viernes, 30 de julio de 2010

Y tú serás Gijón

Dejamos atrás Gijón, con la puerta abierta para cuando queramos volver. Viajamos en tren, entre las montañas verdes de Asturias. Me enamoré de ella, lo reconozco, y espero que me perdones. Me enamoré y lo hice de cada cerro, de sus playas, de su viento marinero… Me quedé prendado del sabor salado del mar sobre su piel, de los barrios que la conforman y los fantasmas que los moran. Ahora volvemos a Madrid y por primera vez no quiero. Quiero volver a sentirla cerca, a acariciar sus fachadas, a mojar mis pies en su melancólico llanto. Porque a veces las ciudades se convierten en las personas. Y esta ciudad será nuestra. Y tú serás Gijón.

28 de julio de 2010.
Escrito en el tren Gijón-Madrid.

lunes, 19 de julio de 2010

De mariposas, imanes y otras tonterías

Jugamos a la lluvia cada vez que estamos separados. Y es un juego muy extraño, sobre todo en verano. Me levanto a las cinco de la tarde, después de un rato de siesta, miro por la ventana, y aunque afuera pega el calor continental de Madrid, yo pienso: mierda, está lloviendo.

Salgo a la ventana, de la misma manera que en los fríos inviernos de la capital me apoyo en el alfeizar a mirar el frío. Sí, se puede intuír el frío de la ciudad, si miras atentamente la calle desde una ventana en la que quedes a salvo de él. Me quedo mirando el frío por la ventana, decía, y por delante de mi cara vuela una mariposa de colores. En realidad no es que me gusten demasiado, es uno de los animales que más indiferentes me resultan, pero me acuerdo de la expresión “tener mariposas en el estomago”.

Una expresión que, ciertamente, no me dice nada. En los últimos meses he aprendido que no, esa expresión es estúpida. No se sienten mariposas en el estomago, es incongruente. Yo, al menos, me niego a positivar esa expresión. Porque un día pensamos en un imán que habita, aletargado en el pecho de cada uno, como un segundo corazón que estuviese dormido, hasta que encuentra su polo contrario, ese hacia el que tiene que atraerse, y entonces, se activa su energía y hace que el corazón de cada uno lata un poco más fuerte cuando está cerca de su otro polo y que no deje de pensar y buscarlo cuando está un poco más lejos.

Pero no importa. Todo esto da igual, seguro que el primero que lo lea piensa: tonterías…

domingo, 4 de julio de 2010

Escapar de lo inevitable

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa alguna vez en escaparse y no por ello debe sentirse culpable. En absoluto. Piensa que la vida le está sonriendo bastante en los últimos meses y ese pensamiento le hace sentirse bien. Por si fuera poco, en pleno verano sigue oliendo profundamente a humedad. Casi todos los días llueve, al menos durante un rato.

Hoy, hace justo un año, se encontraba en otro balcón distinto, en otra ciudad, de otro país. Y ahora piensa que quizás le vendría bien volver a aquel balcón, en lo más alto de la Alfama, o sentarse junto a los gatos en el mirador del Castelao de Sao Jorge. Y recuerda una frase que, ya en Madrid, le dijo una vez uno de los amigos que le acompañaban en ese viaje, sentados en un café:

“No sé. Creo que no he tenido un día en mi vida en el que haya sido plenamente feliz, desde que me haya despertado hasta la noche.”.

Pero él no está mal, sólo está recordando y pensando en un momento de debilidad. Pensar es una concesión del hombre a un momento de debilidad pura. Tal vez sea la rémora más grande de este género, la capacidad de pensar. Pero no se puede evitar de ninguna manera. Está ahí y tiene que sobrellevarlo como sea.

Es inevitable y no por eso quiere decir que esté mal. No. Simplemente necesita escapar, volver a ver a su inseparable amigo el mar. Los marineros en tierra siempre tienen cierta deuda. Por eso, sonríe, sin que nadie le vea, porque puede permitirse ciertos momentos de nostalgia, pues es plenamente feliz. Sólo que ahora quiere escapar de repente. Mañana quizá sea otro día y todo esto que está pensando ahora se lo haya llevado lejos el viento, a altamar, en aguas internacionales donde no existe ley, ni siquiera la del pensamiento.

Y cree que la odia, sí, a ella, de la que en realidad se ha vuelto un perfecto devoto. Pero cree que la odia porque ahora, estos dos últimos días se ha marchado, y él añora su ausencia. Porque sabe que hacía tiempo que no tenía la capacidad de extrañar a nadie, y ella se la ha devuelto, y se siente extraño, incluso tonto. Lisboa, recuerda mientras la brisa húmeda le golpea el rostro abalconado. Ese aspecto bohemio y canalla de sus calles; su Baixa, su Alfama, su Bairro Alto y su Mouraria. Lisboa y sus fantasmas.

En su cabeza suena una melodía marinera. Donde no manda patrón… Lo peor es que, en este momento, no sabe a qué debe encomendarse para soliviantar esta repentina sensación de agobio que le produce una situación, por otra parte, banal. La soledad del corredor de fondo, sin metas, ni siquiera carreras. Las calles de Madrid lucen oscuras desde su balcón esta noche. Todas las farolas de su calle están apagadas, de réquiem funesto, mientras algunos coches pitan en el cruce de ahí abajo, y sus motores rugen como leones indomables. Oscuridad, mientras esa canción sigue tronando en sus oídos tormentosos. Los fados de Madrid, serán.

Es inevitable, piensa, y sonríe melancólico, imaginando el momento en que vuelva. Mientras tanto, sabe que se perderá en millones de palabras, en ese libro de cartas de amor que un día un hombre escribió a su amor y que más tarde, la hija de ambos recopilaría para su publicación, de agradecer por cualquiera que las lea. Y sabe que se ahogará en infinitas tazas de café que se convencerá que toma en la compañía de alguien que no duerme hoy entre sus sábanas. Sin mayores diserciones.

Querer escapar, e incluso necesitarlo, es un derecho que no le tienen porque negar. De hecho, al leer la última carta de ese libro que tiene en el sofá entreabierto, le ha venido a la cabeza la idea fugaz de escaparse con ella. Como si se tratase de una novela que después alguien convirtiese en película de cine de bajo presupuesto. Se da cuenta de que le gusta la idea. Ahora más, sí, mucho más.

Y se ha dado cuenta también de que cuando piensa levemente en ella se le torna el gesto y acaba por sonreír con ganas. Y eso le asusta y a la vez le enardece. Mientras, se le acaba el último sorbo del café, que empezaba a estar frío, y, remotamente, escucha la invocación de las páginas del libro que han quedado entreabiertas encima del sofá.

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa en escapar alguna vez y no por ello debe sentirse culpable de nada. Los culpables y las víctimas totales nunca existen, como los héroes.