domingo, 21 de marzo de 2010

Medianoche

A E. Ortiz

A medianoche se encontraba sentado al lado de su ventana, con los pies debajo de la mesa, pegados al radiador. Se preguntaba si alguna vez había llorado de felicidad. Afuera había hecho mucho frío durante todo el día y a mitad de la tarde él decidió que bajaría unos minutos a fumar un cigarro. Fumar un cigarro solo le parecía algo entristecedor, siempre le había gustado compartir los cigarros, como una especie de ritual de sociedad.

Sin embargo, la última temporada había tenido que fumar solo en la mayoría de ocasiones. Muchas veces, cuando lo hacía, el humo no le dejaba ver más allá de la punta de su nariz. Pasa mucho, el mundo se antoja prácticamente oculto por una especie de cortina de humo que no nos permite darnos cuenta de nada.

Así, ninguno de los que se consideraban sus amigos se había percatado de que él estaba cayendo, sin prisa, en un estado de soledad y depresión que ni tan siquiera él mismo era capaz de justificar. Ni siquiera a través de las palabras escritas en su antigua Olivetti, que ahora le miraba desde la otra punta de la mesa. Al lado, un cenicero lleno de cigarros, que posiblemente hubiese apurado en soledad, y un vaso, en el que sólo quedaban unos mililitros del agua de los hielos que hubo al principio.

Recordó que mucho tiempo atrás, cuando aún era muy joven, uno de sus amigos le había preguntado lo que ahora estaba pensando él. ¿Alguna vez has llorado de felicidad? Entonces no supo responder a la pregunta. Había llorado alguna vez sin que la tristeza fuese el motivo, pero tampoco sabía entonces diferenciar si era de alegría. Algunos sentimientos se mezclaban en su mente joven hasta el punto de no saber diferenciarlos con claridad. Ahora, después de los años creía que la respuesta era negativa.

Se levantó de la butaca, pesado, y alcanzó un folio del montón que tenía sobre la mesa, llena de libros y restos de cigarros y alcoholes. Un sueño ligero empezaba a invadir sus párpados. Pensó que aquel era el momento en el que empezaba todo. Miró el vaso vacío. Colocó el papel en la máquina y giró el rodillo hasta que el folio quedó donde a él le gustaba. De esta manera comenzó a escribir su historia:

“En el último minuto de su vida se encontraba sentado frente a su Olivetti…”

1 comentario:

Víctor Cerveto dijo...

Hola Txetxu. Buscando información sobre Humberto Baena, he descubierto una entrada de tu blog de 2008. Me ha emocionado tanto que lo he enlazado en mi facebook. Espero que no te moleste. Un abrazo desde Barcelona