domingo, 19 de junio de 2011

Edimburgo

En Edimburgo los bancos de madera de las calles tienen placas con pequeñas dedicatorias de ciudadanos a sus familiares ya fallecidos. Si se muere un ser querido puedes escribir una dedicatoria en una plaquita que irá atornillada para siempre a un banco de madera. De esta forma esa persona permanece siempre en la memoria de la ciudad, en la que ni siquiera los bancos son un simple mobiliario al que no prestar demasiada atención.

Si paseas por Princes Street Gardens, a los lados del camino encuentras muchos de estos memoriales anónimos con mensajes e inscripciones como: “To my loved husband, who loved this park. Sam Taylor (1921-1979)”.

Muestras continuas de amor y cariño. Recuerdos de un pueblo tan hospitalario y gentil como orgulloso de sus raíces. Las calles de Edimburgo son de una calidez incomparable a pesar del clima ligeramente frío con el que conviven. Su aspecto cercano a lo medieval aún recuerda al burgo que tiempo atrás fue. Sus casas pardas, con ese perpetuo aspecto de estar recién mojadas por la lluvia, esas cuestas empedradas que suben a la colina del castillo, o las agujas que se ven cortar el cielo en torno a la catedral de St. Giles desde cualquier lugar elevado.

Edimburgo es una ciudad acogedora que me hizo sentir en casa en menos de una semana, y de la que nunca podré regresar por completo, para que algún día, dentro de muchos años, cualquier alma me escriba una placa en algún banco postrado frente a Walter Scott o en Calton Hill.


Edimburgo, 29 de marzo de 2011.