lunes, 26 de octubre de 2009

Retratos empañados

Creía que todo estaba más que zanjado. Sí, que nada se interpondría nunca más entre mí y mi sentir. Pensé que aquello estaba más que olvidado. Erré, por supuesto, sí había algo que podía descerrajar de nuevo mi pecho, que podía volver a cruzar el río por debajo del puente recién construido, y abatirlo sin ningún esfuerzo. Había alguien que podía y eras tú, Lucía.

Porque después de buscarte en cada esquina y cada mirada, llegó un momento en el que me convencí de que ya no quería volver a pensar en ti. Pero hoy llueve, en esta noche tan fría, y la lluvia me recuerda a ti, Lucía, a tu melancólica mirada a través del cristal mojado al levantarte de la cama en la madrugada. Me recuerda a la sonrisa desdibujada que se implantaba en tu mueca al descubrir la ventana que goteaba por fuera y el adoquinado de la calle empapado.

Esta noche es de esas, pero no estás aquí, ahora no estás. Y para colmo diluvia en la misma noche en la que te cruzaste conmigo a media tarde, y prácticamente no dijiste nada, un hola banal e insulso con una media sonrisa, Lucía, que delataba que no te hacía ilusión que nos viésemos. En la misma noche en que volvía en el tranvía de esta brumosa ciudad, mirando como caían las gotas desde la persiana hasta el pequeño recoveco que quedaba entre los asientos y el precipicio que las conducía al suelo. Y un músico al otro lado de la ventana del vehículo tocó la canción que siempre parábamos a escuchar cuando volvíamos caminando, Lucía. La nuestra.

Después de este tiempo ya he dormido junto a otras mujeres, he rendido batalla en brazos de otros amores: de una noche, de algunos meses, pasajeros, efímeros, tatuados, amores de Noviembre, demacrados por las agujas con las que se inyectan la vida a dosis, y también sanos… Y creía que eso era suficiente hasta que hoy apareciste otra vez, con tu eterna sonrisa, preciosa. Y todos mis cimientos oscilaron, dejando a la vista lo débil de la estructura interna de este cuerpo.

Y minutos después de verte, Lucía, sólo un par de minutos después de que salieses contoneando tus curvas, algo más delgadas que hace meses; quise demostrarme a mí mismo que no estaba equivocado, y que era verdad que te había olvidado, que aquello era sólo un momento de flaqueza. Y salí a la calle con la foto nuestra que conservaba en la cartera, decidido, y la dejé caer y ser arrastrada por la pequeña corriente que fluía calle abajo. La dejé bajar, mientras la miraba, hasta que se aposentó dulcemente en la rejilla de la alcantarilla, donde quedó visible sólo tu rostro alegre. La arrojé, y me arrepentí al instante de hacerlo, mientras la contemplaba siendo empujada por la corriente. Metafórico. Nuestro amor siempre pareció estar arrastrado en medio de un torrente caótico, por un oleaje invisible de sentimientos incontrolables para nosotros.

Levanté la vista, y te vi caminando bajo la pequeña lluvia que caía sobre la ciudad. Distinguí entre el tumulto, a lo lejos, la espalda, tu espalda. Cuánto amor no desataría y dejaría libre por aquella extensión tan perfectiva. Volví a verla, bajo la ropa que la abrigaba, pero no me hizo falta desnudarte, recordaba cada centímetro de aquella. Quise pensar en una simple flaqueza, en un momento de guardia baja, para justificar aquel movimiento inesperado, aquel sincero deseo de correr y morderte el cuello nuevamente, Lucía.

Pero quedé pasmado mirando como tu sonrisa era borrada lentamente por el agua que la cubría y deshacía el papel, poco a poco dejándose caer por la hendidura de las rejas. Volví a arrepentirme de despegarme de esa imagen, tal vez fuese el último recuerdo que me quedaba fuera de las cajas, en las que había metido y encerrado nuestra vida anterior. Era todo tan impersonal, tan vacuo, aunque necesité hacerlo. Necesité dejar de verte en cada bolígrafo, en cada fotografía o en cada carrete sin revelar que flotaba por mi mesilla o que se inmiscuía en mis cajones.

Busqué la mirada de unos ojos claros, en lo que yo definía como superación de la separación, pero resultó que fue sólo un intento de olvidarme de los tuyos, marrones como el café de principios de otoño, como las hojas que se resisten inútilmente a caer del árbol, y terminan por caer inertes, con la tonalidad de la muerte impregnada en sus texturas. Y entonces, al descubrirme a mí mismo pensando en tus ojos, Lucía, cerré los míos fuerte y quise que todo fuese un sueño de los que hacen que me levante de la cama y mis cimientos se tambaleen durante unos instantes.

Y entonces en una especie de impulso involuntario, levanté la cabeza del papel, y estaba recostado en mi mesa, con la pluma en la mano y el papel reciclado sin terminar de rellenar. La madrugada era cerrada y fuera llovía, sí, pero giré mi cuerpo y allí, detrás de mí, en mi cama, descansaba su esbelto cuerpo, su larga melena castaña y ondulada, y su geografía lunar repleta de perfectos accidentes. Ella, que me había ayudado a querer de nuevo, a volver a creer que podía vivir sin ti. Y sonreí, porque llovía, pero en la mesilla había una fotografía en la que ya no eras tú, si no nosotros dos los que sonreíamos alegres. Y sonreí, sin que nadie, excepto los que componían aquel retrato, me viese; porque su cintura aún conservaba el calor del edredón sobre nuestros cuerpos durante toda una noche. Y acosté mi cuerpo junto al suyo y su pelo olía a sal de mar. Y ella sonrió entre sueños y murmuró algunas palabras que no entendí.

lunes, 19 de octubre de 2009

De los últimos momentos

Suena la rasgada voz de Barry White en el hilo musical de alguna radio desconocida, en la habitación contigua, de otra vivienda. La voz de las primeras citas, recordaba que así la había mentado su padre, devoto del artista, en alguna ocasión. Pensó que, a través de aquella pared comenzaba alguna relación entre dos nuevos enamorados. La ironía le llevó a dibujar una mueca de sonrisa que ella descubrió al mirarle, sin llegar a entenderla. Es como si aquella pareja inexistente, invisible, les hubiese arrebatado el amor para quedárselo entre sus cuatro paredes.

Su relación se había deteriorado mucho en los últimos meses, aunque aparentemente todo continuaba igual que antes. Pero todo caduca, y hay que saber apreciar muy bien la fecha marcada, antes de ensoñarse sin remedio. En la última bronca ella había mencionado, amenazante, que aquello no podía seguir así, a lo que su cuerpo respondió con un silencioso escalofrío que acarició su espalda hasta el principio de la nuca.

Así llegó la discusión, aquella tarde, en el cuarto de ella, que tantas veces había abrigado su desnudo amor. Y sonó más fiera y más amenazante que nunca. El tiempo les había llevado a cambiar la forma de zanjar sus choques: al principio llegaba un momento en que alguno de los dos se echaba a reír, con lo que todo se terminaba; pero ahora, ahora era distinto, no era tan fácil. Ambos se ofuscaban y costaba un mundo que alguno de los dos volviese a hablar.

Ese fue el motivo por el cual él decidió olvidar la discusión, al minuto de producirse, y sentarse en la cama, a su lado, cogiéndola por los hombros. La besó el cabello, que guardaba el mismo olor que había deseado oler cada noche hacía ya un largo tiempo.

La voz negra de la otra habitación continuaba su recital para enamorados: “You are the first, my last, my everything”. Ella se sobrepuso a aquellos versos:

- Estoy muy cansada de todo esto. No podemos estar así.

No supo, o tal vez quiso no saber contestar. La apretó contra su pecho y suspiró fuerte. Ella le correspondió con otro fuerte suspiro. Cuando alzó los ojos para mirarle, le descubrió sus cartas en forma de unos vidriosos ojos de café, que quedaron muy cerca de su cara. Tras mirarse un par de segundos una lágrima descendió por su mejilla. Quizás para contener aquel torrente que se avecinaba o para encubrir a aquel sentimiento, se lanzó con violencia a los labios carnosos que innumerables veces había mordido.

Besaron la boca de su otro de manera que hacía meses no hacían. Acaso porque conocían su destino próximo y querían esperarlo de la mejor manera posible. Sabían que aquella tarde, que empezaba a decaer, podía ser su última tarde. Sus cuerpos jugaban. Las manos con la cintura, el pecho, la espalda; la boca con el abdomen, las piernas; sus narices a chocarse entre ellas con precisa involuntariedad para terminar de conocerse...

Alzaron la vista y se miraron a los ojos, sin decir nada, él acarició su cara, prácticamente en su totalidad; así se guardaría su belleza entre los dedos para siempre. Aunque nunca más estuviese tan cerca. Aunque nunca más la rozase. Hicieron el amor más bonito de lo que todos lo pintan. E intentaron aprovechar cada centímetro del otro. Sabían que a la mañana siguiente se besarían en la mejilla, y recordó que “cuando recibes un beso en la mejilla de alguien a quien has besado tantas veces en los labios, debes saber que has perdido tu lugar en su corazón”. *

Y así llegó el momento de despedirse. Él salió de su casa, pero antes se fundieron en un memorable abrazo y se besaron. Posiblemente nunca olvidarían aquella tarde, tan amarga y bella a su vez. Casi pillándose los dedos con la puerta, ella cerró, empujando hacia fuera un incontable número de momentos y palabras, y acarició la puerta antes de sentarse de espaldas en el suelo. Él quedó fuera, sabedor de que muchos de los momentos que había pasado con ella se quedaban tras aquella puerta acorazada. Se sentó de espaldas, también, provocando así el último e inexistente contacto entre sus espaldas, a través de la puerta cerrada, sin que ninguno llegase a saberlo nunca.

Pensó en que quería tomarse un café e ir a su casa y leer algún libro triste. Aquel pensamiento le hizo recordar una mañana en que ella bromeó, mientras hablaba de un libro: “Es que parece que prefieres un libro antes que a mí”. Ahora supo responder a aquello: “Al menos ellos nunca fallan”. Y sonrió, recordando aquella escena. Después rompió en lágrimas, en silencio, que se entremezclaron con el final de aquella sonrisa de recuerdo, mientras bajaba la escalera hacia su nuevo y desértico mundo lleno de gente.

*La frase en cursiva es de David Trueba en su novela Cuatro amigos.

domingo, 11 de octubre de 2009

De los primeros momentos

Empezar a conocer a una persona es una experiencia única. Por eso de que cada uno somos un mundo distinto al resto. Cuando conoces alguien e intuyes que cabe la posibilidad de que se establezca un vínculo duradero en el tiempo, todo son primeros momentos. Tan sólo por ellos merece la pena la incursión en nuestra vida de gente nueva.

Los primeros momentos son especiales. La primera vez que surge una mirada cómplice con alguien que acabará siendo tu amigo confidente; el primer beso, ese en el que todos pensamos cuando alguien nuevo nos atrae; las primeras palabras afectuosas de un hermano pequeño cuando empieza a crecer, las primeras caricias en el cuello en una noche de poemas… Millares de momentos inéditos aguardan a los contendientes que se decantan por el primer asalto.

Así, aquella mañana ella se había levantado con un claro sentimiento de morriña que no alcanzaba a explicarse. El café le supo a esa especie de soledad que nos invade cuando hemos pasado la noche con alguien que al amanecer ha de marcharse. La radio sonaba distinta, después de tanto tiempo monótona. Pero aquella especie de añoranza era resplandeciente, pues sabía que le aguardaba, al menos, una conversación al final del día.

Pensó en cuanto detestaba los primeros días de la rutina, que este año le resultaba aún más diferente. Su vida había experimentado cambios notables desde el principio del curso anterior hasta este. Sin embargo, esos cambios habían llegado para bien, y se sentía cómoda consigo misma y su entorno.

Se decidió por coger el teléfono. Necesitaba hablar con alguien y optó por el número de una reciente amistad recuperada. Le contó lo que sentía, al tiempo que aquella conversación le indujo a valorar aquella amistad mucho más.

- ¿Sabes, Natalia? Es la primera vez que me hablas de algún chico…

Los primeros momentos…

viernes, 9 de octubre de 2009

Sobre tempestades

*No suelo colgar versos, pero hoy se merecía.

“Por donde quiera que aleje los ojos,
todo es color de lluvia, negro pálido”.

Fernando Pessoa

A mi amigo Pablo Álvarez

En medio de la tempestad
Gritas, en silencio,
Sabedor de que la calle es,
Por un momento, sólo tuya.

Desahogas tu cólera contenida
Al tiempo que ahogas tu memoria
Entre la lluvia, apático.

Sé que una palabra sólo no sirve,
Aunque mi alma corra de la mano
De tu exhalación, en mitad de la noche
[más agria.

Pero no. No me lo dices. Y huyes, corres,
En soledad, que, en ocasiones,
Es tan ciega compañía.

Y yo mientras, miro la lluvia y la grito,
Porque todos, también yo,
Necesitamos romper del silencio
[La voz.

Y así estoy. Frío.
Tan solitario como tú, en mi balcón.
Viendo como la tormenta se ha ido apaciguando,
Porque todas lo hacen.

Y mientras pienso en la pareja abrazada
De Bram, y los cantos de Pessoa a la lluvia.

E, igual que tú, pensando cada uno en sus ojos
que no sabemos que reflejo de nosotros obtienen.
Al otro lado en la ciudad, ya no sabemos nada,
por no conocer nada, ni si nos quieren ver.