En aquel hospital me encontré metido por completo en una situación surrealista, increíblemente surrealista. Me encontraba de acompañante en la sala de tratamiento. Una enorme sala en la que un largo corredor con sillas a los lados inunda la visión de todo el que allí entra. En esas sillas, las personas que necesitan el tratamiento se sientan a esperar la dosis de ese pequeño veneno que les mata por momentos para hacerlos resucitar después. Algo realmente extraño. La verdad es que eso ya me sorprendió –yo pensaba que la quimioterapia era una especie de máquina, como las de las resonancias magnéticas o algo así… ¡Qué ignorancia la mía!
Pues allí estaba yo, dentro de ese cúmulo de rarezas. Cuando miré alrededor me detuve al cruzar la vista con una joven chica (no tendría más de 35 años), que estaba recibiendo su tratamiento. La muchacha tenía un cuerpo extremadamente delgado, parcialmente consumido y pese a devorar vorazmente numerosos sándwiches; su aspecto era algo decrépito. Sin embargo, la chica no parecía estar mal, dentro de su situación: una pelea constante contra un vil cangrejo, que le mantenía débil por momentos y le había echo cambiar su peinado fortuitamente por otro, bastante parecido y que no le quedaba mal, a decir verdad.
Así fue mi primera impresión y pensé que sería la última, pero no. A los pocos minutos volví a mirarla: me llamaba la atención que, pese a su decadente aspecto, mantenía la belleza de la que gozaba antes de sufrir el ataque del cangrejo; y su sonrisa era preciosa, por lo que obsequiaba con ella a toda persona que la mirase. Algo en su cuerpo actuaba como si no quisiese dejar escapar la totalidad de ella; y dejar un resquicio del bello aspecto que había tenido tiempo atrás, para volver a adquirirlo cuando venciese su particular batalla. Como si la belleza se aferrara a su cuerpo con uñas y dientes para no caer en el agujero negro que supone el olvido.
Pensé para mis adentros que era la bella encarnación real de la novia cadáver, imaginada años atrás por Tim Burton. Pero no una encarnación de fantasía, sino el aspecto que tendría en la realidad. Esa idea me rondó la cabeza unos minutos, y la chica me pareció aún más curiosa e interesante. Mientras seguía comiendo.
En más de una ocasión me sonrió, porque creo que ella también se dio cuenta de que la miraba desde que había entrado. ¿Habría pensado que la miraba porque me resultaba rara? No lo parecía.
Aquella situación llegó a su fin, y la persona a quien acompañaba terminó su sesión. Nos levantamos y al levantarme volví a mirar hacia su silla. Allí seguía esperando pacientemente. Un “hasta luego” y otra leve sonrisa, para después salir de la sala hasta la próxima sesión. Me gustaría volver a encontrarme con la chica y preguntarle qué tal le está yendo el tratamiento. Quizás la próxima sesión le regale una rosa, para que deje ver su sonrisa…
Pues allí estaba yo, dentro de ese cúmulo de rarezas. Cuando miré alrededor me detuve al cruzar la vista con una joven chica (no tendría más de 35 años), que estaba recibiendo su tratamiento. La muchacha tenía un cuerpo extremadamente delgado, parcialmente consumido y pese a devorar vorazmente numerosos sándwiches; su aspecto era algo decrépito. Sin embargo, la chica no parecía estar mal, dentro de su situación: una pelea constante contra un vil cangrejo, que le mantenía débil por momentos y le había echo cambiar su peinado fortuitamente por otro, bastante parecido y que no le quedaba mal, a decir verdad.
Así fue mi primera impresión y pensé que sería la última, pero no. A los pocos minutos volví a mirarla: me llamaba la atención que, pese a su decadente aspecto, mantenía la belleza de la que gozaba antes de sufrir el ataque del cangrejo; y su sonrisa era preciosa, por lo que obsequiaba con ella a toda persona que la mirase. Algo en su cuerpo actuaba como si no quisiese dejar escapar la totalidad de ella; y dejar un resquicio del bello aspecto que había tenido tiempo atrás, para volver a adquirirlo cuando venciese su particular batalla. Como si la belleza se aferrara a su cuerpo con uñas y dientes para no caer en el agujero negro que supone el olvido.
Pensé para mis adentros que era la bella encarnación real de la novia cadáver, imaginada años atrás por Tim Burton. Pero no una encarnación de fantasía, sino el aspecto que tendría en la realidad. Esa idea me rondó la cabeza unos minutos, y la chica me pareció aún más curiosa e interesante. Mientras seguía comiendo.
En más de una ocasión me sonrió, porque creo que ella también se dio cuenta de que la miraba desde que había entrado. ¿Habría pensado que la miraba porque me resultaba rara? No lo parecía.
Aquella situación llegó a su fin, y la persona a quien acompañaba terminó su sesión. Nos levantamos y al levantarme volví a mirar hacia su silla. Allí seguía esperando pacientemente. Un “hasta luego” y otra leve sonrisa, para después salir de la sala hasta la próxima sesión. Me gustaría volver a encontrarme con la chica y preguntarle qué tal le está yendo el tratamiento. Quizás la próxima sesión le regale una rosa, para que deje ver su sonrisa…
4 comentarios:
me alegro verlo por aqui, una extereorización real..quizas ella lo lea algun dia :) quien sabe...
es un hacer bello de algo que todos prefieren ocultar
un besin!
Me gustaría que te llevaras la rosa para regalársela a esa mujer tan guapa, como tú defines, sería un gran detalle, pero por otra parte me gustaría que la rosa que entro contigo por la entrada, saliera otra vez en la misma mano que la llevaba a la entrada o por otra mano que nunca habías visto y no te esperabas dársela, porque se significaría que sus sesiones ya se han acabado y está recuperada
Me alegra que me contaras la historia anets de escribirla
Ya me pareció preciosa de por sí
Y más si la cuentas tú
Quizás lo lea algún día, quizás. No sé, María, hasta de lo peor se puede sacar siempre algo bello. Gracias, un beso.
Si la vuelvo a ver lo haré, y se la regalaré. Sólo por hacer sonreír a alguien en su situación lo haré.
Gracias, segundo anónimo. Gracias.
Publicar un comentario