Agosto es un mes espantoso en Madrid. Aunque ésta se desvista hasta de sus mejores vestidos en este mes. Se puede pasear con tranquilidad, sin agobios y sin gente, pero a mí me gustaría escapar en este mes de asfalto ardiente y neblina en los ojos. Por eso me encantan estos días tan invernales que cercan las murallas cálidas de mi ciudad. Porque este aroma a adoquines bañados me devuelve al invierno, a los días más fríos, más digeribles, y me rescata del sopor absoluto de esta indeseable hoja del calendario.
Adoro la lluvia y ese ambiente que arrastra con ella. Porque el perfume que se filtra por la contraventana me recuerda a un amigo bailando bajo una tromba de agua tremenda, un momento de felicidad plena; me recuerda irremediablemente a las personas que ahora mismo están más lejos, a un café caliente a las cuatro, junto a ellos, calados después de recorrer idéntico camino. Este olor se acuerda de un viaje en tren mirando los palacetes que quedan a la vera de la vía que lleva a Atocha, mientras afuera diluvia; a esa gente que entra empapada en el vagón, cerrando el paraguas casi dentro de él.
Más de una vez he pensado en intentar guardar esa esencia en un pequeño frasco de esos que después se prenden como ambientador. Un intento de emerger, quizá, del ápice de alquimista que pueda ocultar dentro. Pero siempre llego a la conclusión de que prefiero guardar la magia del momento.
Sí, lo siento, pero tengo alma de otoño. No puedo evitar en días lluviosos pensar fotografías, acordarme de la imagen de Bram en la que una pareja deambula por Oxford Street, calada, bajo una intensa tormenta, con un único paraguas enclenque como protección. O recrearme en las fotografías que haría yo mismo bajo la tormenta.
La lluvia… Cuando era pequeño, muchas veces me atormentaba la idea de que llovía porque alguien estaba llorando ahí arriba. Me desmontaba ese pensamiento. Pasaba grandes ratos, incluso horas, entristecido por la visión en mi cabeza de alguien como yo, que lloraba y lloraba sin nadie que le consolase.
Ahora esos mismos ratos, incluso horas, las paso imaginando historias bajo la lluvia, fotografías, pasajes literarios, y en ocasiones pensando en las nubes de tu pelo oscuro. En ti, desconocida, en definitiva, que también tienes sombra de tormenta. Lo sé.
Adoro la lluvia y ese ambiente que arrastra con ella. Porque el perfume que se filtra por la contraventana me recuerda a un amigo bailando bajo una tromba de agua tremenda, un momento de felicidad plena; me recuerda irremediablemente a las personas que ahora mismo están más lejos, a un café caliente a las cuatro, junto a ellos, calados después de recorrer idéntico camino. Este olor se acuerda de un viaje en tren mirando los palacetes que quedan a la vera de la vía que lleva a Atocha, mientras afuera diluvia; a esa gente que entra empapada en el vagón, cerrando el paraguas casi dentro de él.
Más de una vez he pensado en intentar guardar esa esencia en un pequeño frasco de esos que después se prenden como ambientador. Un intento de emerger, quizá, del ápice de alquimista que pueda ocultar dentro. Pero siempre llego a la conclusión de que prefiero guardar la magia del momento.
Sí, lo siento, pero tengo alma de otoño. No puedo evitar en días lluviosos pensar fotografías, acordarme de la imagen de Bram en la que una pareja deambula por Oxford Street, calada, bajo una intensa tormenta, con un único paraguas enclenque como protección. O recrearme en las fotografías que haría yo mismo bajo la tormenta.
La lluvia… Cuando era pequeño, muchas veces me atormentaba la idea de que llovía porque alguien estaba llorando ahí arriba. Me desmontaba ese pensamiento. Pasaba grandes ratos, incluso horas, entristecido por la visión en mi cabeza de alguien como yo, que lloraba y lloraba sin nadie que le consolase.
Ahora esos mismos ratos, incluso horas, las paso imaginando historias bajo la lluvia, fotografías, pasajes literarios, y en ocasiones pensando en las nubes de tu pelo oscuro. En ti, desconocida, en definitiva, que también tienes sombra de tormenta. Lo sé.
4 comentarios:
Grandiosa fotografía y grandioso texto, buenos acompañantes para la lluvia.
De donde yo vengo llueve casi todos los días y maldita sea, este año eché mucho de menos las sombras de tormentas.
Hay a quien le gusta el sol y no tolera la lluvia, hay mucha gente con cara de lluvia en Madrid. Supongo que la antítesis somos nosotros, que cuando llueve ponemos cara de sol, aunque el uniforme se pinte de gris.
la lluvia da igual en que estcion estemos pero siempre se agradece, simpre se quiere, aunque estemos bajo de ella.
por eso no uso paraguas me gusta sentirla cuando cae.
un besito
Precioso.
A mí también me encanta la lluvia. En las películas de Fellini siempre que llueve los personajes se purifican (recuerdo ahora, por ejemplo, la escena en la que Cabiria, empapada por fuera y por dentro, decide que no quiere seguir ejerciendo la prostitución, que quiere cambiar de camino). Hace unos días, aquí, en Jaén, también diluvió y decidí darme un paseo por el campo y ponerme chorreando. Casi toqué la felicidad.
Un abrazo.
Lluve, detrás de los cristales llueve y llueve, sobre los chopos medios deshojados sobre los pardos tejados llueve...(J.M. Serrat)
Publicar un comentario