Los días pasan, y en el cómputo global, siempre la noche acaba abatiendo las horas de luz. Es la ley tácita. Hay que saber vivir con lo que se tiene y ser feliz, porque, al final, cualquiera enfila el camino hacia el destino común. Es eso lo que nos hace emocionarnos con las pequeñas cosas, lo que nos lleva a levantarnos pensando en el lujo que es saber que tienes a tu mejor amigo a la distancia de tan sólo una puerta, o nos conduce a entrar a una tienda de golosinas para pedir un caramelo con el sabor de sus labios. Porque eso también es felicidad. Y ser feliz es aprovechar bien el tiempo y todo lo que él nos depara.
Somos el tiempo que nos queda. Y el camino que se nos alarga a cada momento delante de nuestros ojos incrédulos. Hace poco escuchaba que la felicidad es el propio camino, que no existe ninguna meta para con esta causa. Por eso es harto importante saber leer las miradas, los gestos, saber interpretar una leve caricia sobre nuestra mano. Porque todo eso termina por pasar y no nos queda nada, acaso el vago recuerdo de haberlo disfrutado por unos instantes.
Mi padre siempre abogaba por saber detenerse en el momento idóneo, por nunca dejarse llevar por esa prisa que ahoga las inertes vidas de los que nos rodean. Por eso ahora acostumbro a detenerme a observar cómo juegan varios niños, cuya vida queda casi al completo por delante, a mirar al cielo y buscar una sonrisa cómplice que sé que en un momento u otro llegará. O simplemente me detengo a contemplar cómo la chica a la que espero viene hacia el lugar donde estoy sentado, su vaivén al andar, y cómo una sonrisa va apareciendo en su cara según va acercándose a mi posición. Pues eso también es ser feliz. De verdad.
Mejor es no confiar en Mañana. De cualquier manera es imposible conocer si éste llegará. Al fin y al cabo, dejamos de vivir todos los días durante unas horas, las cuales no es posible predecir si se convertirán en eternidades. Y llegará un momento en el que a la hora de volver a renacer nos hagan leer una inscripción que rece: No hay mañana.