré y lo hice de cada cerro, de sus playas, de su viento marinero… Me quedé prendado del sabor salado del mar sobre su piel, de los barrios que la conforman y los fantasmas que los moran. Ahora volvemos a Madrid y por primera vez no quiero. Quiero volver a sentirla cerca, a acariciar sus fachadas, a mojar mis pies en su melancólico llanto. Porque a veces las ciudades se convierten en las personas. Y esta ciudad será nuestra. Y tú serás Gijón.

28 de julio de 2010.
Escrito en el tren Gijón-Madrid.

lunes, 19 de julio de 2010

De mariposas, imanes y otras tonterías

Jugamos a la lluvia cada vez que estamos separados. Y es un juego muy extraño, sobre todo en verano. Me levanto a las cinco de la tarde, después de un rato de siesta, miro por la ventana, y aunque afuera pega el calor continental de Madrid, yo pienso: mierda, está lloviendo.

Salgo a la ventana, de la misma manera que en los fríos inviernos de la capital me apoyo en el alfeizar a mirar el frío. Sí, se puede intuír el frío de la ciudad, si miras atentamente la calle desde una ventana en la que quedes a salvo de él. Me quedo mirando el frío por la ventana, decía, y por delante de mi cara vuela una mariposa de colores. En realidad no es que me gusten demasiado, es uno de los animales que más indiferentes me resultan, pero me acuerdo de la expresión “tener mariposas en el estomago”.

Una expresión que, ciertamente, no me dice nada. En los últimos meses he aprendido que no, esa expresión es estúpida. No se sienten mariposas en el estomago, es incongruente. Yo, al menos, me niego a positivar esa expresión. Porque un día pensamos en un imán que habita, aletargado en el pecho de cada uno, como un segundo corazón que estuviese dormido, hasta que encuentra su polo contrario, ese hacia el que tiene que atraerse, y entonces, se activa su energía y hace que el corazón de cada uno lata un poco más fuerte cuando está cerca de su otro polo y que no deje de pensar y buscarlo cuando está un poco más lejos.

Pero no importa. Todo esto da igual, seguro que el primero que lo lea piensa: tonterías…

domingo, 4 de julio de 2010

Escapar de lo inevitable

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa alguna vez en escaparse y no por ello debe sentirse culpable. En absoluto. Piensa que la vida le está sonriendo bastante en los últimos meses y ese pensamiento le hace sentirse bien. Por si fuera poco, en pleno verano sigue oliendo profundamente a humedad. Casi todos los días llueve, al menos durante un rato.

Hoy, hace justo un año, se encontraba en otro balcón distinto, en otra ciudad, de otro país. Y ahora piensa que quizás le vendría bien volver a aquel balcón, en lo más alto de la Alfama, o sentarse junto a los gatos en el mirador del Castelao de Sao Jorge. Y recuerda una frase que, ya en Madrid, le dijo una vez uno de los amigos que le acompañaban en ese viaje, sentados en un café:

“No sé. Creo que no he tenido un día en mi vida en el que haya sido plenamente feliz, desde que me haya despertado hasta la noche.”.

Pero él no está mal, sólo está recordando y pensando en un momento de debilidad. Pensar es una concesión del hombre a un momento de debilidad pura. Tal vez sea la rémora más grande de este género, la capacidad de pensar. Pero no se puede evitar de ninguna manera. Está ahí y tiene que sobrellevarlo como sea.

Es inevitable y no por eso quiere decir que esté mal. No. Simplemente necesita escapar, volver a ver a su inseparable amigo el mar. Los marineros en tierra siempre tienen cierta deuda. Por eso, sonríe, sin que nadie le vea, porque puede permitirse ciertos momentos de nostalgia, pues es plenamente feliz. Sólo que ahora quiere escapar de repente. Mañana quizá sea otro día y todo esto que está pensando ahora se lo haya llevado lejos el viento, a altamar, en aguas internacionales donde no existe ley, ni siquiera la del pensamiento.

Y cree que la odia, sí, a ella, de la que en realidad se ha vuelto un perfecto devoto. Pero cree que la odia porque ahora, estos dos últimos días se ha marchado, y él añora su ausencia. Porque sabe que hacía tiempo que no tenía la capacidad de extrañar a nadie, y ella se la ha devuelto, y se siente extraño, incluso tonto. Lisboa, recuerda mientras la brisa húmeda le golpea el rostro abalconado. Ese aspecto bohemio y canalla de sus calles; su Baixa, su Alfama, su Bairro Alto y su Mouraria. Lisboa y sus fantasmas.

En su cabeza suena una melodía marinera. Donde no manda patrón… Lo peor es que, en este momento, no sabe a qué debe encomendarse para soliviantar esta repentina sensación de agobio que le produce una situación, por otra parte, banal. La soledad del corredor de fondo, sin metas, ni siquiera carreras. Las calles de Madrid lucen oscuras desde su balcón esta noche. Todas las farolas de su calle están apagadas, de réquiem funesto, mientras algunos coches pitan en el cruce de ahí abajo, y sus motores rugen como leones indomables. Oscuridad, mientras esa canción sigue tronando en sus oídos tormentosos. Los fados de Madrid, serán.

Es inevitable, piensa, y sonríe melancólico, imaginando el momento en que vuelva. Mientras tanto, sabe que se perderá en millones de palabras, en ese libro de cartas de amor que un día un hombre escribió a su amor y que más tarde, la hija de ambos recopilaría para su publicación, de agradecer por cualquiera que las lea. Y sabe que se ahogará en infinitas tazas de café que se convencerá que toma en la compañía de alguien que no duerme hoy entre sus sábanas. Sin mayores diserciones.

Querer escapar, e incluso necesitarlo, es un derecho que no le tienen porque negar. De hecho, al leer la última carta de ese libro que tiene en el sofá entreabierto, le ha venido a la cabeza la idea fugaz de escaparse con ella. Como si se tratase de una novela que después alguien convirtiese en película de cine de bajo presupuesto. Se da cuenta de que le gusta la idea. Ahora más, sí, mucho más.

Y se ha dado cuenta también de que cuando piensa levemente en ella se le torna el gesto y acaba por sonreír con ganas. Y eso le asusta y a la vez le enardece. Mientras, se le acaba el último sorbo del café, que empezaba a estar frío, y, remotamente, escucha la invocación de las páginas del libro que han quedado entreabiertas encima del sofá.

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa en escapar alguna vez y no por ello debe sentirse culpable de nada. Los culpables y las víctimas totales nunca existen, como los héroes.

jueves, 24 de junio de 2010

Noche de brujas

Noche de brujas. Y creo que ahora estoy más embrujado que nunca. El ambiente ahí afuera es suave, un poco cínico incluso. Una noche fullera, de esas a las que les gusta engañarnos.

La noche más corta y más mágica de todo el año, dicen. Hogueras. Algunas incluso repletas de vanidades. Y yo todavía esperando a que me enseñes cuál es el truco que has usado conmigo, pero para eso tienes que sobrevivir a esta noche de solsticio. Porque estoy seguro de que guardas magia o algo así en esa sonrisa. Y hoy es noche peligrosa, huye, refúgiate. Si quieres tengo sábanas para ayudarte.

Y me gustaría que me permitieses descubrir otro de los grandes secretos mágicos: la fotografía. El secreto alquímico que guarda ese carrete de veinticuatro exposiciones que quizá algún día me dejes hacerte. Porque siento terribles ganas de inmortalizar cada sonrisa y cada mirada divertida que desfilan por tu cara, desde que te conocí y te escondiste un segundo detrás de aquella taza de café cálido de invierno.

Tal vez vaya corriendo, aún estoy a tiempo, a la hoguera, con mis deseos escritos en un papel cortado con los dedos rápidamente. Pero… la verdad es que no sé muy bien si hay que echar los deseos que quieres que se cumplan o todo aquello que no deseas al fuego. Y tengo miedo a equivocarme. ¿Me acompañas y después nos escondemos juntos?

lunes, 21 de junio de 2010

José Saramago: la voz más libre

Copyright: Pedro Walter (El País)

Me enteré de la noticia, e inmediatamente, diría que ni medio segundo después, se puso a llover, pequeñas gotas tímidas que se dejaban caer como si no estuviesen seguras de si querían hacerlo verdaderamente. Como si cayesen en Lisboa. Se fue Saramago. Porque es ley de vida que todos nos vayamos, y al final del camino todos nos iremos. Da igual que hayamos llegado a la cima y hayamos tocado el techo de lo que hacemos, o que seamos sólo unos simples peones más del tablero. El final es el mismo, sin intermitencias.

El más grande de los escritores portugueses contemporáneos abandonaba su trayecto en su tranquila Lanzarote. Porque ese era su hogar, donde más le gustaba estar y donde verdaderamente se sentía vivo. La enfermedad le dejó paulatinamente sin energías y, finalmente, esta mañana consiguió doblegarlo. Y lo hizo antes de que concluyese la obra en la que trabajaba Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una reflexión sobre el negocio armamentístico que prometía levantar ampollas.

Precisamente, por eso se caracterizaba. Sus novelas, complejas y bien estructuradas, trataban temas controvertidos de manera muy directa. El escritor ha sido duramente criticado en numerosas ocasiones por esa verdad suya, tan directa y dura, con la que dotaba de argumento a sus textos. Pero nunca se escondía, pese a las críticas que le llovían desde numerosos frentes no dejaba de decir lo que pensaba en cada momento. Algo que le honra profundamente, y que debería ser motivo de admiración. Bastante tuvo con la vida, que está para vivirla y no callar.

Hijo de campesinos, en el mundo literario se rindió a su obra con el Premio Nobel de Literatura. Antes de este galardón su actividad literaria había sido frenética: Manual de pintura y caligrafía (1977), su reencuentro con las letras después de 30 años sin publicar, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), que narra la separación de España y Portugal en una isla, Historia del cerco de Lisboa (1989) o El evangelio según Jesucristo (1991), con la que consiguió crear bastante polémica, al negarse Portugal a llevarla al Premio Literario Europeo. Saramago se instaló después de este roce en Lanzarote, donde viviría hasta su muerte. Cada vez que el de Azinhaga mencionaba a la Iglesia, surgían ampollas, como el año pasado ocurrió con la publicación de Caín, en la que el autor fabula, con mucho humor, sobre la vida de Caín, condenado por Dios a ser el eterno malo de la película.

La novela que cambió por completo su trayectoria literaria fue Ensayo sobre la ceguera, tres años antes del galardón, que se convirtió en su obra magna y dio paso a novelas similares (Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte…) en las que el autor desarrolla una idea ficticia mediante un condicional. ¿Qué podría pasar si todo el pueblo votase en blanco? ¿Y si la gente no muriese? Preguntas, sin duda, de una mente con mucha imaginación.

Con su literatura, el luso, que antes de escritor fue poeta, me enseñó a leer de otra manera, más profunda, entre ese estilo farragoso de diálogos, a veces difíciles de delimitar de manera clásica. Sus grandes obras hicieron aprender a la humanidad que a veces el más ciego es el que más capacidades visuales tiene, o que si utilizamos nuestra supuesta libertad de manera universal, podemos cambiar la sociedad de manera muy notable, o los pensamientos de un elefante, entre tantas otras cosas.

Así era este gran escritor, que nos dejó a los 87 años. Alguien para quien “la felicidad era una isla” y que, a pesar de todo, “reía, seguía riendo”, como recuerda su amigo Juan Cruz.

José Saramago (Azinhaga, 1922 – Lanzarote, 2010)

Publicado en Culturamas

martes, 15 de junio de 2010

Soñaba...

Soñaba con un viaje en tren. Nada más abandonar Vicálvaro divisé el parque de los siete cerros, aunque en mi imaginación aparecía más frondoso de lo que realmente es. Y, además, era atravesado por caminos de arena que tampoco están tal cual en la realidad. A mi lado viajaba una muchacha que repasaba algunos apuntes a última hora. No alcancé a ver las directrices de la asignatura que leía.

En un momento puntual, me fije de pronto, entre la rapidez, en una chica que se arrodillaba en la tierra, envuelta en un desconsolado llanto, besaba una foto y la enterraba en esa arena del parque. Y la enterraba, igual que la enterraría yo, si ella se fuese. Y es que, en ese extraño mundo que es el de los sueños, mi vista alcanzaba a ver quién estaba en esa foto. Era su madre, con dedicatoria incluida.

Y lloraba desconsolada. No era para menos. Y a mí, dentro de ese mundo imaginativo, me abordó una pena tremenda que no podía casi contener. Me desperté sobresaltado. Y entonces descubrí que por estas fechas se cumple el ciclo y que no tengo motivos para estar triste. Su foto está en mi estantería y en pocos minutos escucharé su voz al otro lado del teléfono. Todo está bien. Todo fue sólo un mal sueño.

miércoles, 9 de junio de 2010

De repente. Otra vez.

De repente vuelve a llover. Otra vez. Y mucha gente no lo entiende. Pero si hace un par de días hacía calor y los estudiantes se empezaban a dejar ver por los céspedes y los parques hasta altas horas de la noche. Llueve de manera apática y creo que por momentos se me contagia el sentimiento de la lluvia.

Volviendo de la biblioteca, en los últimos días una especie de casa, a la que verdaderamente siento como mía y me detengo en un quiosco de prensa a mirar unas revistas. El termómetro que tiene en el tejadillo del puesto marca ocho grados, y el reloj digital que se alterna con la temperatura, las 8:08. Tal vez ambas afirmaciones robóticas sean mentira, la horaria así lo es. Me viene a la mente cuánto me gusta la fonética de la palabra ocho, si bien es cierto que sólo en pronunciación de algunas bocas. Y mis padres, siempre que veo un quiosco de prensa, inevitablemente recuerdo a mis padres.

Llueve ininterrumpidamente, como si la lluvia viniese de la misma Lisboa y estuviese siendo descrita en este preciso momento por Pessoa, del que hoy cayó un artículo en mis manos. Junio se ha vestido de Noviembre estos últimos días. Sé que, a veces, a los meses del año les gusta bromear disfrazándose de algunos de sus compañeros. Noviembre se ríe de la gracita de su colega, ya que él hizo lo mismo y en su momento salió disfrazado de verano.

Es raro, pero incluso, cuando te paras parece que la sensación térmica es de cierto frío. Y yo, que camino solo, pienso que solamente quiero perderme en un café templado en la cocina fantasmagórica de mi casa vacía. Mi habitación aún tiene el mismo ambiente que si me hubiese levantado hace tres minutos. Abro la ventana. Me hechiza, al ver la cama deshecha, la idea de estar tumbado y sentir la calidez de tu pecho en mi espalda, sobre la que estarías abatida. Abrigar la desnudez candorosa de tu piel sobre la mía, con el olor de cuerpos desarmados, sexo, amor y caricias pasadas de hora impregnados en las sábanas. Tal vez sería lo que más se asemejaría al calor hoy, porque tras mirar por la ventana compruebo que afuera sigue lloviendo sin parar.

De repente vuelve a llover. Otra vez. Y mucha gente no lo entiende. Maldita ciudad, que hasta cuando estás mojada tienes algo.

martes, 1 de junio de 2010

Deshacer el pacto narrativo

Ocurrió que aquella tarde un hombre no aceptó el pacto narrativo y pensó que lo que leía era la realidad y corrió a buscar al unicornio. Recorrió calles, subió escaleras, atravesó parques enteros, se montó en taxis de colores y corrió, corrió mucho en busca de aquel animal del que le habían hablado en días anteriores.

Ocurrió que una de esas noches en las que se sentaba a leer en el malecón creyó que justo detrás de él, en el mismo malecón que describían las páginas que se le escurrían entre los dedos, se encontraba el fantasma del personaje que era mencionado en la novela. Y, sabiendo que andaba por allí sin rumbo, se lanzó a su búsqueda, pues quiso preguntarle un par de cosas.

También ocurrió que una madrugada despertó angustiado por algo que no atinó a describir después, y que para calmar los nervios de la pesadilla, se asomó al balcón después de liar un cigarrillo, para fumarlo. Y desde su posición vio una muchacha vestida íntegramente de rosa, que jugaba en una rayuela, justo antes de empezar a andar por la calle que descendía hasta el puerto.

Y así día tras día, cuando bajaba las escaleras para ir a la cocina se encontraba con comitivas fúnebres que deambulaban siniestras por su amplio salón de madera. O trataba de aprender a volar gracias a las enseñanzas que dejó escritas en un pequeño libro un maestro judío que respondía al nombre de Yehudi. Y pedía la cuenta en cualquier café de mala muerte que encontrase por su ciudad, al que él llamaría Gluck.

Ocurrió que aquella tarde un hombre no aceptó el pacto narrativo y pensó que lo que leía era la realidad y corrió en busca del unicornio, que le esperaba al final del camino…

miércoles, 26 de mayo de 2010

Felinos

Te has lanzado a la parte ancha de mi cuello. Sin más. Después de mirarme medio segundo sin decir nada. El movimiento ha sido rápido. Somos dos. Desde fuera lo que se ve son dos gatos jugando a pelearse cada uno por llegar primero al cuello del otro. Somos gatos, panteras, leones… de movimientos felinos.

De movimientos rápidos, ágiles, y a veces desgarrados. Violento amor el de los gatos, pensarán los humanos que nos vean desde fuera. Me erizas la piel. Me has marcado, dos heridas en la espalda, dos arañazos en la dorsal. Pero las cicatrices no duelen. Tus ojos se detienen otro medio segundo, insinuando una tregua, pero al instante otro movimiento excesivamente rápido que no acierto a rebajar. Los dos gatos se revuelcan por el césped verde, podría escribir otro humano que lo viese desde lejos; así es, y aunque parece que hayas ganado porque has llegado tú primero, eso es evidente, en seguida mis uñas afiladas salen y se clavan en tu parte alta del pecho. Maúllas medio instante. Da la impresión de que hoy el tiempo transcurre en medios.

Pero uno de tus caninos, qué ironía, se ha clavado muy fuerte en lo que sería mi principio del hombro si fuese un hombre. Se detienen las miradas de los otros en nuestra contienda. A veces resultan sorprendidas. Una gata persa intenta morder a un erizado gato callejero, un león se defiende a zarpazos del ataque, pero la pantera se abalanza otra vez. Más miradas. Maullidos, saltos y vueltas, en mitad del juego. Ajenos.

Media vuelta, por fin algo de calma, aunque me gustaba ese ajetreo y esa especie de juego que nos traíamos entre manos, que dirían las personas. Me giro, ya hemos guardado las uñas, aunque es seguro que volveremos a usarlas… Han salido mis heridas a la luz y las has visto. Intentas curarlas con dóciles y pequeños lametones, me encanta y ronroneo, porque esta vida de gato me hace sentir muy libre e independiente.

martes, 18 de mayo de 2010

Cuando vengas a Madrid

No existen madrileños en Madrid. Es una ciudad portuaria en la que no hay más de dos generaciones completas de gente natural de la región. Creo que lo tengo comprobado. Se podría decir de ella que es una ciudad joven, relativamente, en la que pocos se quedan, todos están de pasada. En unos inviernos emigrarán buscando nuevas estaciones de paso.

Gallegos, catalanes, asturianos, latinoamericanos… la hacen tan cosmopolita como yo la descubrí la primera vez que me llevaron a verla.

Un refugiado congoleño vende películas en Arenal, un argentino comercia con mate solidario en el puesto de una ONG en Lavapiés, una pareja de vallecanos regentan un quiosco de prensa en Chamberí, un portugués retrata a Lorca en la plaza de Santa Ana, una oscense, un navarro y un zamorano tomaban café en la universidad, una chica con orígen iraní mira un atardecer en el egipcio templo de Debod, mientras fotografía junto con su acompañante la luz a través del ramaje de un árbol… A menudo la mejor fotografía nos la regalan sus calles.

Madrid no tiene gente autóctona, se limita a acoger a los que llegan y a despedir a los que se van. Y en ese transcurso de tiempo los hace sentir madrileños, igual que si estuviesen en su casa. El Madrid de todos y el de cada uno es el que ahora lees, el que puedes observar si te asomas ahora al balcón.

El Madrid de Pio Baroja, que era vasco, el de Galdós, canario, la ciudad de Sabina, de Jaén, o la de García Márquez, que nació en Colombia. Esa ciudad a la que acudieron José Agustín Goytisolo, Miguel Hernández o Ángel González, catalán, alicantino y ovetense. Madrid, la de la casa de las flores de Pablo Neruda, chileno… El Madrid de los malabaristas y mendigos del semáforo en rojo, la de las obras, el Manzanares y el Vicente Calderón, la Castellana y el Bernabéu.

El de los poetas, los cantautores, las tapas, los carteristas del metro, el Rastro, los universitarios, las novelas. La ciudad de la Gran Vía y los cines, de los quiosqueros, taxistas y camareros, la del bocata de tortilla en la plaza Mayor, los gatos, el Rastro, o el Dos de Mayo…

domingo, 2 de mayo de 2010

Chica de negro sobre fondo desenfocado

Llegó con un vestido negro. Y estaba radiante. Automáticamente desenfoqué el fondo: no me interesaba en absoluto. Lucía preciosa. Mis ojos, que ella dice que le gustan, se querían dedicar a la única labor de mirar las superficies de piel que la tela negra dejaba al descubierto: sus piernas, esas que dice no le gustan y a mí me hace gracia porque las encuentro perfectas, sus hombros y el principio de la espalda, sus pechos, que se entreveían dentro del precipicio que suponía su escote…

El color negro le sentaba verdaderamente perfecto. Los pliegues parecían señalarme por dónde debía pasar mis dedos. La zona de sus riñones se me antojó como una especie de violín del que salía una música indescriptible. Quizás el pentagrama de sus lunares.

A veces pienso que no puede ser cierto. Que no puede ser posible que tenga ese alquiler para vivir en su cuello durante un mes, con opción de revalidar el contrato. Y que no puede ser que ella, con su precioso vestido negro, con su increíble cuerpo, es más, con sus labios delicados, me pida que ocupemos una casa, y yo quiera al instante despropiar a cualquier familia de su vivienda para meterme con ella en sus cuartos, y hacer redondas las puertas. Simplemente porque sí. Porque nos apeteció en ese momento.

No sabría poner en una frase, ni un párrafo, quizás en toda una novela, lo que me hace sentir… y es por eso que la odio hasta puntos imprevistos por ninguna persona corriente.

domingo, 18 de abril de 2010

Réquiem de medianoche

Dormía, o al menos esa fue la impresión que me dio cuando me lo encontré tirado, allí en el suelo. La lluvia le caía sobre la piel y su expresión parecía feliz. Eso creí yo, cuando lo vi, sólo los primeros segundos, hasta que me di cuenta de algo: no respiraba. Había quedado tendido en el suelo, al borde de la carretera, de costado, en la misma posición en la que duermen algunos perros, para que me entiendan.

Como si en el momento de derrumbarse sobre la acera empapada hubiese pensado: “No quiero seguir viviendo aquí. Me he cansado de la calle”. Y, como si, dando un último golpe sobre la ficticia mesa, se hubiese adentrado en la niebla negra. Igual que el perro Orfeo, del que no sé si sería conocido.

Me comentaron que los días anteriores se había dejado ver por aquel barrio, y que andaba como perdido, sin rumbo, tal vez consciente de vivir sus últimos días. Qué dura sensación, incluso si has gozado de siete vidas que malgastar. Se dejaba llevar, decían los que le habían visto por la calle. Al fin y al cabo todos los seres, por el mero hecho de serlo, se dejan llevar, la mayoría de veces hacia ninguna parte.

No conseguí quitarme la imagen de su cuerpo tendido en los adoquines durante todo el día. Y mientras estuvo allí, hasta que alguien lo retiró, por fin, no podía dejar de mirar ese cadáver, cargado de lástima. Inevitablemente, mi cabeza me llevó a disertar sobre la posibilidad de que el alma ya no existiese dentro de ese cuerpo ya sin vida, que se hubiese esfumado de allí, o que pudiese estar cerca de nosotros, incluso ronroneando entre mis piernas. En un momento creo que llegué casi a verlo de pura imaginación.

En la noche todos los gatos son pardos, recordé. Y mientras asocié el pensamiento a un dibujo en mi libreta en el que un gato está sentado sobre la luna menguante. La inscripción, al lado: A medianoche un gato maullaba unas notas tristes, como de réquiem… ¿Por qué no iba a ser ese el gato? En su distante medianoche…

martes, 6 de abril de 2010

4 - Abril - 2010

4 de abril de 2010.

Últimamente se ha instalado en mí una vena castiza que no entiendo de dónde viene ni a dónde me lleva. Aunque siempre me ha encantado la ciudad, me intereso por todo lo que tenga que ver con Madrid mucho más que antes. Igual es que los programas incansables sobre el centenario de la Gran Vía me han saturado tanto, que han acabado surtiendo efecto; pero el domingo después de pasear por allí y darnos cuenta de que era el día del aniversario me embriagué de una sensación extraña de bienestar que, lógicamente, también tenía que ver con mi compañía.

Incluso el sol parecía atardecer más bonito al llegar a Debod, como si no quisiera irse, pero nadie hubiese llegado a tiempo para gritar que se quedase con nosotros. O como si quisiese brindarnos una temporal morada de la que no quisiésemos marchar.

Todo luce, a menudo sin explicaciones ni porqués. Quizás Miguel Hernández también sintiese algo así un día, ahora que también es veterano.

4 de abril - 6 de abril de 2010

viernes, 2 de abril de 2010

Números con palabras son sólo días

Guitarras, rock & roll, amigos, cerveza, la sala Galileo Galilei, la Clamores, una acústica, cantautores, el Rayo, aviones, recuerdos, Tirso de Molina, una amiga que me hace sonreír y vive allí, la letra F, Madrid, un mono, un duende, tu sonrisa persa, la Rolling Stone, libretas llenas y vacías, un portaminas, mi reflejo en tus gafas de sol, incienso, la Maga, humo, jazz, Libertad 8, el sabor del tabaco, los libros, el café, la fotografía, los gatos...

Y, entretanto, pasa la vida...

domingo, 21 de marzo de 2010

Medianoche

A E. Ortiz

A medianoche se encontraba sentado al lado de su ventana, con los pies debajo de la mesa, pegados al radiador. Se preguntaba si alguna vez había llorado de felicidad. Afuera había hecho mucho frío durante todo el día y a mitad de la tarde él decidió que bajaría unos minutos a fumar un cigarro. Fumar un cigarro solo le parecía algo entristecedor, siempre le había gustado compartir los cigarros, como una especie de ritual de sociedad.

Sin embargo, la última temporada había tenido que fumar solo en la mayoría de ocasiones. Muchas veces, cuando lo hacía, el humo no le dejaba ver más allá de la punta de su nariz. Pasa mucho, el mundo se antoja prácticamente oculto por una especie de cortina de humo que no nos permite darnos cuenta de nada.

Así, ninguno de los que se consideraban sus amigos se había percatado de que él estaba cayendo, sin prisa, en un estado de soledad y depresión que ni tan siquiera él mismo era capaz de justificar. Ni siquiera a través de las palabras escritas en su antigua Olivetti, que ahora le miraba desde la otra punta de la mesa. Al lado, un cenicero lleno de cigarros, que posiblemente hubiese apurado en soledad, y un vaso, en el que sólo quedaban unos mililitros del agua de los hielos que hubo al principio.

Recordó que mucho tiempo atrás, cuando aún era muy joven, uno de sus amigos le había preguntado lo que ahora estaba pensando él. ¿Alguna vez has llorado de felicidad? Entonces no supo responder a la pregunta. Había llorado alguna vez sin que la tristeza fuese el motivo, pero tampoco sabía entonces diferenciar si era de alegría. Algunos sentimientos se mezclaban en su mente joven hasta el punto de no saber diferenciarlos con claridad. Ahora, después de los años creía que la respuesta era negativa.

Se levantó de la butaca, pesado, y alcanzó un folio del montón que tenía sobre la mesa, llena de libros y restos de cigarros y alcoholes. Un sueño ligero empezaba a invadir sus párpados. Pensó que aquel era el momento en el que empezaba todo. Miró el vaso vacío. Colocó el papel en la máquina y giró el rodillo hasta que el folio quedó donde a él le gustaba. De esta manera comenzó a escribir su historia:

“En el último minuto de su vida se encontraba sentado frente a su Olivetti…”

domingo, 14 de marzo de 2010

Sáhara

Esta noche soñaba
Que ya no había muro
Que los niños jugaban
Y la playa existía…

Medias lunas al viento,
Ya no existen –sueño- minas.
Madres de marzo que hoy lloran,
Como si de alegría…

El té de los tres colores,
Cardinal geografía, y
Las ciudades entraban
Con sus diplomacias…

Esta noche soñaba
Que no estaba soñando.

Esta noche soñaba
Que soñar no quería.

sábado, 6 de marzo de 2010

Cosmética

No hay tregua. Jugamos a la guerra, pero sin matarnos. Nos marcamos los puntos débiles, y los no tan débiles. En un territorio entre fronteras, donde no llega ni el camión humanitario. Un trozo de piedra nos sirve como espacio geográfico de la primera contienda, como tablero. El que primero saque al otro levantará al cielo el estandarte de la victoria. Y sonarán y callarán las trompetas. Y no nos daremos ni cuenta.

Te enfrentas a mí y cuando te sitúas fija ahí delante, mirando provocativa, estoy a punto de capitular y cederte todos los territorios que aún conservo bajo mi dominio, escasos ya. Y sigues delante, ojos clavados en mí, y yo sin saber cómo escapar. Te observo, estás callada. Estudio tu forma de actuar, de colocarte, de esperar un ataque. La cosmética del enemigo.

De esta manera seguimos en pleno tanteo del rival. Nadie avanza, mantenemos posiciones. Atrincherados el uno en defensa del otro. Por un instante, la mano que está en tu cintura, como expedición espía, siente el impulso de arrastrarte hacia mi cuerpo. Pero los ataques preventivos no existen por sí solos y prefiero que sigas mirándome porque te has dado cuenta y medio sonríes.

Te mueves de repente, en un acto rápido, felino, tu mano derecha empuja mi pecho hacia el borde de mi frontera. Ha empezado la guerra de desgaste y pienso que por una vez me gustaría ser el imperialista que colonizase tu geografía corpórea poco a poco: un lunar, la nuca, las piernas, cuello, y así avanzando hasta que tus tirantes blancos nos sirviesen como bandera de nuestra rendición porque estuviésemos agotados.

Y firmaríamos la paz en un tratado del que nadie recuerde el nombre, en un condado perdido en las montañas, con un lago. Y en momentos puntuales probaríamos la idea de dos fronteras que se unen y dos pueblos que conviven. Tratando siempre de mejorar las relaciones diplomáticas, podrías nombrarme cónsul de mi república independiente en tu abdomen.

sábado, 27 de febrero de 2010

S-Bahn, Nefertiti, Berlín y la red de trayectos humanos

Se entrecruzan las vías de los trenes berlineses, igual que nos vamos entrecruzando a veces las personas en el tiempo. Cada línea parte de un punto de la ciudad distinto y en un momento de su férrea vida se cortan con otra que ha partido quizás desde el otro lado del mundo. A veces es un cruce momentáneo que se pierde enseguida, en el tiempo escaso que duran dos cafés y un par de cigarrillos. Todo se resume en correspondencias que quizás nunca llegamos a mantener.

Tal vez, esas vías, vuelvan a encontrarse más tarde, en otro punto de la ciudad. Y quizás alguna de las personas escriba un texto entre dos de esas estaciones de la S-Bahn. Y posiblemente ese fragmento nos haga pensar mucho más que uno elaboradísimo, somos así. Y quizás, y tal vez… Existen también ocasiones –pocas- en las que las vías transcurren cercanas para el resto del trayecto. Pero como ya dije, son pocas.

Las ciudades siempre nos reciben de una manera determinada. Berlín me acogió entre sus brazos con la insensibilidad fría que la presuponía. Una profunda indiferencia por todos lados. No hay nada peor que la indiferencia. Pese a todo, después de empezar a conocerme pareció que empezaba a cambiar de opinión, aunque siempre se mantuvo algo fría. Es inherente a su carácter. Cada uno somos como una ciudad, tenemos nuestros raíles distintos que se entrelazan con otros en distintos períodos. Tenemos también nuestros recovecos más profundos, a los que sólo pueden acceder aquellos que nos conocen bien. Y todo lo que imagines.

He de reconocer que desde que me enteré que ella me esperaría en Berlín, se convirtió en uno de los motivos principales de mi viaje. Porque desde que la conocí, tiempo atrás, y se colgó de mi cuello, supe que alguna vez tenía que verla y mirarle a los ojos de cerca. Y así fue. Me esperaba, y cuando la encontré, algo por dentro me dio un vuelco. Lo reconozco. La reina del Nilo me estaba mirando allí y, por sorpresa, me di cuenta de que guardaba algún parecido para mí. Y me embaucó durante largos minutos, hasta que me sacaron de allí casi a la fuerza. Espero volver a verla, a ponerme delante de su rostro de facciones perfectas, y su único ojo tan precioso.

No paré de pensar en ella en todo el resto del viaje: esa reina del Nilo, que estaba en otra ciudad, a unos miles de kilómetros y que justo antes de dejar Madrid había estado más cercana a mí que nunca. A veces pienso que mis recovecos guardan sensaciones distintas a los del resto de personas. Y no entiendo el porqué de ese pensamiento. Pero no me puedo detener a madurarlo: el tren viene ahí abajo en la vía y debo cogerlo esta vez, tal vez cuando baje al final del trayecto alguien me espere sin yo saberlo. El tiempo es crucial. La vida, a veces, no lo es tanto por sí sola.

Fotos de Berlín en mi flickr.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Imagínate

Imagínate que las ciudades hablasen. Piénsalo, que te contasen que me rindo y en la azotea de mi edificio ondea ahora una bandera blanca. Imagínate que te dijese que ya disparé mi última bala y que ahora no quiero continuar en la batalla, que claudiqué y tuve un rato el cañón dentro de la garganta, pero sentí miedo. Porque soy un poco cobarde y todo eso la ciudad lo sabe, pero lo silencia, cómplice de todos nosotros.

Imagínate que en un desliz me confesase, bajo secreto de sábana, que me quiere como yo a ella. A sus fachadas inverosímiles, sus ángeles embalsamados que aprietan sus puños enrabietados, o a sus princesas del último vagón. Imagina lo improbable. Es gratis. Imagínate que ella destapase mis cartas y te trasladase mis palabras sobre ti, dejándome sin jugada para la siguiente mano.

Te podría revelar que más de una vez la descubrí mis deseos de abandonar y renunciar a los sueños que prometí mantener vivos. Y que esas noches en las que las nubes cubrían a la luna para que pudiese dormir desnuda, sin tantos ojos que la observasen, yo escribía desde lo alto, lleno de absolutamente nada. Y es que llega el día en que hasta las promesas dejan de tener ese valor emocional que tuvieron atrás en el tiempo alguna vez.

Suponte que te desvelase mis secretos, que no son muchos. Que mi mes favorito puede que sea Noviembre, tan sólo porque me gusta como suena al nombrarlo, o que cuando llueve puedo pasar largos ratos en la ventana, o bajo una terraza, mirando la vida en la calle, con unas tremendas ganas de fumar. Que podría llegar a ser un Caín, y tan sólo los soportales lo saben, porque fueron ellos los que me vieron perder gran parte de mis días y clamar estrellando mi rabia contra sus paredes después. Por culpa de unos cuantos abeles.

Yo he intentado, en vano, hablarle muchas veces y nunca contesta, así que dudo que ella te diga nada. Las ciudades aún no han aprendido a hablar. O tal vez no tengan nada que decir.

lunes, 25 de enero de 2010

Ojos que no ven...

Viaja siempre que tiene la oportunidad, y le gusta quedarse con algún recuerdo especial de cada una de las ciudades que escoge. Nunca fue entusiasta de los típicos recuerdos despersonalizados que se diseñan para que la multitud los acapare dentro de sus maletas, llenas de camisetas con el nombre de la ciudad en cuestión o figuritas e imanes con los monumentos célebres. Prefiere llevarse en la memoria esos pequeños detalles que hacen especial a una ciudad.

Si le preguntas por un recuerdo de Berlín, ella te hablará sin dudar un segundo sobre la suavidad de las manos del camarero que le devolvía las monedas cada mañana. Ninguna otra cosa, sólo eso. De Lisboa siempre recordará aquellos fados que sonaban de manera interminable en aquella cuesta que la subía a su albergue; y de París, la colonia de aquel chico con el que habló en lo que dura un paso de peatones. Y aquella conversación, a su lado, en Roma: “Colócalo aquí, que hay un huequito en la verja. Hazle una foto. Ahora siempre estará aquí, pase lo que pase”.

Una tarde en Nueva York la invitaron a un helado de vainilla. Se le olvidó preguntar el nombre de la calle y pasó un par de tardes enteras caminando sin rumbo para volver a encontrar la heladería. La segunda tarde, un chico, que por su voz debía ser mejicano, le preguntó qué andaba buscando y la guió allí. Siempre recordará aquel sabor y el sonido de su voz áspera pero agradable. La arena que trajo desde El Cairo dentro de los zapatos, y no descubrió hasta dos días después de llegar a casa, o el intenso olor a césped recién cortado que se acoplaba con el de la lluvia en aquel parque en Londres.

En su estantería no hay figuritas de la Torre Eiffel, ni suvenires de esa índole. Ni siquiera de su pared cuelgan fotografías en las que aparezca ella junto a la sirena de Copenhague, ni delante del Palacio de Cristal de Madrid. La mayoría de las veces ni siquiera los recuerda en su mente. No lo necesita. Viajar es para ella otra cosa.

Paula hace años que no ve todos estos detalles. Perdió la vista cuando tenía veinticuatro años y desde entonces se tuvo que acostumbrar a portar otro tipo de recuerdos en su equipaje. Las manos de un camarero, la arena de la playa deslizándose entre sus dedos, el olor de una pastelería en una calle de París, o las palabras de una pareja al colocar el típico candado con su fecha en el puente de Milvio. Los recuerdos que muchas personas no son capaces de memorizar por el simple hecho de ver. Porque la peor ceguera es la que no se conoce. La del que aparentemente sí ve.

jueves, 7 de enero de 2010

El beso de Mata Hari

Contaban aquellos que lo habían visto que frente al pelotón de fusilamiento se presentó sólo ataviada con una especie de abrigo de piel, sin nada debajo, tan sólo su seductor y exótico cuerpo. Algunos soldados, incluso, pidieron que les vendasen los ojos para poder ejercer su macabro trabajo. Otros lo hicieron con la cara al descubierto. Segundos antes de los disparos, la mujer, Mata Hari, desabrochó la gabardina, dejó su cuerpo al descubierto y, por si esto fuese poco, lanzó un beso al pelotón de justicieros. De un cuerpo de élite de una docena de soldados, tan sólo cuatro balas alcanzaron el blanco. El resto se perdieron en la inmensidad del bosque denso de aquel octubre parisino.

Algunos no llegaron a disparar su arma. Ese beso les paralizo el sentido, cuentan hoy. El beso de Mata Hari. La leyenda de la femme fatale. Un beso capaz de seducir hasta al cañón de aquellos enviados de la muerte. Una de las cuatro balas que la alcanzaron la partió el corazón, literalmente, en dos y le dio muerte al instante. Murió con los labios pintados. Unos labios que siempre recordarían aquellos mercenarios a los que dedicó el último beso.

*****

Como yo los tuyos. Ayer tu rostro y el mío se detuvieron a unos centímetros uno del otro. Y instintivamente ocurrió. Porque, sin más, tenía que ocurrir. Y tanto tú como yo lo sabíamos desde días atrás. La mayoría de las veces no podemos predecir nuestra vida más allá del siguiente minuto, y realmente puede que eso sea lo mejor de ella. Pero yo también me quedé paralizado durante bastante parte de la noche. Igual que aquellos soldados, a los que el beso ni siquiera llegó a rozar levemente; yo, ahora, recuerdo. Y a mi cabeza llamó varias veces también la imagen del rastro de tus labios, levemente teñidos de rojo, sobre la taza del café que estabas tomando por la tarde.

Tus ojos cerrados, y al fondo, aquellos cristales empañados y la noche tan profunda.