Ahora ya descansaban después de un día de excursión. Habían disfrutado como enanos de aquel pueblecito tan recóndito, escondido entre las montañas de la sierra. El silbido estridente del tren indicaba que el día había terminado, pese a ser mediodía, y que tan sólo quedaba el viaje de vuelta a su localidad.
El grupo era amplio, y como siempre dentro de los grupos grandes, se forman pequeños grupos más cerrados. Dentro de uno de estos grupos es donde se encontraban ellos. Ella se había sentado, se encontraba agotada después de haber caminado durante unas cuantas horas, y él estaba sentado a sus piernas, con la cabeza apoyada en una de ellas. Estaban realmente exhaustos, pero el día había merecido la pena. Habían quedado encantados con el pueblo en el que habían estado.
Ella estaba dormida, y él parecía estarlo también, pero tan sólo dormitaba con los ojos entreabiertos, entre todos sus compañeros. Aquella mañana, ella por fin se había decidido, tras cientos de ratos, miradas y mensajes, a besarle; y eso le estaba haciendo soñar despierto. Era el primer amor, y había llegado a creer que nunca conseguiría estar a su lado, pues ella ya tenía novio.
La mano de la muchacha había estado rondando por su cuello, antes de caer dormida, describiendo algo así como espirales infinitas, como si practicase para el próximo examen de dibujo técnico. Sin embargo, pese a caer en los brazos de Morfeo, había seguido acariciando su cuello, dibujando extrañas formas.
Ella era un amor prohibido -como ya se vio anteriormente-, aunque en los últimos meses le había hecho ver lo contrario, por lo que albergaba ciertas esperanzas. Cuantas veces había hundido su deseo por ella, en un amargo café madrugador, o en un vaso largo con alcohol noctámbulo.
Al fin y al cabo, el amor y la vida son eso. Sumergir, y ahogar, un sentimiento en una taza con café amargo una y otra vez, para en alguna de las inmersiones toparte con el edulcorante, que endulce la tosquedad de la cafeína. También existe quien siempre topa con la sacarina. Incluso los que suavizan la amargura con condimentos tan inútiles como la leche condensada o el chocolate. Nunca sirve. El amor y la vida son eso, sin más.
El silbido del tren le volvió a extraer de sus pensamientos, y retornó a su tarea de intentar adivinar los contornos de las figuras que dibujaba, permanentes, sobre su tez blancuzca. Sonrió, para sí, y sólo una de sus amigas se percató de aquella situación, y también le regaló una sonrisa sincera. ¿Con qué estará soñando ella?, pensó.
El grupo era amplio, y como siempre dentro de los grupos grandes, se forman pequeños grupos más cerrados. Dentro de uno de estos grupos es donde se encontraban ellos. Ella se había sentado, se encontraba agotada después de haber caminado durante unas cuantas horas, y él estaba sentado a sus piernas, con la cabeza apoyada en una de ellas. Estaban realmente exhaustos, pero el día había merecido la pena. Habían quedado encantados con el pueblo en el que habían estado.
Ella estaba dormida, y él parecía estarlo también, pero tan sólo dormitaba con los ojos entreabiertos, entre todos sus compañeros. Aquella mañana, ella por fin se había decidido, tras cientos de ratos, miradas y mensajes, a besarle; y eso le estaba haciendo soñar despierto. Era el primer amor, y había llegado a creer que nunca conseguiría estar a su lado, pues ella ya tenía novio.
La mano de la muchacha había estado rondando por su cuello, antes de caer dormida, describiendo algo así como espirales infinitas, como si practicase para el próximo examen de dibujo técnico. Sin embargo, pese a caer en los brazos de Morfeo, había seguido acariciando su cuello, dibujando extrañas formas.
Ella era un amor prohibido -como ya se vio anteriormente-, aunque en los últimos meses le había hecho ver lo contrario, por lo que albergaba ciertas esperanzas. Cuantas veces había hundido su deseo por ella, en un amargo café madrugador, o en un vaso largo con alcohol noctámbulo.
Al fin y al cabo, el amor y la vida son eso. Sumergir, y ahogar, un sentimiento en una taza con café amargo una y otra vez, para en alguna de las inmersiones toparte con el edulcorante, que endulce la tosquedad de la cafeína. También existe quien siempre topa con la sacarina. Incluso los que suavizan la amargura con condimentos tan inútiles como la leche condensada o el chocolate. Nunca sirve. El amor y la vida son eso, sin más.
El silbido del tren le volvió a extraer de sus pensamientos, y retornó a su tarea de intentar adivinar los contornos de las figuras que dibujaba, permanentes, sobre su tez blancuzca. Sonrió, para sí, y sólo una de sus amigas se percató de aquella situación, y también le regaló una sonrisa sincera. ¿Con qué estará soñando ella?, pensó.
5 comentarios:
Precioso el texto, me encanto la frase de las espirales infinitas en el cuello de su amado.
Un abrazote
Siempre pensé que los amores prohibidos son los auténticos, los que duran para siempre.
Lo que dura para siempre por lo que veo también son la calidad de tus textos, siempre los leo un par de veces antes de escribrite un comentario, así los paladeo mejor, como el buen vino.
Pd: Si dibujaba una espiral era buen augurio, porque es el símbolo de lo inmortal.
=)
Un besito
probablemente he aquí una de las miles de respuestas a una única pregunta que me suele rondar por la cabeza... y es que claro... yo nunca tomo el café con azúcar.
un bonito encuentro, con preciosos detalles.
un beso
Qué bien enlazado el título con el texto. Qué creatividad.
Pensé que había sido un suceso real, me lo iba imaginando y todo...
Por cierto, ¿qué tal el libro de Saramago? Me da un poco de miedo probarlo. Me decepcionó tanto con Ensayo sobre la lucidez...
Pablo: Gracias, no sabía si iba a ser demasiado cursi. Un abrazo.
Serly: Yo creo que, en cierta parte, también es así. Son preciosos. Mil gracias por los piropazos. :D
Mot: Pues edulcóralo, está rico, como la vida. Un besazo María.
Laura: Por algún sitio hay que salir. Gracias por pasarte. Un besazo. :D
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