Mi amigo se ha marchado después de estar un rato sentado con él. Caminamos juntos hasta que llegamos al parque que está cerca de mi casa. La madrugada avanzaba ya sin mirar hacia atrás, y en aquel punto del mapa nos desviamos. Un abrazo, hablamos pronto y tomamos algo. Los típicos gestos de una despedida. Me apoyo en un banco de madera un segundo, me apetecería fumar un cigarrillo, pero no tengo tabaco. Veo como él se aleja calle abajo. Se convierte en una figura sombría que se pierde en la oscuridad de una noche que ultima sus horas de sueño.
Me quedo allí sentado un rato. No tengo prisa hoy. En realidad nunca la tengo. Total, el tiempo también camina despacio a veces, para darnos una especie de respiro. Hace frío aquí abajo, pero no me apetece subir la escalera del portal, que me conduzca a la cerradura oxidada de todos los días, otra noche más. Prefiero estar un rato solo aquí. Sin más.
Un gato blanco y negro cruza la calle. El viento me golpea en la cara, recordándome a su manera que estoy vivo. Cómo grita silente la madrugada. Enfrente de mí un portal, lo único que está un poco iluminado en toda la lóbrega avenida. Justo encima de la puerta se ve el número 7. La farola que queda más próxima está fundida, lo que me impide hasta este preciso momento darme cuenta de que, justo debajo y a la derecha de aquel porche, una pareja se gasta los labios a besos, conscientes de que la noche se les acaba, y quien sabe si después todo lo demás.
Un matrimonio sale del portal: el hombre delante con una mochila a la espalda, unos pasos por detrás ella, que cierra la puerta. Salen veloces y abrigados hasta el espíritu con sus anoraks. El cambio de temperatura tan brusco debe ser penetrante para sus cuerpos, que desprenden vaho al respirar. Creo que van a trabajar, por la mochila que lleva el hombre y por su ropa, aparentemente cómoda y sencilla. Además el hombre mira el reloj y le dice algo a su mujer para que aligere sus pasos, aun aletargados por el rápido desayuno y la inútil agua en el rostro al despertar.
Sin darse cuenta se cruzan con un chico muy arreglado que camina despacio y justo cuando ella sale del portal y la puerta se cierra, éste llega despacio al umbral de aquella estancia encendida. Saca sus llaves mientras mira unos segundos a la pareja, que sigue empeñada en derrochar todos los besos. La vida pasa delante de aquel portal, entretanto yo sigo sentado en aquellas maderas astilladas, sin que ninguno de aquellos actores noveles sienta mi mirada. En una terraza del cuarto piso unas luces de colores navideñas destellean intermitentemente. Parece que, incluso, se escuche el centelleo. Me siento una suerte de espectador de lujo. Aquel portal resume la vida en unos minutos. Unos se van a trabajar, otros llegan a casa para dormir en soledad, mientras terceros parece que van a dormir en compañía, o al menos terminarán la noche de esta manera.
El número 7 de aquella avenida en una fría madrugada son los besos, la rutina, la soledad, la luna… Aquella calle de Madrid es cualquier calle de cualquier ciudad. Aquel número siete, de color bronce, cualquier número de cualquier calle. La rutina, la de cualquiera; la luna la que pertenece y centellea en el camino de todos, la soledad de cualquiera y los besos, los que todos querríamos. La vida es la única. Empieza a llover, voy a casa. Mañana, si quieres y lees mis palabras, quizás volvamos a tomar café.
Me quedo allí sentado un rato. No tengo prisa hoy. En realidad nunca la tengo. Total, el tiempo también camina despacio a veces, para darnos una especie de respiro. Hace frío aquí abajo, pero no me apetece subir la escalera del portal, que me conduzca a la cerradura oxidada de todos los días, otra noche más. Prefiero estar un rato solo aquí. Sin más.
Un gato blanco y negro cruza la calle. El viento me golpea en la cara, recordándome a su manera que estoy vivo. Cómo grita silente la madrugada. Enfrente de mí un portal, lo único que está un poco iluminado en toda la lóbrega avenida. Justo encima de la puerta se ve el número 7. La farola que queda más próxima está fundida, lo que me impide hasta este preciso momento darme cuenta de que, justo debajo y a la derecha de aquel porche, una pareja se gasta los labios a besos, conscientes de que la noche se les acaba, y quien sabe si después todo lo demás.
Un matrimonio sale del portal: el hombre delante con una mochila a la espalda, unos pasos por detrás ella, que cierra la puerta. Salen veloces y abrigados hasta el espíritu con sus anoraks. El cambio de temperatura tan brusco debe ser penetrante para sus cuerpos, que desprenden vaho al respirar. Creo que van a trabajar, por la mochila que lleva el hombre y por su ropa, aparentemente cómoda y sencilla. Además el hombre mira el reloj y le dice algo a su mujer para que aligere sus pasos, aun aletargados por el rápido desayuno y la inútil agua en el rostro al despertar.
Sin darse cuenta se cruzan con un chico muy arreglado que camina despacio y justo cuando ella sale del portal y la puerta se cierra, éste llega despacio al umbral de aquella estancia encendida. Saca sus llaves mientras mira unos segundos a la pareja, que sigue empeñada en derrochar todos los besos. La vida pasa delante de aquel portal, entretanto yo sigo sentado en aquellas maderas astilladas, sin que ninguno de aquellos actores noveles sienta mi mirada. En una terraza del cuarto piso unas luces de colores navideñas destellean intermitentemente. Parece que, incluso, se escuche el centelleo. Me siento una suerte de espectador de lujo. Aquel portal resume la vida en unos minutos. Unos se van a trabajar, otros llegan a casa para dormir en soledad, mientras terceros parece que van a dormir en compañía, o al menos terminarán la noche de esta manera.
El número 7 de aquella avenida en una fría madrugada son los besos, la rutina, la soledad, la luna… Aquella calle de Madrid es cualquier calle de cualquier ciudad. Aquel número siete, de color bronce, cualquier número de cualquier calle. La rutina, la de cualquiera; la luna la que pertenece y centellea en el camino de todos, la soledad de cualquiera y los besos, los que todos querríamos. La vida es la única. Empieza a llover, voy a casa. Mañana, si quieres y lees mis palabras, quizás volvamos a tomar café.
6 comentarios:
Me gusta tu blogg
Me siento muy identificado con estos textos en donde no se cuenta nada y sin embargo todo.
Me ha gustado.
Un abrazo navideño.
Gracias por pasar a visitarme.
Ana
Leer tu entrada me recordó a mi noche del miércoles. También acabé con ese sentimiento de solitaria espectadora de la noche madrileña. Eso sí, la ya larga ausencia de besos hizo que se me soltara alguna lágrima. Menos mal que también empezó a llover.
Un beso y aprovecho para desearte felices días. No estos, todos.
Noches solitarias en las que cada uno lleva su carga a cuestas; unos para amar y otros para dirigirse a su rutina diaria.
Un beso.
Ana: Gracias Ana. Puedes pasarte cuando quieras.
Loren: Siempre se dice una parte del todo, aunque no se diga nada. Un abrazo enorme.
Sunrise: Su ausencia es difícil en muchos momentos, pero ayuda a que cuando vuelven los recibas de mucha mejor cara. Un besazo, y te deseo los mismos felices días. No estos, sino todos. ;-)
Marea: Tantas y tantas noches las que quedan. Un beso. Gracias por pasar.
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