viernes, 19 de octubre de 2012

Paragüero

Asisto, ensimismado, al desfile de paraguas que tiene lugar en la calle. No veo nada más que esas figuras hexagonales de colores, los codos y las piernas de quienes los portan como un estandarte. A veces me sorprende una gota que golpea con furia la tela y sale despedida en mil pedazos hacia el suelo encharcado. La lluvia y sus formas poéticas. ¿Existe una figura literaria más potente que la lluvia? ¿Quizás un paraguas roto que ya no alcanza a hacer su función? 

Los hexágonos de colores se mueven descontrolados ahí abajo mientras yo, refugiado en la ventana de esta biblioteca, observo la danza correosa que protagonizan. Veo uno de color rojo bajo el que me imagino una mujer fatal. Uno de esos labios carmesí de pantalla de cine. ¿Cuánto valen los tópicos? También hay uno grande y blanco, cuya forma desde lo lejos parece más bien octogonal, sobre el que se distinguen tipografías de periódico. Por la vestimenta que se adivina de cintura hacia abajo, es casi seguro que lo porta un hombre. Al parecer, buena fachada. Tal vez la figura de un escritor fracasado, un periodista que inventa noticias o un corrector de estilo que acude decidido a asesinar al último novelista que ha pasado por sus manos. 

La plaza, que se acurruca bajo el edredón de la lluvia, se ha convertido en una cabalgata de formas de colores que van y vienen. A la altura de la parada de autobús, en cambio, el desfile adquiere carácter de formación militar. Los colores se solapan y parecen sobrexcitados, corriendo de un lado a otro rápidamente. La localidad, que antes fue dormitorio, ha pasado a ser una ciudad paragüero. En mitad de la plaza avanza lo que por su andar lánguido y gradual parece ser un anciano. No alcanzo a verle más allá de mitad del pecho. Todo lo demás lo cubre un sobrio paraguas de luto. Sí consigo ver que va bien vestido, incluso la corbata añil encajada entre las solapas grises de su traje. Elegante, parece acudir lentamente, como si no quisiese llegar nunca, a su propia vigilia. Calculo que ya no debe andar muy lejos de allí. 

En contraposición, a su lado se acaba de cruzar la vitalidad de un Mickey que corre, salta y salpica el agua de los charcos a su madre, la única mujer que anda descubierta, como si disfrutase de la lluvia en su rostro de agua y rímel. El viejo parece decir algo, ha estirado la mano saludando a la pequeña, que lleva un abrigo rosa, y cuyos gritos alborozados atraviesan el cristal grueso de la biblioteca. Me imagino una leve sonrisa en el rostro del anciano, mientras rememora el tiempo en que él era quien correteaba con el paraguas de alguno de los superhéroes de la época. O las tardes de otoño, cuando jugaba al fútbol encima de los charcos, imaginando que salían victoriosos del césped calado del Vicente Calderón. 

Un paraguas puede simbolizar cualquier cosa que puedas imaginarte. Bajo un paraguas puede esconderse el llanto del desamor o puede brotar una amistad. Alguno de estos hexágonos de colores mantiene seca una historia, mientras alguien lee. Bajo un paraguas se puede hacer el amor, de muchas maneras, pero también se puede romper el mismo. Los días de lluvia son propicios para ambas cosas. Y para la literatura. También pueden inspirar una sinfonía, gota a gota, o hacer que algún escritorzuelo junte cuatro líneas seguidas. Sólo es necesario alguien que sepa mirar.

'Couples'. Elliott Erwitt.

martes, 2 de octubre de 2012

Suave es la noche

Are scenes no-one forgets 
And I'm enchanted, music softly plays 
By dancing silhouettes 

City by night. Elvis Presley.



Me gustaba detenerme unos minutos al final del día en la ventana. Lo había tomado por costumbre desde que era adolescente y ya era un acto mecánico. Antes de acostarme, fuese la hora que fuese, me apostaba en la ventana de mi habitación, si es que estaba en casa, o en la más cercana que tuviese, si no lo estaba. 

Es en esos minutos en los que la madrugada y la noche se empiezan a fundir en su abrazo roto, cuando mejor se escucha el silencio. Los días en los que más solitario me había sentido, solía buscar un rastro de vida en las casas contiguas o un ruido más alto que otro. Tal vez el silencio no sea otra cosa que eso: la búsqueda de una demostración de vida ajena. 

La noche del 19 de julio de 2011 no había sido diferente. Me golpeaba la brisa en la cara, donde me escocía un pequeño corte que me había hecho con un folio. Aquel día no había visto a nadie. Era domingo. Había dedicado el día a la lectura. Al finalizar la jornada tenía el regusto de la soledad entre los dientes, derritiéndose como los hielos de la copa de ron, ya vacía en la mesilla, y en el cigarro que se consumía despacio sobre el cenicero. 

Miraba las ventanas de las casas cercanas. Siempre me fascinó la escenografía de las ciudades por la noche. En cada ventana iluminada imaginaba una historia esperando que alguien la contase. Una vida, diferente cada vez, que sufriría modificaciones de una noche a otra. La vida desarrollándose dentro de esos pequeños cubículos, rodeados por cristales abiertos, en los que habíamos convertido nuestros hogares. 

Desfilaban mis ojos, fachada arriba y abajo, cuando una luz se encendió inesperadamente. No era una lámpara, si no más bien un reflejo. Alguien había encendido la televisión en una de las casas que podía ver un piso más abajo, en el edificio contiguo. La sorpresa me hizo quedarme allí mientras dejaba de lado el resto de luces, los coches o las pocas personas que ya caminaban por la calle a cuentagotas. 

No veía quién había encendido la televisión que daba reflejo en la pared que alcanzaba mi vista. Pronto, sin embargo, apareció una vecina que había visto siempre, desde que vivía allí, pero de la que no conocía el nombre. Ocupó el sillón y encendió una pequeña lamparita en la mesilla. El reflejo de la luz se sobrepuso sobre el de la televisión, creando una especie de aureola amarilla, similar a los focos que seleccionan un miembro del público en los concursos de la televisión. 

Nunca me había parado a pensar en la edad que tendría ella. Desde que había llegado a ese bloque la había visto innumerables veces, pero en escasas ocasiones nos habíamos llegado ni a saludar. Calculé que tendría más o menos mi edad. Entre treinta y treinta y cinco, no más. Hacía calor, con lo cual su pijama era corto y dejaba ver las piernas y gran parte del torso, por encima de los senos. Pensé que estaba buenísima e instantáneamente a ese pensamiento tuve cierto recelo en seguir mirando y aparté la vista un momento. 

Sin embargo, qué daño hacía por mirarla. Yo estaba en mi ventana y ella estaba en su casa, y si estaba allí sentada era porque así lo había querido. Sin más. Así que, después de ir al mueble bar, rellenar la copa de hielos y ron y encender otro cigarro, volví a la ventana. 

La segunda vez que la observé estaba mucho más recostada, casi tumbada por completo. Desde mi posición, creí que alcanzaba a ver el brillo del sudor que le caía por el rostro. El calor empezaba a ser insoportable, y como bien dijo Pessoa, dan ganas de sacárselo, igual que la ropa. 

Y eso debió pensar la chica, que de pronto se sacó la parte de arriba del pijama y quedó casi desnuda, sólo con el sujetador y la parte de abajo del pijama, que no era más que una suerte de tanga de color naranja. Definitivamente estaba buenísima. Pensé que debería hablar con ella, pero en seguida el pensamiento difluyó a otro caudal. 

De pronto entendía el sudor que la envolvía cuando volví de rellenar mi copa y que no le resbalaba antes de que dejase de mirarla. Y también entendí el porqué de que se hubiese recostado en ese fragmento de tiempo. No quitaba ojo de la pantalla que yo no veía. Aunque lo cierto es que la mayor parte del tiempo, cuando se movía despacio, de manera espasmódica, mantenía sus ojos cerrados. Gran parte de culpa de su calor y del que empezaba a asolarme a mí repentinamente, la tenía su mano derecha, que había empezado a deslizarse de forma rítmica dentro de la parte inferior del pijama, que se movía creciendo y decreciendo al compás mudo de los grillos. 

Haciendo honores a Scott Fitzgerald lo hacía despacio. Suave es la noche, pensé, mientras notaba como me excitaba sin control. Por supuesto, ella no se había percatado de nada. Probablemente ni siquiera habría pensado en la posibilidad de que alguien la pudiese ver. O la que podía ser otra posibilidad: ni siquiera le importaba que pudiese ser de esa manera. 

Sus ojos cerrados, su cuerpo desnudo y esas manos que conocían mejor que nadie su cuerpo, rompían la tranquilidad de la noche, silenciosa, rumiante y tensa. En esos cerca de treinta y cinco años se concentraban el escuálido placer, el apetito, la experiencia y la soledad. 

Apuré mi cigarro y agarré la copa. Con la mano que había sostenido el pitillo me masturbé mientras ella hacía lo propio un par de pisos más abajo. No solté la copa, no solté nada, sólo seguí con ganas mientras la observaba e imaginaba cuarenta mil cosas que nunca sucederían. Y acabó casi a la vez que yo. Se levantó rápida, apagó la luz y se perdió por el interior de los pasillos que ya era imposible que yo viese. Durante un rato habíamos compartido dos soledades de verano, algo que ella jamás llegaría a saber, para después volver a ser los mismos solitarios que hacía un rato. Barcos que se cruzan en la noche, y ni se saludan ni conocen… 

Aún me quedé un rato pegado a la ventana, con la vista clavada en el punto en el que había estado ella, que todavía permanecía en mis ojos, como esas imágenes que después de mirar durante un largo rato se mantienen unos instantes si cerramos los ojos. 

Después de limpiar los restos de aquella noche: el vaso vacío con los restos del hielo, los clínex, o el cenicero lleno de colillas, abrí la cama y me acosté, desnudo tal cual me había quedado. 

Era verano, el calor apretaba fuera y acababa de perder toda la fuerza que me quedaba al final del día. Supuse que ella había hecho algo parecido. Una solitaria más, como otra cualquiera entre tantas. Otro número primo. 

Al día siguiente me crucé con ella al salir del portal. Y como siempre, apenas nos saludamos.