Habitación 315. Tercera planta. Pasillo izquierda. Subía en el ascensor de la derecha y llevaba un libro en la mano. El libro que él le solicitó. Su labor de enfermera le proporcionaba bastante bienestar personal. Vivía momentos difíciles, por supuesto, pero había aprendido, gracias a estas situaciones, que es en ellas donde reside lo más bello del ser humano.
El pitido del ascensor la desenterró de su lectura de la contraportada: Mí enamorada la muerte, se titulaba. Cuando llegó la puerta estaba entornada, la familia del paciente dentro. A África le encantaba visitar aquella habitación. Su cariño por ese paciente e, indirectamente, por toda la familia había crecido de manera notoria, algo que no había experimentado nunca antes.
Germán jugaba con sus nietos, charlaba con sus hijos, y siempre sonreía. Cada vez que África rebasaba la puerta de su habitación la reconocía a la voz de “la enfermera con el nombre más bonito del centro”. A menudo envidió África la alegría de vivir de aquel viejo.
En la habitación 315 la vida era distinta. Germán aconsejaba y jugaba con los niños, con las ganas del que sabe que su tiempo concluye, aquejado de un grave cáncer de edad. Sin más patología. Su familia, por otra parte, bromeaba con él y lo despedía cada noche con la pesadumbre taciturna, camuflada entre sonrisas, de quienes saben que la vida del anciano finaliza irremediablemente y no quiere que se le note. Pero ambas partes suelen conocer lo que los demás disfrazan, o intentan encubrir.
Aquella noche fue la última que vio sonreír a Germán, más radiante que cualquier otra. Tenía guardia. A las once en punto, cuando estaba acompañado de su familia vino a recogerle su enamorada, puntual a su cita, engalanada como ninguna vez. No le dio tiempo ni a leer siquiera la primera página del libro, aunque cuando África se lo había entregado, el viejo le confesó haberlo leído antes. Sin embargo, antes de irse, su amor sí le dejó que regalase una última sonrisa a aquella habitación, donde se evocaban sus épocas pasadas. De esa sonrisa es de lo que se había prendado la muerte, y por la que había esperado hasta el momento pertinente. Germán se cruzó con África mientras traspasaba el umbral de la puerta de su mano. Aún su cuerpo estaba tumbado plácido, encima de aquella cama cándida.
Sonreía. Sonreían. Tristes.
Rescatado del baúl de textos antiguos, por motivos varios.
El pitido del ascensor la desenterró de su lectura de la contraportada: Mí enamorada la muerte, se titulaba. Cuando llegó la puerta estaba entornada, la familia del paciente dentro. A África le encantaba visitar aquella habitación. Su cariño por ese paciente e, indirectamente, por toda la familia había crecido de manera notoria, algo que no había experimentado nunca antes.
Germán jugaba con sus nietos, charlaba con sus hijos, y siempre sonreía. Cada vez que África rebasaba la puerta de su habitación la reconocía a la voz de “la enfermera con el nombre más bonito del centro”. A menudo envidió África la alegría de vivir de aquel viejo.
En la habitación 315 la vida era distinta. Germán aconsejaba y jugaba con los niños, con las ganas del que sabe que su tiempo concluye, aquejado de un grave cáncer de edad. Sin más patología. Su familia, por otra parte, bromeaba con él y lo despedía cada noche con la pesadumbre taciturna, camuflada entre sonrisas, de quienes saben que la vida del anciano finaliza irremediablemente y no quiere que se le note. Pero ambas partes suelen conocer lo que los demás disfrazan, o intentan encubrir.
Aquella noche fue la última que vio sonreír a Germán, más radiante que cualquier otra. Tenía guardia. A las once en punto, cuando estaba acompañado de su familia vino a recogerle su enamorada, puntual a su cita, engalanada como ninguna vez. No le dio tiempo ni a leer siquiera la primera página del libro, aunque cuando África se lo había entregado, el viejo le confesó haberlo leído antes. Sin embargo, antes de irse, su amor sí le dejó que regalase una última sonrisa a aquella habitación, donde se evocaban sus épocas pasadas. De esa sonrisa es de lo que se había prendado la muerte, y por la que había esperado hasta el momento pertinente. Germán se cruzó con África mientras traspasaba el umbral de la puerta de su mano. Aún su cuerpo estaba tumbado plácido, encima de aquella cama cándida.
Sonreía. Sonreían. Tristes.
Rescatado del baúl de textos antiguos, por motivos varios.
3 comentarios:
No sabía que tu baúl era tan oscuro.
El miedo a que nuestro mundo se acabe nos hace disfrutarlo con más ilusión y entusiasmo que cuando lo tenemos al alcance de la mano. Triste e irónica condición humana.
Me gusta el texto, la mezcla de horror y ternura.
Un beso!
Ya leeré el texto, pero ese libro es enoooooorme!!! Ya no me acuerdo cómo acaba exactamente pero los relatos que hace sobre las relaciones entre todos los locos son alucinantes...
Anita: Es oscuro a veces sólo. Aquel día lo era por un motivo especial.
Nacho: El libro es enorme, ya una vez terminado. Es genial. =)
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