jueves, 12 de enero de 2012

Antiguos santuarios

El chico se quedaba parado siempre delante de aquella librería. Cuando estaba cerrada, esperaba siempre a que abriese con cierta congoja. Alguna vez le vi entrar dentro y pasear ojeando algunos ejemplares, pese a que siempre que llevaba algún libro era del fondo de alguna biblioteca pública. 

Tendría alrededor de trece o catorce años. Aún no había leído los grandes clásicos, pero empezaban a interesarle ya las obras inmortales. Se sentía muy atraído por los libros que veía desde fuera, además de por la chica que trabajaba dentro, a la que miraba embobado como se movía entre las estanterías. 

La zozobra sólo le duraba hasta que la veía doblar la esquina y sacar la llave. Esperaba que, cuando pasasen unos pocos años, algún día al comprar algún libro ella hablase con él o le dejase su teléfono en alguna de las páginas. Mientras tanto se conformaba pensando en los libros que compraría cuando trabajase. 

Con el paso de los años, aquella librería, que tenía también una sección de viejo, se había convertido en una especie de santuario para él. No había día que no pasase por delante al menos una vez. Los domingos cerraba, por lo que su angustia, aunque la viese cerrada al pasar, era menor. Había visto que muchas tiendas de libros cerraban últimamente, por eso tenía miedo de que cualquier día también le llegase la hora a la suya. 

Cuando una librería cierra para siempre, la Literatura sufre un cambio radical en su totalidad. Algunos personajes mueren de repente en capítulos que no existían antes o contraen graves enfermedades que merman su idiosincrasia. Los protagonistas que sobreviven a cada liquidación sufren pensando que tal vez los próximos sean ellos. Hoy en día, con el aumento de clausuras, ya nadie quiere ser protagonista. 

El chico vivía aterrado cada retraso de su adorada librera. Había leído algunas novelas como Oliver Twist, Canción de Navidad, Platero y yo o El viejo y el mar, y no contemplaba la posibilidad de volver a leerlos y que la historia fuese distinta. De la misma forma, cuando pudiese gastar en libros tanto dinero como pretendiese, quería leer los clásicos de la forma en que sus autores la habían escrito, sin cambios fortuitos. 

Prácticamente la totalidad de establecimientos dedicados a las letras se habían convertido paulatinamente en peluquerías, centros veterinarios o bares de copas cool. Ya casi no se vendían máquinas de escribir, como la que tenía su padre. Los personajes habían asistido tristes a cada uno de estos cambios. Quizás Aureliano Buendía ya no era soldado, ni Gatsby tenía su mansión. Tal vez Ricardo Reis se había refugiado en alguna tienda de antigüedades porque era lo más parecido a su época que aún resistía. 

De alguna manera, no se podía permitir eso. En su inocente cabeza pensó: “Si algún día sólo queda esta librería en la ciudad, lucharé porque nunca cierre”. Entonces miró cuántas monedas tenía en el bolsillo y, por primera vez, cruzó la puerta de cristal y madera decidido a comprar.

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