domingo, 4 de julio de 2010

Escapar de lo inevitable

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa alguna vez en escaparse y no por ello debe sentirse culpable. En absoluto. Piensa que la vida le está sonriendo bastante en los últimos meses y ese pensamiento le hace sentirse bien. Por si fuera poco, en pleno verano sigue oliendo profundamente a humedad. Casi todos los días llueve, al menos durante un rato.

Hoy, hace justo un año, se encontraba en otro balcón distinto, en otra ciudad, de otro país. Y ahora piensa que quizás le vendría bien volver a aquel balcón, en lo más alto de la Alfama, o sentarse junto a los gatos en el mirador del Castelao de Sao Jorge. Y recuerda una frase que, ya en Madrid, le dijo una vez uno de los amigos que le acompañaban en ese viaje, sentados en un café:

“No sé. Creo que no he tenido un día en mi vida en el que haya sido plenamente feliz, desde que me haya despertado hasta la noche.”.

Pero él no está mal, sólo está recordando y pensando en un momento de debilidad. Pensar es una concesión del hombre a un momento de debilidad pura. Tal vez sea la rémora más grande de este género, la capacidad de pensar. Pero no se puede evitar de ninguna manera. Está ahí y tiene que sobrellevarlo como sea.

Es inevitable y no por eso quiere decir que esté mal. No. Simplemente necesita escapar, volver a ver a su inseparable amigo el mar. Los marineros en tierra siempre tienen cierta deuda. Por eso, sonríe, sin que nadie le vea, porque puede permitirse ciertos momentos de nostalgia, pues es plenamente feliz. Sólo que ahora quiere escapar de repente. Mañana quizá sea otro día y todo esto que está pensando ahora se lo haya llevado lejos el viento, a altamar, en aguas internacionales donde no existe ley, ni siquiera la del pensamiento.

Y cree que la odia, sí, a ella, de la que en realidad se ha vuelto un perfecto devoto. Pero cree que la odia porque ahora, estos dos últimos días se ha marchado, y él añora su ausencia. Porque sabe que hacía tiempo que no tenía la capacidad de extrañar a nadie, y ella se la ha devuelto, y se siente extraño, incluso tonto. Lisboa, recuerda mientras la brisa húmeda le golpea el rostro abalconado. Ese aspecto bohemio y canalla de sus calles; su Baixa, su Alfama, su Bairro Alto y su Mouraria. Lisboa y sus fantasmas.

En su cabeza suena una melodía marinera. Donde no manda patrón… Lo peor es que, en este momento, no sabe a qué debe encomendarse para soliviantar esta repentina sensación de agobio que le produce una situación, por otra parte, banal. La soledad del corredor de fondo, sin metas, ni siquiera carreras. Las calles de Madrid lucen oscuras desde su balcón esta noche. Todas las farolas de su calle están apagadas, de réquiem funesto, mientras algunos coches pitan en el cruce de ahí abajo, y sus motores rugen como leones indomables. Oscuridad, mientras esa canción sigue tronando en sus oídos tormentosos. Los fados de Madrid, serán.

Es inevitable, piensa, y sonríe melancólico, imaginando el momento en que vuelva. Mientras tanto, sabe que se perderá en millones de palabras, en ese libro de cartas de amor que un día un hombre escribió a su amor y que más tarde, la hija de ambos recopilaría para su publicación, de agradecer por cualquiera que las lea. Y sabe que se ahogará en infinitas tazas de café que se convencerá que toma en la compañía de alguien que no duerme hoy entre sus sábanas. Sin mayores diserciones.

Querer escapar, e incluso necesitarlo, es un derecho que no le tienen porque negar. De hecho, al leer la última carta de ese libro que tiene en el sofá entreabierto, le ha venido a la cabeza la idea fugaz de escaparse con ella. Como si se tratase de una novela que después alguien convirtiese en película de cine de bajo presupuesto. Se da cuenta de que le gusta la idea. Ahora más, sí, mucho más.

Y se ha dado cuenta también de que cuando piensa levemente en ella se le torna el gesto y acaba por sonreír con ganas. Y eso le asusta y a la vez le enardece. Mientras, se le acaba el último sorbo del café, que empezaba a estar frío, y, remotamente, escucha la invocación de las páginas del libro que han quedado entreabiertas encima del sofá.

Sabe que a veces es inevitable. Todo el mundo piensa en escapar alguna vez y no por ello debe sentirse culpable de nada. Los culpables y las víctimas totales nunca existen, como los héroes.

4 comentarios:

Ana Castro dijo...

Es la saudade. De alguna forma, Lisboa nos enferma un poco. Y el tono melancólico/nostálgico se viene con nosotros, a un Madrid abarrotado y sin metro, o a cualquier parte. Siempre tuve claro que algún día me iría a vivir a Lisboa para tener "mi bar" en el Barrio Alto.
Por lo de escapar... No creo que seamos unos cobardes, pero todos nos pasamos la mayor parte del tiempo pensando en escapar. Y hasta es sano.

Enrique dijo...

Escapar es maravilloso.
Pero es mejor volver imperceptiblemente más alto.

MoT dijo...

Supongo que al irte vives otra experiencia que te cambia, que te enriquece tanto... que al regresar siemrpe te queda lo mismo pero con otros colores y formas.

Veo que al final lo cambiaste tambiém :) Vi cositas nuevas y experimente un poco. Con esto de mi vuelta quise darle otro enfoque.

un besin escritor

Loren dijo...

Siempre nos quedará Lisboa.

Un fuerte abrazo.